Felipe Monroy/ Periodista católico
Con cierta recurrencia, surge entre creyentes y no creyentes la inquietud sobre cómo son definidas las fechas de algunas fiestas religiosas, especialmente la Semana Santa, la Pascua o el Ramadán. Es bien sabido que año con año, estos momentos de profunda religiosidad caen en fechas distintas y, para el orden secularizado occidental al que estamos acostumbrados, no es fácil seguirles la pista.
El cálculo y la forma de vivir estas fiestas religiosas tiene una explicación realmente sencilla pero sus implicaciones son más interesantes de lo que aparentan: están ligadas a la ciencia, a la naturaleza, a la observación del cosmos, al uso de la imaginación y de la conciencia de que la humanidad es apenas un espectador efímero y privilegiado de una danza cíclica y eterna la cual merece ser relatada tanto con el lenguaje de las palabras como con el lenguaje de la fe.
Para el mundo judío, la Pascua es la celebación de la liberación del pueblo hebreo; se festeja el día 14 de Nisán y comienza justo en la noche de luna llena después del equinoccio de primavera. El relato histórico-religioso es por supuesto fascinante: conmemora los auxilios que Yahvé hace para que Moisés y Aarón liberen de la esclavitud a su pueblo y lo conduzcan, no sin arduas tribulaciones, rumbo a la tierra prometida.
En el mundo cristiano, la Semana Santa y la Pascua de Resurrección son la culminación de un largo itinerario de preparación espiritual. La Pascua cristiana se calcula casi igual que la Pascua judía; sin embargo, la celebración se mueve al primer domingo –día del Señor para los creyentes cristianos– después del primer plenilunio (la luna llena astronómica) después del equinoccio de primavera. A diferencia de la cultura hebrea, el cristianismo se nutrió inmensamente de la cultura astronómica griega y romana durante siglos y por ello el cálculo del Domingo de Resurrección ha convivido largamente con los calendarios lunisolares ancestrales que buscaron comprender los ciclos orbitales del sol y de la luna. Durante siglos fue el calendario alejandrino y hoy, el gregoriano. Para los cristianos, la Pascua es la celebración de la Resurrección de Cristo; se conmemoran los días previos a su muerte (la Pasión) y también se cuentan hacia atrás los 40 días de preparación espiritual hasta el Miércoles de Ceniza que reflejan la consonancia de la ‘cuadragésima’, un número recurrente en la historia salvífica judeo-cristiana (cuarenta días de diluvio universal, cuarenta años del peregrinar hebreo en el desierto, cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto y un largo etcétera).
Finalmente, el mundo islámico también observa a la luna y define sus celebraciones junto a sus fases. El primer día del Ramadán -noveno mes del calendario islámico- comienza al día siguiente del avistamiento directo de la luna nueva y sigue el curso de la luna creciente (que incluso está en el símbolo nuclear del islamismo). Aunque en nuestros días hay esfuerzos por unificar el calendario islámico y así anticipar cíclicamente cuándo será Ramadán en los próximos años, aún hoy, la única manera de conocer el inicio de este mes sagrado musulmán es con la observación directa de la bóveda celeste y asentarlo en el calendario lunar Hijri, que tiene 12 meses lunares en un año de 354 o 355 días. Los musulmanes conmemoran todo este mes sosteniendo el ayuno mientras el sol está en el cielo para celebrar las revelaciones que Alá, a través del ángel Gabriel, hizo al profeta Mahoma para escribir el libro sagrado del Corán.
En nuestros días es importante recordar que prácticamente las tradiciones religiosas primitivas y trascendentales no son exclusivamente relatos arbitrarios de símbolos surgidos de la imaginación. Aquellos que comparan los relatos religiosos con meras ‘fantasías’ pecan de ignorancia y soberbia; y aún más: es probable que el hiperconsumismo capitalista esté sustentado en más ficciones que los relatos monoteístas ancestrales. En fechas recientes, por ejemplo, han sido publicados estudios sobre por qué las generaciones urbanizadas piensan que los envases de leche chocolatada proviene de vacas cafés y los empaques de leche natural, de las vacas blancas; y es famoso aquel relato de una joven que, teniendo un sano y fecundo limonero en casa, seguía comprando limones en el supermercado “porque creía que los limones venían de una fábrica o necesitaban algún proceso industrial para hacerlos consumibles al ser humano”. Es decir, el consumismo capitalista nos distancia de la naturaleza de formas jamás vistas bajo las concepciones religiosas ancestrales.
De esto también tienen algo de responsabilidad las instituciones religiosas que, en el afán de unificar criterios (como ahora lo están intentando en el mundo islámico), olvidan quizá una de las principales fuentes de la espiritualidad y la religiosidad humana: la contemplación de la naturaleza. El asombro que produce en el corazón humano nuestra capacidad de comprender designios cosmológicos y astronómicos, propios lo infinito y lo eterno, desde nuestra diminuta pequeñez y nuestra efímera existencia.
Pensémoslo de esta forma: Resulta anticlimático preguntar a un sacerdote, a un imán o un rabino cuándo comienzan los días sagrados y que éste responda mirando un calendario sobre su escritorio; imaginemos, por el contrario, que estos hombres –vínculos entre Dios y los hombres– contemplaran el firmamento, nos mostraran la luna y el sol, las constelaciones y los astros, y nos dijeran: “Contempla el día y la noche; el cosmos habla de nuestra historia y en ella estamos viviendo”. O como diría fray Luis de León: “¡Ay!, levantad los ojos / a aquesta celestial eterna esfera: / burlaréis los antojos / de aquesta lisonjera / vida, con cuanto teme y cuanto espera. // ¿Es más que un breve punto / el bajo y torpe suelo, comparado / a aqueste gran trasunto, / donde vive mejorado / lo que es, lo que será, lo que ha pasado?”.