Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
En el siglo VIII, durante el lamentable movimiento iconoclasta que se opuso a la elaboración de imágenes sagradas, y que tantas de ellas destruyó, un hombre llamado Juan, originario de Damasco, y por ello conocido como Juan Damasceno, empeñosamente defendió la veneración de los iconos sacros y de las imágenes religiosas.
Pronto se hicieron presentes las persecuciones contra el celo apostólico de Juan y fue difamado por el emperador iconoclasta León III Isáurico (gobernante del año 717 al 741) quien lo calumnió ante el califa de Damasco acusándolo de haber entregado los planos de su ciudad al enemigo para facilitarle la invasión y la toma de la ciudad. En consecuencia, el Califa lo hizo aprehender y ordenó que se le amputara la mano derecha en una ejecución pública de la sentencia y que fuese exhibida en el mercado de la ciudad a manera de una severa lección para todos sus súbditos. Era el año 717.
Luego de haber sufrido tal oprobio y tan terrible castigo, Damasceno acudió a orar ante el icono de la Virgen María Madre de Dios y, postrado ante la sagrada imagen, le suplicó que le obtuviese del Señor el milagro de restituirle su mano, esa mano con la que tanto había escrito en defensa de la Fe verdadera y en denuncia de los iconoclastas. Exhausto y muy deteriorado, durante la oración cayó en un sueño profundo en el que vio que la Virgen María venía a él en respuesta a sus ruegos para asegurarle que recuperaría su mano a fin de que continuara firmemente con su tarea en defensa de la fe y de la verdad. Al despertarse, Juan vio su mano perfectamente colocada en la extremidad de su antebrazo, completamente sana, intacta y sin daño alguno.
Infinitamente agradecido por el milagro que la Virgen Madre de Dios le obtuvo, Juan Damasceno colocó sobre el icono, a manera de exvoto, una mano elaborada en fina plata ilustrando así el prodigio celestial que recibió. A golpe de vista, el icono presenta tres manos, las dos de la Virgen María y la colocada por Juan, resultando en una imagen que provocó la expresión popular de llamarla, en griego, la Virgen Trijerousa o Virgen de las tres manos.
Su fe, el milagro y el espíritu de Dios movieron a Juan a entregarse a la vida religiosa haciéndose monje en el monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén, al que donó su milagroso icono, donde recibió la ordenación sacerdotal y donde murió hacia el año 787 superando los cien años de edad.
Tras la muerte de Juan Damasceno, el obispo de Mar Saba trasladó el icono a un monasterio de Serbia del que luego fue rescatado de ser profanado durante una de las invasiones musulmanas confiándolo en oración a la protección de la Virgen María. El icono fue atado a un asno que, sin guía ni jinete, llegó por sí solo hasta la ciudad monástica del Monte Athos. Al llegar, los monjes recibieron el icono sorprendidos por su misteriosa procedencia y lo entronizaron en la capilla del monasterio de Kilandaro, sitio en el que permanece hasta nuestros días y en el que recibe veneración por parte de los monjes y de los peregrinos que hasta allí acuden constantemente.
La devoción al icono de la Virgen Trijerousa se extendió por toda Rusia gracias a que Nikón, Patriarca ortodoxo ruso, el 28 de julio de 1663 encomendó al monasterio de Kilandaro que se elaborase una copia fiel del icono para que también fuese venerado en Rusia.
San Juan Damasceno, cuya memoria litúrgica se celebra el 4 de diciembre, nos dejó escrito un impecable sustento al culto a las imágenes al escribir: “En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios (…) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable” (Contra imaginum calumniatores).
El Papa León XIII proclamó a San Juan Damasceno Doctor de la Iglesia en 1890.