Gerardo Cruz González/ Académico
“Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador”, así iniciaba la descripción de la situación mundial en la Urbi et Orbi especial del Papa Francisco, en la impresionante soledad de la plaza de San Pedro hace un año.
En ese acto, presenciado por el mundo a través de internet, Francisco reconocía a nombre de la humanidad que “nos encontramos asustados y perdidos”. Ese era, y es, el contexto de la gran crisis que ha rematado el Covid-19.
Pero, ¿cómo se puede evitar paralizarse ante la amenaza global de este virus que ha causado tanto daño a todos pero que ha recaído en especial en los más pobres? Lo primero es reconocer que “todos estamos en la misma barca” y que la pandemia retiró “el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”.
En esa homilía-oración, Francisco confirmaba que Dios es aliado de la humanidad y no del virus. Tras sus palabras se entiende su convicción de resaltar la importancia de acompañar a quienes sufren en primera persona al virus, los enfermos y los más vulnerables que son pobres y descartados. Dios no es un gran ausente, él está junto a los más sufrientes.
Quienes han entendido aquella premisa fundamental de que nadie se salva solo, reconocen también que “sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos otros”. Con esas personas se certifica una de las apuestas del pontificado de Francisco que es el cuidado.
Es esa la fórmula o vacuna para contrarrestar el virus de la indiferencia que es mayor al Covid. Esa es la ruta de esperanza que pregona Francisco.
Con la oración del Papa en la Plaza de San Pedro, quien apareció solo, en un escenario gris, en una tarde lluviosa con ausencia de la luz solar, inició un momento fundamental de su pontificado y de la historia de la humanidad.
La oración del Francisco fue un programa en ciernes de la actuación de la Iglesia ante la crisis: cercanía con los más afectados así como con aquellos que con sus cuidados y trabajo dotan de vida y esperanza; y solidaridad y fraternidad entre toda la humanidad, preámbulo de su apuesta de fraternidad universal en Fratelli Tutti.
Esta bendición fue Urbi et Orbi, porque, como lo ha señalado el Cardenal Michael Czerny SJ. en el libro que recoge las palabras de Francisco los primeros meses de esta crisis, “La vida después de la pandemia”, indica la relación entre lo local y lo global. Lo que se hace en los círculos más cercanos, tiene un impacto en lo global, idea que nos hace presente el principio de que todo está interconectado expuesta en Laudato Si’.La tarea fundamental de Francisco, alentar la fraternidad y el cuidado de unos por otros en medio de esta crisis antropológica, sanitaria y socioambiental sin precedentes, en la que pierden más los más pobres, inició especialmente aquella tarde lluviosa en la soledad impuesta por la pandemia.