Homilía de monseñor Paul Richard Gallagher, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados y las Organizaciones Internacionales, en su visita al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. (27 de julio de 2025)
Excelencias, Hermanos sacerdotes,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Es un privilegio para mí venir hoy a este sagrado y amado santuario donde el Cielo tocó la tierra y la Virgen de Nazaret llegó a ser conocida en esta tierra como Nuestra Señora de Guadalupe.
Nos reunimos bajo la mirada protectora de la Madre de Dios que se apareció a Juan Diego hace casi cinco siglos, y cuya tierna imagen sigue atrayendo a peregrinos de todo el mundo. Es una alegría y un honor celebrar esta Eucaristía con ustedes. Con gusto les traigo la bendición apostólica de nuestro Santo Padre, el Papa León XIV, y su entrañable cercanía.
La historia de la aparición es bien conocida. En 1531, apenas diez años después de la conquista de Tenochtitlán, la Virgen María se apareció a un indígena converso, Juan Diego Cuauhtlatoatzin. No habló a través de los conquistadores que habían llegado a esta tierra. No se
apareció con atuendos europeos. Llegó como una más del pueblo: una mestiza, vestida de sol, embarazada del Verbo hecho carne. Sus palabras, pronunciadas en náhuatl, aún resuenan a través de la historia: “¿No estoy yo aquí, yo que soy tu madre?”.
Con esas palabras, unió dos culturas. Ofreció consuelo maternal a un pueblo cuyo estilo de vida había sido trastocado. E inauguró una nueva evangelización, no impuesta, sino ofrecida y aceptada. Se mostró como la Madre de Dios y como la madre de los pueblos del nuevo mundo. La tilma milagrosa, que aún pende sobre nosotros, no es solo una reliquia. Es un testimonio viviente del poder de Dios para traer unidad de la división, fe del miedo y sanación del dolor.
Desde ese momento, millones se acercaron a Cristo, no por la fuerza, sino por el llamado amoroso de una madre, su madre.
Este es el comienzo de la Iglesia en México: una Iglesia local nacida no sin lágrimas, sino
también de la fe y de la dulce fortaleza de Nuestra Señora.
Desafíos hoy
A lo largo de los siglos, la fe echó raíces profundas. De tal manera que, frente a la severa
persecución, los fieles se mantuvieron firmes. No podemos dejar de recordar a los fieles católicos de principios del siglo XX, sacerdotes y laicos por igual, que dieron su vida por la libertad de culto. Uno de ellos, el beato Miguel Pro, como otros, gritó al enfrentarse al pelotón de fusilamiento: ‘¡Viva Cristo Rey! Y Santa María de Guadalupe’. No eran gritos de odio, sino de esperanza. Esperanza de que ningún régimen terrenal pudiera extinguir la llama de la fe
encendida por Nuestra Señora de Guadalupe.
Sin embargo, este santuario, este lugar sagrado, no es solo un lugar de memoria, sino también una estación misionera. Aquí sigue vigente el llamado: a honrar a Dios, a amar al prójimo, a proteger la vida, a servir a los pobres, a acoger al migrante, a ser una Iglesia que sea “un hospital de campaña”, en palabras del Papa Francisco, ofreciendo misericordia, sanación y esperanza.
Hoy enfrentamos muchos desafíos: migración, violencia, criminalidad, indiferencia religiosa, pobreza, degradación ecológica y un creciente vacío espiritual que ninguna riqueza material
puede llenar, por nombrar solo algunos. ¿Por dónde empezar para afrontar estos desafíos? Con
frecuencia, lo que más nos falta es un corazón que realmente escuche a Dios y lo que más necesitamos es la capacidad de orar con sinceridad. Con demasiada frecuencia oramos mecánicamente, o solo en momentos de crisis. Hemos perdido el sentido de asombro, el espíritu de humildad, la audacia de pedir y confiar.
El camino de una Madre
Pero Nuestra Señora de Guadalupe nos muestra otro camino. Ella se dirige a Juan Diego como una madre: ‘¿No estoy yo aquí, yo que soy tu madre?’. Ella no enseña a orar con palabras, sino con su presencia, invitándonos a ser pequeños, a tener confianza, a escuchar como ella lo hizo.
El milagro de su presencia, tanto como su tilma, despierta en nosotros una sensación de asombro y admiración por Dios que abre nuestros corazones a la oración como pocas cosas pueden.
En la liturgia de hoy, la Palabra de Dios nos presenta una escena poderosa: Jesús, el Hijo de Dios e hijo de María, orando. Uno de sus discípulos observa y se atreve a pedir, ciertamente en nombre de todos nosotros: «Señor, enséñanos a orar».
¿No es este nuestro propio clamor hoy, en medio de guerras, confusión, fatiga espiritual y un
mundo sediento de esperanza? ¿No es ese el clamor de todo verdadero corazón cristiano? Enséñanos, Señor, no solo qué decir, sino cómo hablar verdaderamente con Dios. Enséñanos, Señor, a orar como María en Nazaret, como tú lo hiciste en la soledad de la montaña, como los santos han orado en todos los tiempos.
La respuesta del Señor es tan sencilla como profunda: la oración que conocemos como el
Padrenuestro.
Llamado a los mexicanos
Quiero detenerme un momento en un solo elemento de esa oración: « perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden ». La oración, y la fe que nutre, debería llevarnos al perdón. Son palabras fáciles de decir, pero difíciles de vivir. Sin embargo, el perdón es el primer paso para sanar tantos males que afligen a nuestro mundo. Cuando pensamos en la violencia que causa muerte y destrucción a tantas personas en tantos lugares diferentes, sabemos que puede fácilmente despertar en nuestros corazones el deseo de venganza, incluso la voluntad de violencia, deseosos de devolver daño con daño. Y, sin embargo, el Señor nos llama a algo radicalmente diferente: al perdón. Y estableció el estándar más alto para ese perdón cuando, desde la cruz, oró por quienes lo mataban, mientras lo mataban, sin que mostraran ningún signo de remordimiento.
Para perdonar, también nosotros debemos reconocer que necesitamos perdón. Que confiamos en la gracia y la misericordia de Dios. Nuestra Señora nos ayuda en esto mostrándonos que somos verdaderamente hijos, y de hecho, hermanos. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? Cuando necesitamos esa gracia, como individuos y como comunidad, ¿qué mejor lugar para pedirla que aquí, en este Santuario?
Nuestra Señora de Guadalupe no solo es Madre de México. Es Madre de las Américas. Madre de todos. Une lo que el mundo intenta dividir. Su tilma no solo lleva su imagen, sino también su solidaridad con los que sufren y los marginados. Estamos llamados no solo a admirar a Nuestra Señora, sino a imitar su radical disponibilidad al plan de Dios.
En estos tiempos de fragmentación, donde las barreras se erigen más rápido que los puentes, debemos dejar que el mensaje de Guadalupe brille de nuevo. La misma Virgen que se apareció en el Tepeyac sigue caminando con nosotros. Su mensaje no es un recuerdo, es una misión.
Llama a la Iglesia en México no solo a defender la fe, sino a vivirla proféticamente. La Iglesia
debe ser un signo radical de unidad, justicia, paz y perdón, arraigado en la oración.
Con este fin, imploramos:
Nuestra Señora de Guadalupe, intercede por nosotros.
San Juan Diego, ruega por nosotros. Amén.