En la edición pasada la autora presentó las primeras dos herramientas para conseguir una sólida santidad en el hogar mediante el arte de comprenderse en familia… aquí las otras tres herramientas.
“Por el silencio aprendemos a considerar bien lo que diremos después”
San Alfonso María de Ligorio
Chiti Hoyos/ Autora
Segunda parte
- Enfocando el problema
En la primera parte decíamos que para cuidar un jardín podemos centrarnos en arrancar las malas hierbas o en plantar un mayor número de plantas sanas para que no dejen espacio a las malas. A mí lo primero no me termina de funcionar, pero lo segundo se me hace muchísimo más fácil.
Recuerdo una reunión de trabajo que acabó con una comida en un restaurante. Mis compañeras, de broma, empezaron a hablar de los defectos de sus maridos y de las situaciones ridículas que a veces vivían juntos. Si cuando sales de casa te dedicas a fijarte en lo malo, lo feo y lo torpe –aunque sea de broma y no lo sientas realmente–, y distorsionas la imagen real de la persona que más quieres en este mundo, cuando regreses no vas a tener ninguna gana de cruzártela por el pasillo. Esas mujeres no eran conscientes de que estaban atacando los cimientos de su amor y cambiando la forma de mirar a sus maridos por lo que decían de ellos. Las palabras provocan siempre un efecto. No las minusvaloremos.
Sin embargo, si hablamos una y otra vez de las virtudes de la otra persona, lo que hacemos, aunque no seamos muy conscientes de ello, es volvernos a enamorar. Si nos centramos en
contar lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo que une y no lo que divide –los transcendentales–, todo eso nos lleva a Dios, que es amor. Al hablar bien, nos enamoramos hablando. Y la forma de hablar de una persona enamorada tiene mucho poder para tocar los corazones de los que escuchan.
Para tener buenas discusiones primero tenemos que convertirnos en personas enamoradas. Empezar en frío una discusión tiene el riesgo de no acabar bien; es mejor ‘calentarse’ ante al sagrario y llenarse de Dios para poder darlo a los demás. En las discusiones en familia ayuda mucho rezar antes, porque nosotros no podemos hacer nada sin el Señor. ¡Ni siquiera discutir! Hay que meter desde el principio a Jesús en la conversación y dejarle que se siente, divertido, a vernos hablar.
No todas las conversaciones en familia están planeadas. A veces empezamos a charlar en las comidas y van saliendo temas. Son oportunidades estupendas para discernir lo que llevamos en el corazón. Recuerdo que una noche una de mis hijas nos sorprendió al mirarnos con desesperación y decir: “¡Otra vez a hablar de lo mismo!”. No nos habíamos dado cuenta de que siempre acabábamos sacando el mismo tema, que no era malo en sí, pero estaba agobiando a los niños de tanto insistir. ¿Por qué salía en todas las comidas ese tema? Eso era lo que teníamos que discernir, pero mientras decidimos evitarlo una temporada, lo que hizo que las comidas se volvieran más interesantes. Dejamos que los niños fueran sacando temas para hablar y descubrimos mucho más sobre nosotros como familia.
A veces no somos conscientes de que los temas de los que hablamos, aun siendo importantes, pueden agobiar al que los escucha si solo hablamos de eso. Si las palabras causan un efecto para bien o para mal, los temas que sacamos también.
¿Sabes lo que es el doomscrolling? Es la lectura compulsiva de noticias pesimistas en internet. Hay gente que solo habla de lo que lee en redes sociales porque como le afecta cuando lo lee, necesita compartirlo. Saca el tema e inmediatamente eso le recuerda a alguien otra cosa pesimista que ha leído, y luego otra y otra… Eso es como fijarse solo en la mala hierba. Un amigo me contó un consejo muy válido que le dio un sacerdote: ‘No te fijes tanto en lo que va haciendo el demonio, sino en lo que va haciendo Dios’.
Si las discusiones familiares únicamente se centran en lo malo, lo que falla o lo que molesta acaban por agotarnos, y de ahí a los reproches hay un paso. No será fácil sacar nada bueno entre tanta cizaña. Pero si también analizamos lo que está mejorando y lo que brota de lo que el Señor ha sembrado, será más fácil que destaque lo que aún falta por pulir.
Mientras estaba escribiendo esto, le pregunté a mi hija mayor si había notado un cambio a mejor en las discusiones familiares, más empatía, más unión, y me dijo que sí, que mucho, salvo cuando se colaba el estrés de la rutina, el día a día después de las vacaciones, con horarios exigentes y demás, porque entonces perdíamos todos un poco la paciencia. Mi hija no me estaba descubriendo nada nuevo. Es la nube de polvo que aún se levanta en mí para que no la olvide… Pero su discernimiento me estaba enseñando que para nosotros es mejor hablar los fines de semana que los días de diario.
En otra ocasión en la que había mucho ruido en casa porque los pequeños estaban peleándose entre ellos, la adolescente nos dijo: “¡Llevadlos a confesar, están insoportables!”. Nos reímos, pero le hicimos caso. De alguna forma, ella se había dado cuenta de que la confesión nos ayuda a todos a tener más paciencia. Los frutos son lo que nos hace diferenciar el trigo de la cizaña. Por eso es tan bueno llenarnos de lo bueno para que destaque lo malo, y no al revés.
No creo que sea casualidad que el papa Francisco haya iniciado una nueva tanda de catequesis sobre el discernimiento mientras escribo este libro. En la primera de ellas (31/08/22), el Papa nos hace ver que, para enseñarnos a discernir, Jesús nos habla también de eso, de fijarnos en lo bueno. El comprador de perlas va buscando la más preciosa, no la de menos valor (Mt 13, 44-46). Lo mismo hace el pescador que selecciona los peces buenos de entre los malos (Mt 13, 47-50). La estrategia de fijarnos a toda costa en lo malo puede hacer que en el proceso no veamos lo bueno. Eso es lo que ocurre cuando no discernimos bien.
Por ejemplo, queriendo corregir a los niños porque ven demasiada televisión, podemos mandarlos a su habitación todas las tardes; eso, lejos de ayudarles, puede provocar que se aíslen. Jesús nos dice que no arranquemos la cizaña hasta que el trigo esté maduro, no vaya a ser que, al arrancar la primera, arranquemos también el segundo (Mt 13, 24-30). ¿Eso quiere decir que no corrijamos las malas actitudes? Obviamente no. Lo que el Señor quiere es que le dejemos a Él separar lo bueno de lo malo; que sea Él quien nos lo muestre a través de los frutos que vienen de Él y los que no. Una vez que ya lo sepamos, los podremos arrancar de raíz. En cambio, si lo hacemos por nuestra cuenta es mucho más fácil que nos equivoquemos. Quizás no hay que castigar a los niños a irse a su habitación, sino apagar la tele y salir a pasear.
Sigue diciendo el Papa en su catequesis que el pescador que busca los mejores peces “cuenta con la fatiga, las largas noches en el mar y el descarte de una parte de las capturas, aceptando una pérdida de ganancias por el bien de los destinatarios”. Mientras se aprende el arte de discutir, es muy probable que salten chisporroteos de nuestro ser más íntimo. Que revelemos pensamientos, tengamos impulsos repentinos y mostremos nuestros deseos y nuestras metas, pero también nuestras heridas. A veces salen en una pequeña frase y encienden almas o provocan incendios, según la bondad o maldad que hayamos dejado entrever. Siempre hay que contar con que somos frágiles y por eso, si somos rápidos en herir, seamos aún más rápidos en pedir perdón, sabiendo que las malas hierbas tienen que destacar para que las podamos arrancar.
No siempre las discusiones son pacíficas y armoniosas. Muchas de ellas son muy difíciles de mantener y la mayoría de las veces no se alcanzan todos los objetivos que nos habíamos propuesto, pero intentemos no fallar por omisión, dejando de decir lo que edifica a todos por miedo a que se escape una semilla infértil. Sembremos todo lo que podamos para que quede menos espacio para las malas hierbas. Hagámosle al Señor más fácil el trabajo de cultivarnos.
- La importancia de la forma
Si bien las palabras y los temas son importantes, lo que más ayuda a tener buenas discusiones es la forma de decir las cosas y sacar los temas. Para practicar el arte de hablar bien podemos tratar de mantener una sonrisa o al menos una expresión agradable. Es la primera práctica que recomendaría san Francisco de Sales. Y eso no es hipocresía, sino virtud. Luchar contra nuestro impulso interior por caridad a los otros nos santifica, y la santidad siempre es beneficiosa para todos. No siempre somos conscientes de la cara que ponemos –yo no fui consciente de mi cara de cansancio durante años–, pero los demás sí. Ellos nos pueden ayudar a darnos cuenta, aunque sea subiéndonos suavemente con los deditos las comisuras de la boca…
Personalmente, me ayuda mucho rezar esta oración al Espíritu Santo del cardenal Verdier antes de hablar:
Oh, Espíritu Santo, Amor del Padre, y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, cómo debo actuar, lo que debo hacer, para gloria de Dios, bien de las almas y mi propia santificación.
Espíritu Santo dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facultad para aprender, sutileza para interpretar, gracia y eficacia para hablar. Dame acierto al empezar, dirección al progresar y perfección al acabar.
Para mí, una de las claves de esta oración es la parte que dice: “Dame acierto al empezar”. Nosotros hemos tenido discusiones desastrosas por la actitud con la que llegábamos a ellas. He aprendido que al llegar a casa hay que aplicar el salmo 100: “¡Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos!”. En vez de entrar cargados de bolsas del supermercado renegando y soltando improperios por lo que pesan, es más útil llenar nuestras bocas, corazón y espíritu de alabanza y acción de gracias por poder entrar y quitarnos los zapatos. Parece una tontería, pero tomarme unos segundos para soltar tensión antes de abrir la puerta constituye un antes y un después en cómo me va a ir el resto del día. Nos ayuda mucho aplicar eso mismo antes de ponernos a discutir cualquier cosa.
Cuando uno viene agobiado de la calle es muy fácil que la conversación se centre solo en ese agobio. El que te ve venir agobiado te intenta ayudar, pero no es fácil que le escuches tu estado de ánimo, así que el otro se empieza a agobiar con tu agobio… Mi marido, en cuanto capta que vamos a discutir por culpa de su agobio, sale de la habitación y vuelve a entrar con una sonrisa, diciendo: “Hola, cariño. ¿Cómo has pasado el día?”. Entonces yo le cuento las cosas agradables que me han pasado a mí o a otros, y después de oírlas se le pasa la mitad del agobio. Ya ve las cosas con otra perspectiva. Lo que hacemos no es otra cosa que reiniciar para no quedarnos atrapados en un bucle. Todas las veces que usamos ese truco funciona.
El sentido del humor también ayuda a la hora de presentar los argumentos en una buena discusión. Pongo un ejemplo. Un día que el rey san Luis de Francia conversaba con su esposa, la reina Margarita, ella se quejó de que él no vestía con la suficiente pompa en las ceremonias oficiales. Entonces su esposo le preguntó: ‘¿Te complacería si me visto mejor?’. La reina, sonriendo, le contestó que sí. “Muy bien, entonces lo haré, porque la ley del matrimonio insta al esposo a tratar de complacer a la esposa. Pero como esta obligación es recíproca, también es justo que atiendas a mi deseo”. Intrigada, la reina quiso saber cuál era ese deseo, y él le respondió: “¡Que te acostumbres a vestir de la forma más sencilla posible!”.
Esta anécdota sirve para mostrar lo sano que es disentir y defender el propio punto de vista, pero conseguir hacerlo sin resultar hostil es un arte. Por eso los santos tienen todos tanto sentido del humor.
- La necesidad del silencio
Si aprender a hablar bien es difícil, también lo es aprender a escuchar. Hay personas que estimulan la conversación por la manera que tienen de prestar atención. Porque están interesa-dos son interesantes y saben sacar lo mejor de los demás. No necesitan muchas palabras. Les basta con pronunciar alguna frase acertada y honesta para convertirse de inmediato en ver-daderos apóstoles y ser focos de luz en medio de la conversación. Es un don. Yo tengo un amigo así. Es tranquilo y silencioso, y sabe mantener la sonrisa mientras los demás hablan, pero nos calla a todos en cuanto empieza a hablar. Creo que pesa tanto sus palabras como el cariño que nos tiene y solo las dice cuando sabe que van a equilibrar la balanza a nuestro favor
Como en todo, en esto hay que tener templanza. Es bueno medir las palabras, pero no abusar de los silencios. Hay gente que se deleita pensando en las últimas palabras que pronunciará en su lecho de muerte como legado espiritual a sus hijos. Está bien, pero sería mucho mejor que se las dijera ahora y que las aprovecharan. Si es un tesoro lo que quieres transmitir, no lo entierres.
Deberíamos aprender de los santos a sembrar palabras en nuestros hogares, justas pero escogidas. Lo que se dice apresuradamente en el desayuno, o se nos escapa mientras recogemos la mesa, o se dice sentados en la terraza, o se discute en el salón…, puede estropear la relación familiar o aumentar la paz y la unión con los nuestros.
El último consejo lo tomo de san Pablo, que nos anima a tener entre nosotros “los sentimientos propios de Cristo Jesús”. Se trata de preguntarnos: “¿Qué diría Jesús? ¿Qué sentiría Él en esta situación? ¿Cómo la enfocaría?”. Así nos hacemos las preguntas correctas antes de empezar a hablar.
El papa Benedicto XVI decía que el mundo necesita que las personas establezcan diálogos de vida cor ad cor, es decir, de corazón a corazón. Eso es lo que nuestro hogar necesita, que hablemos desde el corazón pasando antes lo que decimos por el Corazón de Cristo, para que sea Él quien toque el corazón del otro.
El Sagrado Corazón de Jesús es el mejor tamiz para separar el trigo de la cizaña y conseguir una abundante cosecha. La palabra discernir deriva del latín discernere (del verbo “cernir”, tamizar, separar). La familia tamizada por el Corazón de Cristo es separada y escogida con ternura.
Seguro que el Señor aguarda expectante el resultado de nuestras discusiones y nuestro discernimiento para poder decirnos con cariño: “Vosotros, en cambio, sois un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa”.