Pbro. Jesús Manríquez/ Formador del Seminario
Una de las grandes convicciones que surgen de la vida espiritual cristiana es la certeza de ejercer la capacidad de amar y de ser amados por el mismo Dios. En todo cristiano después de una experiencia de Dios surge la gran convicción de que ese amor está presente de manera particular en cada uno de nosotros. Aunque el sentido lógico nos obliga a pensar en un amor igual para todos, es la persona misma la que a través de su experiencia particular de vida y de historia, es capaz de percibir este amor de Dios como un amor único y original. “Dios nos ama igual, pero de distintas maneras” podríamos decir.
Este domingo celebramos la fiesta del amor de Dios, es decir, la fiesta de pentecostés. Donde el Espíritu Santo es el principal protagonista. Celebrar el Espíritu Santo es celebrar el amor de Dios que se mueve siempre en nosotros.
El domingo de Pentecostés las lecturas nos recuerdan el gran acontecimiento de la venida del Espíritu Santo, acontecimiento en el que podemos ver el inicio de la Iglesia que “teniendo las puertas cerradas por temor” se abre a una Iglesia valiente y arrojada que deja atrás el miedo y comienza a dar el testimonio valiente del resucitado. Es notable el contraste entre la iglesia de los apóstoles de Jesús con carencias y defectos y la Iglesia después de pentecostés cuando todos hablaban de las maravillas de Dios en su propia lengua. El mundo hasta entonces conocido será transformado por la acción del Espíritu Santo, o mejor dicho, por el amor de Dios que toca la vida de las personas y las hace hablar de su experiencia con Cristo resucitado.
En nuestra vida la entrada al Espíritu Santo se da en el sacramento del bautismo, esa es la primera experiencia de Dios a través del Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo. A partir de este sacramento y el don mismo de la vida podemos decir que tenemos la capacidad de amar y ser amados. Sin embargo, a lo largo de la vida nos enfrentamos constantemente a decepciones, desilusiones, frustraciones. Todas estas experiencias negativas nos hacen cerrar la puerta a la posibilidad de ejercer el amor. Y en ocasiones puede ser incluso que terminemos con nuestras puertas cerradas debido al miedo a ser lastimados por el ejercicio de esta capacidad de amor. Una vida vivida de esta manera no es humana y mucho menos cristiana. El cristiano de nuestros tiempos está obligado a realizar una constante reinterpretación de su historia que le permita reconocer los momentos en los que Dios ha estado presente en su caminar. Esta reinterpretación solo puede ser llevada a cabo por el Espíritu Santo. Es por eso por lo que se le atribuye al Espíritu Santo la capacidad de “Lavar lo que esta manchado y enderezar lo que esta torcido” temerariamente podemos afirmar que toda conversión es suscitada por la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas. Y hoy en nuestros tiempos esta actitud de reinterpretación constante es una exigencia para el cristiano que se precie de serlo. Solo abriéndonos a la acción del Espíritu Santo podremos alabar a Dios en nuestra propia lengua. Solo a través de contemplar la acción de Dios en nuestras vidas nos veremos obligados a compartir, no por deber, sino por alegría excedida, las maravillas de Dios en nuestra propia vida. La suplica realizada por la Iglesia en esta ultima semana de pascua, se compone de millones de voces individuales, que teniendo al Espíritu Santo en sus vidas por el sacramento del bautismo contemplan la necesidad de este nuevo amanecer, es por eso que unidos a toda la humanidad, sea por necesidad, sea por agradecimiento o por alegría, nos gloriamos en decir: ¡VEN ESPIRITU SANTO!.