Dr. Oscar Ibáñez Hernández/ Profesor Universitario
Hace algunos años un empresario, filósofo y altruista padecía cáncer y resignado se preparaba para la muerte. Pocos sabían de su enfermedad, por ello algunos líderes le propusieron ser candidato a alcalde; él estaba convencido de no aceptar entre otras razones por su salud, sin embargo, por esas fechas los médicos le dijeron que su cáncer había entrado en remisión.
Desde su fe, concluyó que su salud tenía una razón de ser y aceptó ser candidato; ganó y se convirtió quizá en el mejor gobernante de su municipio; algunas de sus acciones trascendieron al ámbito nacional con beneficios para todo el país. Después de terminar su periodo de presidente municipal volvió el cáncer y menos de 6 meses después murió.
Seguramente todos tenemos varias historias de sanaciones extraordinarias, o de gente que volvió a la vida después de un accidente o una grave enfermedad. Para los creyentes son signos del poder de Dios, y es fácil percibirlo por la impotencia de las fuerzas o la medicina humana para regresar la vida o la salud en determinadas circunstancias. Pero cuando creemos que tenemos el control de nuestra vida, salud o riqueza, es difícil percibir y agradecer a Dios.
La semana Santa nos permite reflexionar sobre la aparente impotencia, debilidad y fracaso de Dios.
Cristo fue “reconocido como Rey” cuando lo coronaron de espinas y lo vistieron con la túnica púrpura para burlarse de Él y azotarlo. También fue “definido” como Rey de los judíos al clavar un letrero sobre su cabeza en la cruz. En su mayor impotencia y debilidad, paradójicamente se le reconoció como Rey.
Aquél que días antes había resucitado a su amigo Lázaro no «pudo» salvarse a sí mismo como le exigían los ladrones y el pueblo que presenció la crucifixión, mostrando la impotencia y el fracaso de Dios.
El sumo sacerdote Caifás (la autoridad religiosa de su patria) para evitar que todos creyeran en Jesús por los milagros que hacía, dijo: «es mejor que muera un solo hombre por el pueblo» (Jn 11, 50); y lo entregaron a los romanos. Pilato sabiendo que era inocente decretó su muerte con tal de no perder poder. En ese momento los poderes humanos “derrotaron” al Salvador del mundo. A pesar de ello, años después, el templo de Jerusalén fue destruido y Pilato depuesto de su mando.
La semana Santa es una experiencia que nos habla de la fragilidad, la debilidad, la angustia, el sufrimiento y la impotencia del Dios-Hombre frente a las autoridades y poderes de la tierra, sin embargo, el aparente fracaso divino se convierte en el espacio para la omnipotencia, la misericordia y el amor de Dios. La resurrección y el perdón de los pecados son la última palabra.
El domingo de Ramos recibimos al rey con aclamaciones, pero nos frustra que no muestre su poder frente a las autoridades, y al final exigimos su crucifixión.
Frente a los milagros obrados, preferimos que Dios muera para seguir confiando en nuestras fuerzas y poder, nuestras seguridades y nuestra forma de vida. Preferimos negar o traicionar a Dios a pesar de conocer su amor y sus milagros con tal de salvar nuestra vida o dinero, cómo Pedro y Judas.
Cristo también se llenó de angustia en el huerto de los olivos y decidió afrontar el camino de la pasión sin perder su confianza en Dios. En nuestra vida espiritual todos podemos tener algún “cáncer” que nos lleva a la muerte, experimentar la semana santa reconociendo el amor, la misericordia y el poder de Dios seguramente nos dará la “remisión” para realizar algún servicio por el que vale la pena vivir.