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Teología del Hogar católico: La necesidad personal

Periodico Presencia Texto: Periodico Presencia
26 diciembre, 2025
en Fe Católica
Reading Time: 10 mins read

Deseo que la prosperidad personal de que ya gozas se extienda a todos tus asuntos, y que tengas buena salud. (3 Jn 1, 2)

 

Chiti Hoyos/ Autora

Es entrañable ver cómo el evangelista san Lucas resalta con cariño que el Niño Jesús iba creciendo, como señal de que en Él todo se desarrollaba bien y gozaba de buena salud. El apóstol usa una frase muy similar al hablar de san Juan Bautista: “El niño crecía y se fortalecía en el espíritu”. Con esta frase vemos que san Lucas no se queda solo en la salud, sino que penetra más profundamente en el ser de la persona.

Las personas somos seres corpóreo-espirituales. No somos una dualidad compuesta del alma por un lado y el cuerpo por otro, sino que ambas partes forman una unidad. El cuerpo crece y el alma se fortalece. Si tenemos esto en cuenta, ¿cómo es posible que una mayor intimidad con Dios no influya decisivamente en nuestra plenitud humana? Dios entra en la vida del hombre para impulsar el crecimiento y la maduración de su ser completo. Por eso dice Jesús que “he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

  1. Cuerpo , alma y plenitud

La antropología de san Ireneo de Lyon denominada solus carnis explica que la carne ha sido creada por Dios para que, desde ella, y dejándonos hacer por el Espíritu, la persona vaya creciendo hacia Dios. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios; la imagen está plasmada en el hombre, pero la semejanza la vamos adquiriendo progresivamente. Es una semilla que va creciendo conforme vamos imitando a Cristo.

Cuando decía que la regla de vida debe contar con un eje teocéntrico exigente me refería a que todo lo que programemos debe llevarnos a la trascendencia, impulsándonos hacia Dios. Con la prioridad de la vida espiritual esto es fácil de entender, pero es exactamente igual de sencillo con las otras prioridades.

La segunda prioridad es buscar siempre el bien de la persona. Dios quiere que el hombre llegue al fin que tiene dispuesto para él a un ritmo paciente, como el del crecimiento del cuerpo, un estirón tras otro. Esos estirones se dan según la fuerza de nuestro deseo de plenitud, la docilidad al Espíritu y el amor que nos guie.

Sobre el deseo habló el papa Francisco en una de sus catequesis sobre el discernimiento: “El deseo es una nostalgia de plenitud que no encuentra nunca plena satisfacción, y es el signo de la presencia de Dios en nosotros”.

El deseo es una brújula para entender dónde me encuentro y hacia dónde voy. Nuestro deseo de plenitud nos marca el hacia dónde en nuestra regla de vida. En ese sentido, la imitación de Cristo pasa por aumentar nuestro deseo, ya que en El reside la auténtica plenitud.

El deseo se crece ante las dificultades. «Es como la sed», dice que renunciemos, sino que la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos.

Cuerpo y alma

Aunque he comparado el camino del deseo con el crecimiento del cuerpo, la corporeidad es algo más que la carne porque está unida al alma; incluye la forma de ser, de sentir, de relacionarnos, etcétera. A través de cuerpo expresamos a la persona.

El cuerpo nos permite alcanzar los fines para los que hemos sido creados. Es un medio, no un fin. Yo aspiro a mostrar con mi cuerpo lo que soy y lo que Dios ha querido que sea: esposa y madre. Soy consciente de que lo que hago con el cuerpo afecta al alma, y ese es un punto importante para nuestro eje teocéntrico. Lo que experimenta nuestra alma gracias a lo que hacemos corporalmente nos debe indicar si caminamos hacia la plenitud o no. Para ello podemos preguntarnos: «¿Hacer esto me ayuda como persona a alcanzar los fines para los que Dios me ha creado?».

La carne de Jesús expresa al Padre. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», le dijo al apóstol Felipe, y no lo dijo cuando ya estaba transfigurado después de la resurrección, sino en su humanidad cotidiana, donde la divinidad aún permanecía oculta. Eso quiere decir que podemos desear transparentar a Cristo a través de nuestra humanidad, porque Él puede hacerse visible a través de lo que mostramos con nuestro cuerpo. “Cristo no tiene cuerpo sino el tuyo, ni mano, ni pies en la tierra, sino los tuyos”, decía Santa Teresa de Jesús.

 

Plenitud del cuerpo

El cuerpo debe reflejar siempre lo que somos: templo del Espíritu Santo. Tener una dieta equilibrada, hacer ejercicio, ir al médico, cuidar la higiene, descansar lo suficiente, distraernos, etc., es parte de aquello que Dios espera de nosotros cuando nos pide que cuidemos su templo. Pero no solo hay que tener un cuidado, digamos, biológico; el Señor quiere que lleguemos a la plenitud en todas las facetas de nuestra vida, lo que implica tener una psique y una afectividad sana, y una vida social restauradora. Todo esto es necesario para poder cumplir con las obligaciones que nuestra vocación nos demanda.

 

Se nos ordena que nos esforcemos mucho en dormir en las horas señaladas para el descanso, a fin de que podamos velar diligentemente en otras ocasiones.

Constituciones de Guido (Regla cartujana)

 

El cuidado del cuerpo redunda en el bienestar de toda la persona. Por eso es una prioridad. Y no solo porque nos hace bien, sino porque ese bienestar es parte de la plenitud que Dios quiere para nosotros; y como eso es algo que se va alcanzando gradualmente, el cuidado tiene que ser continuo, hasta el último día de nuestra vida.

 

  1. Necesidad de descanso

Volviendo a la regla de vida, de lo que se trata ahora es de evaluar las necesidades personales – físicas, emocionales y afectivas- para estar bien, no solo fuera, sino sobre todo dentro del hogar. Tomemos, por ejemplo, la necesidad de descanso. El padre Maximilien Le Fébure du Bus, un canónigo de la abadía benedictina de Lagrasse (Francia), considera que el reposo es una actividad como otra cualquiera y no una pausa entre dos tareas, y se plantea una pregunta fundamental: «Si Jesús descansó, ¿por qué yo no?». Para él, el reposo tiene verdadera dignidad. Por eso, se puede y se debe programar. Echar una siesta humaniza tanto como pintar, leer o escuchar música. Irse a descansar no es un paréntesis en la vida, sino la coronación del esfuerzo realizado, la señal que marca el cumplimiento de nuestra tarea. El auténtico reposo te abre a la interioridad, a decirte a ti mismo: ‘Necesito este tiempo de descanso para amar mejor al Señor, a los demás y a mí mismo’.

Así pues, el verdadero imitador de Cristo sabe descansar. Cristo descansa cuando lo necesita. Se sienta junto al pozo de Jacob porque está cansado y se duerme en la barca porque en ese momento es lo mejor que puede hacer para dar gloria al Padre. Quitando las horas de sueño nocturno, nuestra regla de vida debería incluir también tiempos de descanso, sobre todo los domingos, porque así lo manda el Señor. No solo descanso físico, sino también descanso de la mente y descanso del alma.

Para lo primero, nosotros no madrugamos los domingos. Vamos a misa a media mañana o por la tarde, porque el resto de la semana tenemos un horario muy exigente. Poder hacerlo nos llena de gratitud, y la acción de gracias siempre nos acerca a Dios. Para el descanso de la mente cada uno busca el pasatiempo que más le relaja: algunos de mis hijos tocan instrumentos otros pintan o dibujan, mi marido descansa haciendo bricolaje y viendo películas, y a mí me gusta hacer crucigramas, escribir, leer, hacer manualidades…

Para descansar el alma, al principio pensaba que me bastaba con un retiro espiritual de vez en cuando, pero mi voluntariado como catequista es todo un reto y me di cuenta de que debía replantearme este tema. Aunque parezca sorprendente, muchas prácticas de piedad seguidas-meditaciones, catequesis, charlas de espiritualidad, preparación de celebraciones, etc.-también pueden agotar el alma. Intentar usar esas mismas cosas para descansar no funciona.

En ese sentido, para mí fue un descubrimiento leer a santo Tomás de Aquino, En la Suma Teológica habla de la práctica de muchas virtudes, pero a mí me llamó la atención la eutrapelia, de la que no se suele hablar. Es una virtud que regula el juego y las diversiones. “Tiene el juego cierta razón de bien, en cuanto que es útil para la vida humana. Porque, así como el hombre necesita a veces descansar de los trabajos corporales desistiendo de ellos, así también se necesita a veces que el alma del hombre descanse de la tensión del alma, con la que el hombre encara las cosas serias, lo que se hace por el juego”.

Si de la fatiga corporal nos reponemos con el descanso, la fatiga espiritual se restaura con un placer adecuado que interrumpa la tensión del espíritu.

La virtud de la eutrapelia es propia de quien posee suficiente agilidad espiritual para volcarse fácilmente en las cosas alegres y recreativas, sin lastimar por ello su vida espiritual. Si el ocio es una necesidad, el juego también lo es. Me declaro súper eutrapélica y fan de la sana diversión. La risa es muy sana y muy santa. Reírse ayuda a oxigenar el cerebro, regular el pulso cardíaco, relajar los músculos, reducir el estrés y fortalecer los lazos afectivos. Además, es una manera de expresar el gozo, y no olvidemos que el gozo es uno de los frutos del Espíritu Santo. Una persona muy unida a Dios reirá de buena gana, porque hay una alegría desbordante que proviene de la relación íntima con Cristo. Esa alegría va creciendo en nuestro interior si dejamos al Espíritu Santo actuar, y llega un momento en que apenas la podemos contener.

Entonces, cualquier oportunidad de expresarla es un alivio inmenso para el surtidor que llevamos dentro y que salta hasta la vida eterna.

Hay un vídeo muy conocido de san Juan Pablo II riendo a carcajadas mientras ve al payaso Japo actuar. Solían contratarle para que en la apretada agenda del Papa hubiera tiempos para relajarse, y la risa era la mejor opción.

 

  1. Cuidar la parte afectiva

He hablado ya del cuidado de la parte física, la mental y la espiritual, pero me falta aún hablar del cuidado de la parte afectiva. También quiere el Señor que en eso nos desarrollemos en plenitud. Estamos hechos para amar y recibir amor. Esa es la base de la afectividad sana: el poder darnos y el poder acoger al otro. Lo primero más o menos intuimos cómo hacerlo; lo segundo no siempre es fácil porque para que el otro se sienta acogido necesita saber que es amado, ¿y cómo sientes tú que eres amado? Esa pregunta se la formuló a sí mismo el psicólogo Gary Chapman y su respuesta dio como resultado un libro sobre los lenguajes del amor. En él encontramos pistas para saber cómo transmitir nuestro amor de forma que la otra persona lo note.

La forma que tiene el amor para conectar con nuestro yo más profundo es a través de nuestra corporeidad. Aunque esto de los lenguajes del amor entra dentro del ámbito de la psicología, también tienen cabida en la teología, Cristo participó de estos cinco lenguajes, como no podía ser de otro modo, porque Dios es Amor. Son los siguientes:

 

  1. Actos de servicio: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, de vida conmigo lo hicisteis”. Cuando servimos a los demás, servimos a Cristo. Él vino al mundo a servir, pero también siente nuestro amor cuando somos nosotros los que hacemos actos de servicio. Al tender la ropa, poner la mesa, tirar la basura o ayudar con los deberes no solo hacemos que los nuestros se sientan amados, sino que estamos haciendo que Dios sienta nuestro amor.
  2. Palabras de afirmación: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Podemos dar por sentado que los demás saben que los amamos, pero existe una necesidad de oírlo. El mismo Jesús necesita oírlo de nuestros labios. Por eso la oración es un lenguaje de amor. Jesús, como hombre perfecto, tiene necesidad de escuchar que es amado. Esa necesidad es cubierta por el Padre, que siempre cuida de Él. En el Jordán, mientras baja el Espíritu Santo, que es el Amor del Padre y del Hijo, se abren los cielos y se escucha: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo” Sabiendo que es una necesidad para toda la familia, no escatimemos en piropos, frases de cariño y palabras de amor.
  3. Recibir regalos: “Postrándose le adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra”. Desde el día de su nacimiento, Jesús sintió el Amor del Padre a través de su providencia; y, al igual que lo hace con Cristo, el Padre lo hace también con nosotros. Dios se derrama en continuos regalos y se expresa en sus dones. La máxima expresión del amor del Padre es el regalo de su Hijo a la humanidad –‘Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo’-; el máximo amor del Hijo es la entrega de sí mismo –‘Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos’-; el máximo amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo –‘Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros’-. Cuando nosotros regalamos detalles, pensando en los demás y en sus necesidades, hacemos lo que Dios hace y amamos como Dios ama.
  4. Tiempo de calidad: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?”. Estamos hechos para la compañía, no para la soledad. Sentirnos acompañados implica también sentirnos escuchados, comprendidos. El tiempo de calidad es necesario para la intimidad, para abrir el corazón y sentirse en casa. Jesús buscaba compañía “Mis delicias están con los hijos de los hombres” -, y al mismo tiempo sabía encontrar un tiempo a solas con sus más íntimos para descargar el corazón y buscar consuelo. Dedicar tiempo a los demás es crear comunidad, familia, escoger la mejor parte, vivir en Betania.
  5. Contacto físico: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”. Hay abrazos que alimentan el corazón. Hay gente con hambre de contacto. No somos ángeles, tenemos cuerpo y por el cuerpo lo percibimos todo. Necesitamos sentir que somos amados. El ambiente familiar es ideal para eso, porque estás con la gente que te quiere y te lo demuestra. Jesús tenía necesidad de contacto físico, tocaba y se dejaba tocar. El Verbo se hizo carne para que lo pudiéramos tocar. Su necesidad de sentir nuestro contacto le llevó incluso a la locura de hacerse alimento… Mostrar afecto con abrazos, besos y caricias nos abre al misterio del Amor más grande, el Amor encarnado, la mayor comunión posible entre Dios y el hombre. Y también al misterio de María, en la que el Amor dio el fruto más grande.

 

La regla de vida valora todas estas necesidades para crecer en Cristo. Por eso no se limita a programar una dieta o a unos ejercicios de abdominales, ni a ponerse como meta dormir ocho horas diarias… Se trata de equilibrar el cuidado de todas las facetas de la persona y de cada uno de los miembros del hogar, para que todos puedan desarrollarse plenamente, creciendo y fortaleciéndose en el Espíritu. Seguro que detectaréis estas necesidades y os pondréis manos a la obra.

Esa es la mejor respuesta que podemos dar a la llamada de Dios de amarle a Él, a los demás y amarnos a nosotros mismos. Es cuidarse para ser, además de un templo, un hogar para los demás y para Dios.

 

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