Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
No dejo de recordar aquel 8 de diciembre del año 2000 cuando, por imposición de manos y oración consecratoria de don Renato Ascencio León, me fue conferido el sacramento del Orden. Me emociona de manera particular haber sido ordenado, junto con el padre Felipe de Jesús Juárez, el día en que la Iglesia celebra a María concebida sin pecado.
La Virgen Inmaculada y los sacerdotes estamos unidos por una misma misión: ella y nosotros hemos recibido la gracia, pero de un modo distinto. María, desde su concepción fue la Llena de Gracia. Por eso la Iglesia la llama «toda santa», «toda pura», «la Inmaculada». Los sacerdotes, en cambio, hemos sido tomados del barro humano manchado por el pecado, pero revestidos de una gracia particular que nos imprime carácter y que nos configura ontológicamente con Cristo Cabeza y Pastor.
Sigue resonando dentro de mí esa pregunta que Jesús hizo a Simón Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21,15), y hoy en cada Eucaristía que celebro le sigo dando mi respuesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Es el amor de Jesús el que ha sanado mi corazón y el que me da la gracia para acompañar en sus luchas a mis hermanos, con compasión y comprensión, el camino de la salvación.
Agradezco infinitamente a todos los sacerdotes que Dios puso en mi camino y que han sido inspiración en el ministerio. a monseñor Isidro Payán quien me bautizó. A los padres Flor María Rigoni, escalabriniano, y al padre Osvaldo Gorzegno que supieron orientarme al inicio de mi vocación; a monseñor René Blanco, quien fue mi padrino de ordenación.
Enseña san Pablo: «Os rogamos, hermanos, que tengáis en consideración a los que os presiden en el Señor y os amonestan; tenedlos en máxima estima con amor, por su trabajo». (1Tes 5,12). A mis obispos, todo mi cariño, adhesión y mi respeto. A mis hermanos sacerdotes en el presbiterio les puedo decir, como san Pablo, que «ellos completan mi gozo teniendo un mismo amor, un mismo corazón, un mismo sentir» (Fil 2,2). Es un honor pertenecer a este presbiterio de Ciudad Juárez donde somos hermanos y cuya cabeza visible es don Guadalupe a quien honramos como padre.
«Yo me gastaré con mucho gusto –dice san Pablo– y me dejaré gastar del todo por vuestras almas». (2Cor 12.,15). ¿Cómo no agradecer a las parroquias a las que me ha tocado acompañar? A la comunidad de San Felipe de Jesús donde serví ocho años y en la que fue mi luna de miel sacerdotal; a la comunidad de la Divina Providencia que me recibió con apertura y me despidió con tanto cariño; y a mi comunidad actual de Catedral a la que acompaño desde hace 13 años.
Es esta parroquia de Catedral la que ma ha hecho madurar más en la vida sacerdotal. Aquí he entendido más a Jesús que «veía a las multitudes, se compadecía de ellas porque estaban cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). En Catedral he tenido los mayores retos y también enormes alegrías. La comunidad de Catedral me ha hecho crecer con la sencillez y la humildad de su gente, con la fe viva de tantas personas que buscan escucha y consuelo en situaciones desesperadas; con tantos migrantes y personas heridas que son las llagas de Jesús.
El Señor me ha pedido prestar un servicio a la diócesis más allá de las parroquias, uno de ellos a través de la palabra escrita. «Escuchar a Jesús en la oscuridad para hablarlo a la luz; escucharlo en el oído para proclamarlo desde las azoteas» (Mt 10,27). Mis hermanas del periódico Presencia y yo hemos trabajado, durante estos 25 años, en la evangelización y la catequesis escrita. A ellas todo mi reconocimiento, admiración y gratitud.
La Virgen Inmaculada, como modelo de lo que Dios quiere para cada persona, es decir, vida plena, sin sombra de muerte espiritual, nos impulsa a trabajar por una cultura de la vida. Admiro muchísimo a quienes en esta diócesis trabajan por crear esta cultura: el CAMJ, Laicos en Misión Permanente, 40 Días por la Vida, Vifac, Mater Filius, Método Billings y el Viñedo de Raquel. Todos ellos abren caminos al Evangelio orando para salvar a los no nacidos, orientando a las mujeres con embarazo en crisis, formando a los matrimonios que buscan la paternidad responsable en el plan de Dios, curando a las mujeres que pasaron por un proceso de aborto.
Como los apóstoles que oraban con María Inmaculada esperando al Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 2,1-4), así la diócesis ora con la Virgen cada año en el Rosario Viviente. El Señor me ha brindado la oportunidad de participar en la organización del Rosario Viviente, una actividad pastoral que suscita tanto entusiasmo, respuesta generosa, comunión de corazones y alegría sobrenatural. Los sacerdotes y los laicos que integran este equipo me han enseñado a trabajar como «los creyentes que tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
Al contemplar a María, la Mujer Inmaculada que aplasta la cabeza de la serpiente, me alegro profundamente de saber que, como sacerdote, estoy asociado a ella en esa «enemistad santa» contra el mal. Todos los días lo combatimos, los sacerdotes, en el confesionario, en la predicación de la verdad; acompañando a los enfermos y oprimidos por el diablo, y también cuando el cansancio arrecia. Cada Eucaristía, cada absolución, cada orientación espiritual es un pisotón a la cabeza del mal, y María está junto a nosotros en esa lucha.
Han sido 25 años de muchas alegrías espirituales y también de buenas dosis de sufrimientos. En el sacerdocio he encontrado la Cruz y la Resurrección. Creo que la gracia de estado, que acompaña al sacramento del Orden, es la que me ha permitido permanecer en el ministerio.
Así como la Virgen María dijo «Hágase» cuando el ángel Gabriel la visitó, en este aniversario de plata yo también, junto a mis hermanos sacerdotes, renuevo mi entrega al celebrar la Santa Misa, cuando atravieso por pruebas difíciles, cuando tengo que ir a ver a los enfermos durante la noche, cuando celebro cada uno de los sacramentos y en el deber de ser pastor que acompaña al pueblo en sus batallas. Que al levantar cada día la hostia y el cáliz con las manos ungidas, siga yo diciendo «hágase en mí», y así mi sacerdocio sea la prolongación de aquel bendito «Fiat» de la Virgen María.





























































