Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil, pero por amor a Dios se puede lograr, como nos explica el padre Juan Carlos López…
Claudia Iveth Robles
En una de sus homilías en Fátima, el hoy santo Juan Pablo II dijo que “la finalidad última de la penitencia consiste en lograr que amemos intensamente a Dios y nos consagremos a Él”.
Esto quiere decir que para nosotros los cristianos, la penitencia no es un castigo, sino que, por contradictorio que parezca, es una muestra de amor hacia Dios de parte nuestra. “Podemos decir con toda verdad y claridad, que hacemos penitencia porque amamos a Dios y porque lo queremos amar más. Por tanto, el amor a Dios es la razón, el fundamento de la penitencia”.
Así lo explicó el padre Juan Carlos Lopez, teólogo moral y vicario de la parroquia El Señor de la Misericordia, al adentrar a los lectores de Presencia en este tema cuaresmal.
Sentido religioso
El sacerdote explicó que la penitencia es la mortificación autoimpuesta por el creyente como respuesta a la invitación evangélica a la conversión, la cual se acentúa en Cuaresma.
“La Escritura está “plagada” de textos y personas, incluído Jesús mismo, que nos invita a arrepentirnos y convertirnos de nuestras faltas, con la intención de entrar en el camino de la vida nueva inaugurada por Cristo”, dijo.
Señalo que en el Antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia, esto aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina, o con motivo de graves calamidades, o ante la inminencia de especiales peligros, o más frecuentemente para obtener beneficios del Señor.
Cómo es la penitencia externa
Dijo que se puede advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de “conversión” es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios.
Citó que el beato Pablo VI en la carta apostólica Poenitemini de 1967, aseguró que “la verdadera penitencia no puede prescindir, en ninguna época de una “ascesis” que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma.
Afirmó que las obras externas de la penitencia se manifiestan en la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, en la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, en el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade.
Así, la mortificación más habitual a la que se enfrentan los cristianos son las contrariedades de cada día: escuchar con paciencia a los hijos, terminar bien un trabajo cuando se está cansado, procurar no distraerse en Misa, no gastar dinero en provecho propio y darlo como limosna a los necesitados, etcétera.
“En el caso de los que están afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, o la desgracia, la Iglesia los invita a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan obtener la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren”, expuso el padre Juan Carlos.
¿Por qué hacer penitencia?
La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta si se considera la fragilidad de la naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios. Este ejercicio de mortificación del cuerpo mira por la “liberación” del hombre, que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado por sus “pasiones”, explicó el padre Juan Carlos.
Dijo que la penitencia es necesaria porque existe el pecado y todo el ser humano no es ajeno a él, porque es necesario reparar por tantos pecados y debilidades propias y de nuestros hermanos, los hombres.
Todo el tiempo de la Iglesia peregrina en la que nos encontramos, aparece como un tiempo concedido por el Señor para que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia (2 Pe 3, 9), resaltó.
Frutos de la penitencia
Y citó al santo cura de Ars, quien dijo: “nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el dolor que por los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos.
En cuanto a los frutos de la penitencia, recordó que san Agustín en su Sermón 73, afirma que purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne propia al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad.
Con información de:
- Constitución apostólica Paenitemini de su santidad Pablo VI.
- Antología de textos de Francisco Fernández Carvajal.
Penitencia y santidad
La “santidad en la vida ordinaria” hace que los sacrificios más importantes sean los propios de la vida ordinaria: sonreír cuando se está cansado, acompañar a una persona en un trayecto, no retrasar un trabajo aunque aparezca la desgana…
La New Catholic Encyclopedia (2003) define así el término ‘Mortificación’: “Freno deliberado a los impulsos naturales con el fin de ayudar a la persona a alcanzar la santidad, obedeciendo a la razón iluminada por la fe”.
El Catecismo de la Iglesia señala: “El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9,13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios”. (CEC, 2100)
El Papa Juan XXIII, que dedicó una encíclica a la penitencia, decía: “Ningún cristiano puede crecer en santidad, ni el cristianismo en vigor, sino por la penitencia. Por eso en nuestra Constitución Apostólica que proclamó la convocatoria del Concilio Vaticano II, urgimos a los fieles a prepararse espiritualmente para este acontecimiento por medio de la oración y otras prácticas cristianas, y señalamos que no pasaran por alto para ello la práctica de la mortificación voluntaria”.
Algunos santos destacados, como san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, santo Tomás Moro, san Francisco de Sales, el cura de Ars o santa Teresa de Lisieux, utilizaban cilicios o disciplinas para generarse alguna molestia, sin lesionar su salud. La Iglesia ha aprobado estas prácticas y muchas instituciones las siguen actualmente.
Enciclica ‘Paenitentiam Agere’ (De la necesidad de la penitencia interior y exterior), 1 de Julio de 1962.