Cristina Alba Michel/ Notidiócesis
Las medidas de seguridad “por la persona del Papa” estuvieron presentes de centro a sur y de sur a norte durante la pasada visita pastoral que Francisco dedicó a nuestro país. Una visita la suya que rompía esquemas, no solamente por ser la primera en este pontificado que abarcaba cinco ciudades –de hecho, seis- en una sola gira, sino por los lugares visitados y la logística del encuentro que no permitió, como en las pasadas visitas, un roce piel a piel del pastor con el pueblo. No obstante, fueron millones los que de lejos y al paso rápido del papamóvil, saludaron al Vicario de Cristo, quien de cerca pudo abrazar sobre todo a los enfermos, e incluso amonestar a algún joven entusiasta, pero esta vez en puntos muy concretos y, en cierto modo, muy limitados.
Se percibía miedo. Ese miedo de quien se siente acusado por las manifestaciones de la gente descontenta. Hubo restricciones, horarios, esperas, orden y lejanía que no pudieron, sin embargo, impedir a las semillas traídas por el Papa caer donde debían caer. Semillas escondidas en el elocuente lenguaje de los signos.
No quisiera hablar de un triunfo de la Iglesia en este viaje. Al menos, no de la Iglesia jerárquica. Sí en parte de un triunfo del Papa, que aun cuando no pudo encontrarse en Guerrero, ni ver cara a cara a los familiares de los 43, marcó una línea bien clara de distancia con toda corrupción. Esa corrupción que incluso divide entre sí a los distintos grupos de víctimas, que no siempre buscan justicia, sino venganza. La de lo políticamente correcto que ha tratado de manipular una visita pastoral para fines publicitarios y auto-justificativos plantando escenarios desacostumbrados como el de Palacio Nacional y los largos protocolos de presentación, y la de lo religiosamente acostumbrado que no acaba de decidirse a romper con los viejos esquemas de besamanos y reflectores. Desde la llamada de atención a los obispos a tener una mirada más limpia y un compromiso más concreto y más amplio con el pueblo y no con los nuevos faraones, hasta la oración y la ofrenda en la frontera con el poderoso país del Norte, ese que no deja de estar involucrado con los enormes problemas de gran parte del mundo, desde la guerra en Medio Oriente y Crimea, el cambio de rostro de Afganistán, la crisis económica y de combustibles, hasta el gravísimo narcotráfico que ha corrompido más aún las redes del poder en una América Latina que no ha terminado de pagar la deuda a sus pueblos por las pasadas dictaduras y los presentes populismos; que no deja de arrojar a sus hijos a las garras de la miseria, el analfabetismo, la ideología barata, la violencia y la migración, convirtiéndose así en cómplice de los cazadores de personas y levantadores de muros.
El triunfo del Papa consistió en mantener los equilibrios sin traicionar a la verdad, como cuando señaló a Juárez el camino de Nínive, pues el desgaste de esta sociedad no es solamente fruto de los crímenes del narco ni del Estado, sino también de la corrupción personal de quienes “se han acostumbrado de tal manera a la degradación que han perdido la sensibilidad ante el dolor… la injusticia se ha instalado en su mirada”. Consistió en reivindicar la dignidad de los indígenas y pedirles perdón por las injusticias ancestrales contra ellos y contra sus medios ambientes, y reconocer la aportación que pueden y deben dar a México y al mundo. Su triunfo se lee entre las líneas de sus discursos, en los gestos realizados en cada punto visitado, en las lágrimas que no ha podido ocultar durante los largos trayectos al encontrarse de frente a la esperanza de un pueblo que aún ama a sus hijos. Él mismo lo expresó al final de la magna celebración en Cd. Juárez: “¡me daban ganas de llorar mirando tanta esperanza en un pueblo tan sufrido!”.
Las lágrimas del Papa condensaron en sí aquellas otras del pueblo, aquellas de los migrantes muertos, de los indígenas y de los pobres marginados, provocadas por las divisiones internas, por las injusticias ancestrales, por la represión disfrazada y la violencia sin fin. Condensaban en sí también las lágrimas de la Iglesia, no de la jerárquica insisto, sino de esa que vive en el pueblo de Dios perseguido y perseverante en la fe y en la esperanza. Fe y esperanza que surgen siempre nuevas entre los escombros de viejas y nuevas batallas, entre las redes de la corrupción y las cuales, en estos días, no han podido dejar de manifestarse con júbilo desbordante a cada paso de los viejos zapatos de Francisco, el Papa “revolucionario”, el Papa “lógico” en la sucesión de los pastores que en los últimos pontificados han conmocionado, cada uno a su manera, a la Iglesia y al mundo.