Mtro. Ramón Enrique Rodríguez/ Caridad y Verdad
En este último mes se han dado a conocer los resultados de dos índices, el de la percepción de la corrupción y el de la democracia, publicados por Transparencia Internacional y por la revista The Economist, respectivamente.
Estos dos índices están muy relacionados con la política partidista y el papel que actualmente desempeñan nuestros gobernantes, por ende, muy relacionados con la evaluación del sistema político democrático que rige nuestro país.
El Índice de Percepción de la Corrupción sitúa a México en la posición 124 de 180 países que evalúa, manteniéndose, prácticamente, en el mismo sitio durante 10 años, y le otorgaron 31 de100 puntos, situándolo por debajo de la media que son 43 puntos.
El Índice de Democracia coloca a México en el lugar 86 de 167 países que evalúa y le ha otorgado una calificación de 5.57 de 10, situando al país en un régimen híbrido; es decir, un régimen que se encuentra entre una democracia defectuosa y un régimen autoritario. Con esta puntuación son nueve años consecutivos en los que la calificación ha caído.
Al ver ambos rankings no nos sorprendemos, por la evidencia que nos presenta la realidad, desafortunadamente. Transparencia Internacional pone el dedo en el renglón al señalar que la corrupción en el sector público es uno de los graves problemas que no hemos superado como país, ya que sigue habiendo casos en los que los gobernantes hacen uso del poder público para obtener beneficios personales más que impulsar el bien de las comunidades, afectando sustancialmente a la sociedad.
Relacionado con esta temática, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI), en su numeral 411, señala que la corrupción política es una de las deformaciones de la democracia más graves ya que crea estructuras de pecado “porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social; compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones”.
Este menosprecio por la política del que nos habla el compendio es lo que tenemos que revertir como ciudadanos y políticos; por una parte, exigiendo representantes políticos competitivos, así como ciudadanos comprometidos por el bien de la comunidad; es decir, obrar una ciudadanía honesta y no corrupta que colabore en lo que le corresponde para terminar con el círculo vicioso que alimenta la corrupción política.
Muy de la mano con el estancamiento en el índice la corrupción, tenemos la caída en el de la democracia que evalúa cinco aspectos: el proceso electoral y pluralismo, participación política, cultura política democrática, libertades civiles y derechos humanos y la calidad del funcionamiento del Gobierno. Si nos detenemos a realizar un análisis sobre estas 5 categorías podremos ver que la democracia no se puede quedar sólo en manos de quien ejerce el poder político, sino que exige de la participación activa de la ciudadanía para generar, en conjunto, círculos virtuosos de solidaridad, de subsidiaridad, de bien común.
Tender hacia el ideal democrático con acciones concretas debería ser una exigencia propia para seguir creciendo y “conformar un proyecto común” (Fratelli tutti, 157) que nos ayude a dar cumplimiento a objetivos comunes.