Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Hace años, cuando servía en mi primera parroquia, recuerdo que una tarde llegó una chica hecha un mar de llanto y dado gritos de desesperación. Inconsolable y profundamente arrepentida la mujer, quien tendría unos 20 años de edad, vino directamente a la iglesia luego de haber abortado a su bebé en una clínica de la vecina ciudad de El Paso Texas. Era tan aguda su consternación que me pareció que podría compararse a la de una madre que ve que un coche atropella a su bebé. Jamás olvidaré su llanto y su sentido arrepentimiento.
Hay mujeres que después de haber abortado no se atreven a acercarse a un confesionario por el temor de ser rechazadas o juzgadas. Creen que del aborto cometido Dios no las puede perdonar; sienten que sido un pecado tan grave que ni ellas mismas se pueden perdonar. Ciertamente ha sido un pecado muy grave –no hay que ocultarlo– puesto que una vida inocente ha sido sesgada. Sin embargo esas mujeres ignoran que sus sentimientos o tormentos de culpa, aunados a su arrepentimiento sincero, son una gracia que Dios pone en sus almas para atraerlas a su misericordia. El remordimiento de conciencia es el mecanismo por el que Dios atrae a las almas para unirlas a su amor curativo. Siguiendo la luz de su conciencia se llega a las mismas fuentes del perdón.
Muchas de las mujeres que hoy están a favor del aborto despiertan de su engaño después de haberse practicado un aborto. Un sinnúmero de ellas que han abortado –y también los hombres que las indujeron a abortar– han encontrado en el confesionario el amor misericordioso de Dios, que no ha venido a condenar sino a salvar lo que estaba perdido. Un principio del sacramento de la Confesión es que, cuando el corazón está arrepentido y dispuesto a no volver a cometer el pecado, Dios se inclina para otorgar su perdón, por más grave que la culpa haya sido.
Otras en cambio, adoctrinadas por las mentiras feministas, reprimen su culpa y presumen de que el aborto las liberó; hay quienes cínicamente dicen, incluso, que lo volverían a repetir. A esas no podemos llamarlas sino verdaderas desgraciadas, por la sencilla razón de que sus almas rechazan la gracia. Si hicieran un poco de silencio y escucharan esos pequeños pies en su conciencia; si se metieran en los pliegues de su corazón y escucharan la voz de Dios que les habla en su interior, despertarían de la embriaguez de su ideología, reconocerían que lo que hicieron estuvo muy mal hecho y descubrirían que el arrepentimiento y el pedir perdón a Dios son necesarios para recuperar la paz del corazón.
Muchas mujeres que abortan no saben el tesoro de Jesús dejó para su Iglesia en el Sacramento de la Confesión. Es una pena muy grande que la mayoría de los católicos se confiesen únicamente cuando son niños y hacen su Primera Comunión. En Estados Unidos, el Centro de Investigaciones Aplicadas en el Apostolado de la Universidad de Georgetown hizo un estudio sobre el sacramento de la Reconciliación y descubrió que tres cuartas partes de los católicos no han participado en este sacramento en, al menos, un año. Si la mayoría de los católicos acudieran con frecuencia a los confesionarios, estoy seguro de que no habría tantos enfermos mentales.
Aunque una mujer que se ha procurado el aborto encontrará el perdón de Dios al impartírsele la absolución sacramental en la Confesión, no volverá a tener una vida como antes la tenía. El aborto tiene profundas consecuencias emocionales para la mujer, así como para las personas que participan en él. La violencia homicida ocurre dentro del cuerpo de la mujer, lo cual le provoca un serio trauma emocional a largo plazo. El aborto le trae profundas consecuencias psicológicas que van desde la culpa, el arrepentimiento y la depresión, hasta el consumo de drogas, la promiscuidad sexual, la desesperación y el suicidio. Este trauma post aborto lo sufren mujeres de todas las edades, pero afecta especialmente a las adolescentes.
Por ser una experiencia demasiado dolorosa para enfrentar directamente, el síndrome o trauma post aborto puede ser reprimido y sepultado en el silencio durante años. Pero pueden ocurrir eventos que hagan detonar en la mujer la respuesta traumática completa. Por ejemplo, cuando viene un segundo embarazo en la vida de la mujer que abortó, y ella mira a su bebé vivo a través del ultrasonido, y ve cómo se mueve, su imaginación se abre; empieza a comparar a su bebé abortado con el niño que viene en camino, y es entonces cuando se da cuenta de que no se trataba –como le dijeron– de una «pequeña bolsa de células», sino de un ser humano vivo. Ese despertar a la verdad detona en ella una profunda ola de dolor traumático.
Ante la dramática realidad de la mujer que abortó, la respuesta de los católicos no debe ser condenatoria. Al contrario, hemos de mostrar todo el amor misericordioso de Dios que quiere perdonar y curar los corazones heridos. Podemos encauzar a estas mujeres hacia los centros de ayuda a la mujer con embarazo en crisis que existen en muchas diócesis. Muchos de estos centros cuentan con programas curativos o retiros espirituales para quienes han abortado, o bien podemos encaminarlas con algún sacerdote o ministro de culto para hablar con ellas. Recordemos que el aborto también afecta a los maridos, novios, padres de familia y hermanos.
La mentalidad «pro choice» o «pro elección» es una mentira infame. Me quedó claro cuando traté de consolar a aquella chica que, con una angustia escalofriante por haber abortado, hace años llegó a mi parroquia. El aborto mata a los bebés y a los corazones de las madres. Por eso el aborto jamás será una buena elección.