Por muchas cosas admiro a Sergio Sarmiento, un gran periodista mexicano que procuro leer a diario porque me parece acertado en muchos de sus diagnósticos sobre lo que ocurre en el panorama nacional. Sin embargo cuando escribe sobre cosas de Dios o de temas de moral familiar suelo discrepar de sus puntos de vista. Sarmiento es agnóstico, lo que quiere decir que para él la existencia de Dios o las verdades religiosas no se pueden conocer. A diferencia del ateo que niega la existencia divina, el agnóstico ni cree ni no cree, sino que suspende la creencia.
Sarmiento, escribiendo hace unos días sobre los milagros de la beata Teresa de Calcuta, a quien el papa canonizará en septiembre próximo, decía: “Nunca he entendido por qué Dios habría de crear un orden en el universo, con leyes naturales de asombrosa elegancia, sólo para violarlo de manera discrecional. Esta creencia lleva a la Iglesia Católica a inventar milagros que no son necesarios para honrar a aquellos que se distinguen por su bondad, por su generosidad o por su amor a Dios”.
No es adecuado definir al milagro simplemente como una violación a las leyes de naturaleza. Estaríamos, de esa manera, haciendo una caricatura del milagro. Y entonces sí nos parecería que Dios se entromete, o que comete una infracción cuando rompe con las leyes que ha creado. ¿Qué sentido tiene que una persona que cae de cabeza de una altura de diez metros y se estrelle contra el pavimento, inexplicablemente no se haga daño sólo porque su madre invocó a san Juan Diego mientras su hijo caía? Fue lo que ocurrió a Juan José Barragán Silva en 1990. ¿Para qué ocurriría eso? ¿O cómo explicar que el 25 de enero de 1949 en un comedor para niños pobres en Olivenza España, después de que una crisis económica había dejado en la cocina únicamente tres tazas de arroz, comieran de la olla, después de haber invocado al beato Juan Macías, más de 150 personas? Este hecho de la multiplicación de la comida fue documentado por numerosos testigos. ¿Es que a Dios le gusta romper con las leyes de la naturaleza para divertirse o burlarse de nosotros? Según los agnósticos no deberíamos creer en milagros porque no existen. Para ellos la impresión de las llagas de la Pasión de Cristo en el cuerpo de san Francisco de Asís, las bilocaciones de san Martín de Porres o el conocimiento de pecados ocultos en la conciencia de algunos penitentes que tenía san Pío de Pietrelcina debe ser un fenómeno de explicación científica.
Para entender lo que es un milagro, antes debemos precisar que los católicos creemos que la realidad no se reduce al mundo material. Nuestra fe nos dice que existe un mundo espiritual, superior al hombre, así como un mundo material inferior al ser humano. Lo más bajo en la escala del ser está ordenado hacia lo más alto. Así, todo el mundo material está ordenado hacia el hombre, y el hombre como ser espiritual y material está ordenado a un orden superior, que es la esfera divina.
La totalidad de la realidad está integrada por una jerarquía de órdenes que no son autónomos unos de otros, desde los minerales, los animales, los hombres, los santos, el mundo angélico y Dios como Aquél al que todo está supeditado. El que Dios gobierne todos los órdenes inferiores mediante sus leyes no significa que no pueda dar señales a sus criaturas inteligentes liberando de sus límites al mundo material. Es aquí donde entra en juego lo que llamamos milagro, y que no es otra cosa sino una señal, un signo,un llamado que hace a los hombres para llamarlos a la comunión con Él y ofrecerles la salvación en Jesucristo. Fuera de este contexto –la salvación traída en Jesucristo– no se entienden los milagros.
Sarmiento reconoce la belleza y el valor de la obra de la Madre Teresa de Calcuta, y dice que no necesita de milagros para tener más valor. Por supuesto que su ejemplo de mujer entregada al servicio de los más pobres es transparencia de su santidad. Pero el que ella pueda hacer milagros aquí en la tierra, desde el más allá de la muerte, es un signo de que la fundadora de las Misioneras de la Caridad pertenece ya a la esfera de lo divino. Ella ha ascendido a un orden superior –el Cielo– y desde allá puede enviar señales que anuncian el mundo futuro, gracias a los méritos de Jesucristo. Por ella misma no podría hacer milagros si no fuera porque Jesucristo vive en ella.
La Iglesia, al pedir milagros de una persona destacada por su santidad de vida no está, de manera alguna, poniendo en duda o sobajando la obra de esa persona. Al contrario, es para colocarla, no sólo como modelo de vida cristiana para toda la Iglesia sino como alguien a quien se le puede honrar y rezar, con la certeza de que está delante del Trono del Cordero cantando un cántico nuevo.