Francisco Javier Romo Ontiveros/Escritor
En un valle de Judea, donde los campos de trigo se extienden hasta el horizonte y un viento fresco esparce el aroma de olivos, creció un olmo a la orilla de un río. La primera vara con la que el naciente árbol se abrazó a la tierra se tornó, con el paso del tiempo, en un tronco robusto y de raíces profusas, que incansable extendió su follaje hasta apuntalar su figura hacia el cielo.
Sus ramas pronto se poblaron de vida, con pájaros cantores que lo llenaron de nidos, igual que insectos dispuestos en interminables hileras que recorrieron su corteza en busca de alimento, así como toda clase de animales silvestres que obtuvieron refugio en su abrigo. Los pastores del lugar solían descansar bajo su sombra en los días más calurosos, reuniendo a sus ovejas entorno al vasto tronco tras haber refrescado a sus rebaños. Dada la popularidad que alcanzó aquel sitio entre los pastorcillos de la región, éstos decidieron, a un punto, construir un pequeño establo muy cerca del olmo, que les permitiera pasar la noche, a ellos y a sus animales, bajo un modesto techo antes de regresar a sus aldeas. Para los niños del lugar, el olmo era el lugar favorito durante las tardes de juego. Por generaciones, muchachos escalaron sus brazos en busca de aventuras y sueños, especialmente aquellos con anhelos necesitados de altura para emprender el vuelo.
Árbol centenario
El olmo continuó creciendo y se robusteció hasta convertirse en un árbol centenario. Pero, como sucede siempre, los muchos años no transcurren sin dejar rastro, de modo que el olmo se tornó blanquecino, con una corteza que se mostraba carcomida y acompañada de un musgo amarillento y sin esplendor. Tras haber soportado una de las más feroces tormentas, un rayo terminó por hendirlo, dejando parte de su tronco carbonizado y hueco, cicatrices que habrían de acompañarlo a partir de entonces como prueba indeleble de su valiente lucha.
Los pastores pensaron que el árbol moriría. Lo observaban cada vez más debilitado, que pareciera que el próximo torbellino sería capaz de descuajarlo definitivamente, para luego ser arrastrado por la creciente del río hasta el mar del olvido. El olmo no sería más cual los álamos cantores que guardan el camino, habitados por pardos ruiseñores. Las miradas amenazantes de leñadores lo acosaban de manera constante; al igual que nuevos visitantes que, agotados por el viaje, recogían trozos de su antiguo vigor, en forma de madera seca esparcida sobre la hojarasca, para calentarse en ardientes hogueras.
La noche en que todo cambió
El olmo quedó solo junto a la humilde estructura que había sido construida cerca de su sombra. El establo, hecho de madera y piedra, seguía utilizándose de vez en cuando para guardar animales durante las noches frías. Aunque el olmo ya no tenía la vitalidad de su juventud, continuaba como testigo silencioso del ir y venir de las estaciones, y de las pequeñas historias humanas que se entrelazaban con su existencia.
Llegó entonces aquella noche que lo cambiaría todo. Un carpintero, como aquellos otros que antes se habían aproximado y a los que el árbol tanto temía, se acercó al olmo y pasó sus manos sobre la resquebrajada y polvorienta corteza. El hombre venía con su mujer en busca de refugio. Eran José y María, agotados peregrinos que no habían encontrado lugar en las posadas. El cielo estaba despejado, y las estrellas brillaban con una intensidad poco común. Se esparcían rumores entre los pobladores cercanos respecto a una luz especial sobre Belén y de ángeles que anunciaban un suceso extraordinario. María estaba a punto de dar a luz, y José, preocupado, buscó rápidamente algo para preparar un lugar donde pudiera acostar al bebé que estaba por llegar.
Dentro del establo, José encontró un viejo pesebre olvidado en un rincón. Estaba cubierto de polvo y con una de sus tablas rota. Lo observó detenidamente y reconoció la madera del olmo que creció junto al establo. El pesebre había sido tallado muchos años atrás por un pastor del lugar, utilizando una de las ramas que el olmo había perdido en la tormenta. José, con manos hábiles, reparó las grietas con trozos de madera caídos, como si éstos hubieran sido elegidos desde antaño para aquel glorioso momento. Luego, José llenó el pesebre de hojas secas y lo colocó cerca de María.
Esa noche, el Niño Jesús nació. María lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, que ahora era un lecho digno para el Salvador. En ese momento, una luz celestial iluminó el establo, atravesando su destello por entre las despobladas ramas del olmo y filtrándose por las rendijas del techo hasta alcanzar a la madre y al Niño.
Algo extraordinario
Aunque el árbol era viejo y lleno de heridas, algo extraordinario sucedió. En sus ramas carcomidas aparecieron pequeños brotes verdes, y un aliento de vida recorrió su tronco agrietado. Los pastores, que llegaron poco después guiados por la estrella, se sorprendieron al ver al viejo olmo revivir frente a sus ojos.
Uno de los pastores, un anciano que había jugado bajo el olmo cuando era niño, se acercó y murmuró emocionado:
—¡Milagro! Este olmo viejo y sin esperanza, ahora renace. Es como si la vida que trajo este Niño también llegara al árbol; luego, en actitud solemne, exclamó con la vista puesta en la parte más alta del tronco:
olmo, quiero anotar en mi libreta
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida…
Unidos para siempre
Con el tiempo, el olmo y el pesebre se convirtieron en un símbolo para quienes visitan Belén. Los viajeros se acercan a contemplar al árbol que renació aquella noche milagrosa, recordando que incluso lo más viejo, roto o desgastado puede encontrar una nueva vida cuando la esperanza y el amor llegan al mundo.
Y así, el olmo y el pesebre quedaron unidos para siempre en la memoria de la Navidad, testigos de que los milagros ocurren, no solo en los cielos, sino también en los lugares más humildes y sencillos de la Tierra.
Para destacar en el texto:
Frase primera página:
Dentro del establo, José encontró un viejo pesebre olvidado en un rincón. Estaba cubierto de polvo y con una de sus tablas rota… El pesebre había sido tallado muchos años atrás por un pastor del lugar…
Frase segunda página
Uno de los pastores, un anciano que había jugado bajo el olmo cuando era niño, se acercó y murmuró emocionado: ¡Milagro!…