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Teología del Hogar católico: Barriendo para casa

PERIODICO PRESENCIA Texto: PERIODICO PRESENCIA
22 diciembre, 2025
en Fe Católica
Reading Time: 10 mins read

¿Acaso no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra? (Lc 15. 8).

ScreenshotChiti Hoyos/ Autora

Dios, que siempre saca algo bueno de lo malo, entre todo el polvo que hemos acumulado en el hogar espera encontrar un tesoro. Y no va a parar de barrer hasta que lo encuentre.

La mujer de la parábola de la dracma perdida no la encuentra fuera, en la calle, sino dentro de su casa, Dios sabe que en nuestro hogar hay un tesoro escondido y lo ha vendido todo para ‘comprarlo’ para sí. Como curiosidad, decir que la dracma era una moneda que llevaba grabada la imagen del emperador. Es un símil muy hermoso del tesoro que el Señor quiere encontrar en nuestros hogares, que no es otra cosa que su propia imagen plasmada en ellos.

Barrido y oración van juntos.

La tradición y la patrística han asociado desde la antigüedad la escoba con la purificación y con la humildad. La escoba recoge el polvo, y el polvo tiene una alegoría penitencial. La penitencia es esencialmente reparadora. Quita todo lo que estorba para volver al estado de gracia original, para poder reflejar la acción de Dios en el alma. Por eso también es glorificadora.

La escoba del alma es la penitencia. En ella se centran los esfuerzos humanos para responder a la gracia de Dios y es el medio por el que Dios purifica nuestra vida para que alcance su plenitud. El papa san Juan Pablo II, en su exhortación Reconciliación y penitencia enseña que: “La penitencia es todo aquello que ayuda a que el Evangelio pase de la mente al corazón y del corazón a la vida”.

¿Y cómo pasar del conocimiento de la mente al conocimiento del corazón? Pasando por el Corazón de Cristo. La penitencia repara la brecha que estaba abierta entre Dios y nosotros.

Dios quiere restaurar nuestros hogares siendo Él mismo el corazón del hogar.

Para barrer bien, la escoba debe ir suavemente de fuera hacia dentro, atrayendo poco a poco. Esa atracción será más fuerte cuanta menos resistencia pongamos. Cuando Dios atrae se levanta polvo, pero cuando este se posa, está en nosotros la libertad de sacudírnoslo e ir a buscar el agua que nos limpie. Por eso yo asocio la imagen del penitente con alguien que salta lleno de gozo.

La penitencia es un regalo que nos libera y nos deja volar directos al Corazón de Cristo. La Iglesia habla de tres tipos de penitencias: las sacramentales, las mortificaciones y las penas de la vida. Vamos a ver cómo nos ayudan a reparar el hogar.

  1. La gracia penitencial

El sacramento de la reconciliación es uno de los dos sacramentos de sanación de la Iglesia. Está dirigido a sanar las heridas que nos hacemos con el pecado, borrar la culpa y restaurar el alma. La confesión es un proceso muy parecido a levantar una alfombra para limpiar a fondo. El examen de conciencia se correspondería con levantar la esquina y mirar el polvo que hay debajo; la contrición es similar a la sacudida que remueve las fibras de la alfombra: el propósito de enmienda es coger la escoba para solucionar el problema; decir los pecados al confesor es colocar todo el polvo en el recogedor; cumplir la penitencia es dar el último toque para dejar la alfombra limpia y reluciente.

La absolución quita el pecado, pero no remedia los desórdenes que el pecado ha causado. Necesitamos la penitencia para recobrar la plena salud espiritual. Siguiendo con nuestro símil de la alfombra, no basta con sacudir el polvo; hay que lavar bien después para que quede todo purificado.

El proceso de discernimiento que se sigue en familia busca sanar heridas y sanear el hogar. Por eso no me parece descabellado usar el tesoro de la Iglesia de las penitencias para culminar el proceso.

La administración de la penitencia se parece mucho a un remedio prescrito por el médico que el penitente va a buscar a la farmacia para aplicárselo. Que las penitencias son remedios concretos para pecados concretos es fácil de entender con el ejemplo de las tres penitencias cuaresmales: ayuno, limosna, oración. El ayuno ayuda con los problemas de adicción porque aporta autocontrol; si el problema es el egoísmo es bueno aplicar la limosna, que ayuda a descentrarse de uno mismo y a pensar en los demás; el problema de la soberbia se combate con la oración, porque se contempla y medita la grandeza de Dios ante la propia insignificancia.

El sacerdote puede sugerirte alguna penitencia para aplicar en tu hogar si es tu confesor habitual o tu director espiritual y conoce bien a la familia, pero no siempre se tiene la gracia de tener dirección espiritual.  Lo bueno es que con las confesiones regulares y un buen ‘mantenimiento’ espiritual, la penitencia, aun siendo aplicada de forma personal, puede beneficiar a toda la familia.

  1. Tener los mismos sentimientos de Cristo

La llamada de Jesús a la conversión no prioriza las obras externas -cilicio y ceniza-, sino la conversión del corazón. Sin embargo, el Catecismo afirma que “la conversión interior apremia la expresión en signos visibles, gestos y obras de penitencia”.

El papa Pío XI, en su encíclica Caritate Christi compulsi, dice que la penitencia es un ‘arma salvífica, que va directamente a la raíz de todos los males’. Aunque las mortificaciones tienen en general mala prensa, lo cierto es que tienen un efecto sanador que va dirigido al desorden interno. El acto externo que realizamos en una mortificación va en sentido opuesto al impulso negativo que sentimos en nuestro interior. Así, en vez de centrarnos en lo malo que quiere salir de nosotros, ponemos todos nuestros esfuerzos en lo bueno que queremos que salga.

En la Carta a los Efesios, san Pablo habla precisamente de eso cuando dice: “Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”. Al luchar contra los impulsos que van contra la caridad, vamos dejando espacio para que el Amor salga a través de nosotros. En otro momento dirá san Pablo: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. El impulso interior de Cristo siempre es amar. Al mortificarnos, lo que sale de nuestro corazón va purificándose y amoldándose a los sentimientos del Corazón de Jesús.

Todas las penitencias nos ayudan, pero las mortificaciones son especialmente buenas para sacar a la luz la imagen de Cristo en nosotros, que suele estar bastante tapada. Participar en una conversación con gente que nos parece aburrida pasando por alto los detalles que nos irritan, facilita que todos se sientan acogidos en nuestro hogar, y además vuelve nuestro corazón más paciente y comprensivo, al ejemplo de Jesús. Vencer los estados de ánimo para jugar a un juego de mesa cuando no nos apetece nos abre a los demás y nos une más como familia. Esforzarnos por ser puntuales no solo es cortesía, sino que nos ayuda a cumplir mejor con el resto de las tareas del día.

Aplicar las mortificaciones a la teología del hogar requiere mucha fuerza de voluntad y mucho amor para poder negarse cada día, pero cada acto de negación a nosotros mismos sana nuestro interior y sanea la forma en que nos relacionamos con los demás.

Otro aspecto positivo de las mortificaciones es que eliminan ruidos interiores y nos abren a la escucha, serenando el alma.

 

En el camino de la penitencia, solo cuesta el primer paso. San Juan María Vianney

 

El amor de Cristo es amor mortificado y el amor no lleva la cuenta de las mortificaciones. Los padres de familia hacen miles de sacrificios a lo largo del día de los que no son conscientes inmersos como están en el amor que les impulsa a hacerlos: tantas noches sin dormir cuando sus hijos son bebés o están enfermos; tantas compras pesadas que cargar y llevar a casa para alimentar a los suyos; tantas incomodidades al sentarse todos apretados en el sofá para ver una película; tanto tiempo bajo el sol o bajo la lluvia esperando a que salgan del colegio; tanto comer de las sobras… La lista es larguísima y, mientras los padres pasan por todo eso, están siendo transformados en imagen viva del amor.

La verdadera penitencia va siempre animada y dirigida por el Espíritu Santo, que no busca destruir, sino construir, Cuando la penitencia saca de nosotros la imagen divina, los frutos son los del Espíritu Santo: paz, mansedumbre, alegría, bondad…. y los demás lo notan. Se dan cuenta de que poco a poco te vas volviendo más paciente, más sereno, más comprensivo, y eso redunda en bienestar del hogar. Pero cuando no sale al exterior lo que trabajas en el interior, puede que no hayas escogido la penitencia adecuada. Una madre decidió una Cuaresma privarse de comer chocolate. Al cabo de dos semanas se sentía orgullosísima de su autocontrol, pero esa misma noche encontró en la nevera una nota de sus hijos que decía: “Estamos hartos de oírte gruñir por los rincones. ¡Por favor, vuelve a tomar chocolate!”.

 

  1. La familia, en comunión con la mayor fuerza unitiva del universo

Si la penitencia sacramental restaura nuestro corazón roto y las penitencias voluntarias lo van conformando con el de Cristo, abrazar la cruz de cada día nos introduce de lleno en Él. Jesús no tenía ninguna necesidad de hacer penitencia para Él mismo, pero la hizo para convertirla en vehículo de gracia y sanación. Dice san Pedro que «sus heridas nos han curado». Porque Cristo sufrió, nuestras heridas pueden sanar.

La penitencia como mera autodisciplina es un ejercicio estéril, pero si unimos nuestra cruz a la de Cristo, entonces vamos con Él al Calvario y allí entramos por la herida abierta de su costado. Una vez dentro, nuestra cruz se cubre con su sangre redentora, y así nuestro sufrimiento se convierte en redentor. Cuando nos introducimos en el Corazón de Cristo Él puede ofrecer nuestros sufrimientos al Padre por la sanación de los que amamos al hacer suyo nuestro sufrimiento, y el Padre no puede dejar de conmoverse ante el sufrimiento de su Hijo.

La ayuda adecuada de los miembros de la familia tiene su máxima expresión en su ofrecimiento total a Cristo, no solo en las alegrías sino sobre todo en las penas. La cruz es eso, sufrimiento orado. Y al unirte a la cruz te unes a la mayor fuerza unitiva del universo: el amor de Dios. Así, la familia que sufre y ora unida se mantiene profundamente unida.

A nadie le gusta sufrir, pero es imposible que no suframos. La enfermedad, los errores que cometemos, los problemas financieros, las desgracias familiares…, nos afectan, y mucho. El sufrimiento dentro de la familia se nota más que fuera del hogar porque es mucho más difícil ver sufrir a uno de los tuyos que soportar el propio dolor. Al mismo tiempo, la familia es el mejor de los hospitales. Dentro de ella se cuidan unos a otros y rezan unos por otros.

En la Biblia, especialmente en los Salmos, encontramos ejemplos de personas que expresaron abiertamente a Dios su frustración y su dolor sin disimular, como el rey David: “Estoy agotado de gemir: de noche lloro sobre el lecho, riego mi cama con lágrimas”. Por eso no oculto a mis hijos cuando estoy triste. Intento compartir mi tristeza con ellos y dejarles que me consuelen en la medida de sus posibilidades, porque ellos necesitan saber cómo actuar ante alguien que está sufriendo y aprender a afrontarlo. Si yo me hago siempre la fuerte, cuando sientan tristeza de mayores se frustrarán al pensar que no están a la altura. Y eso no es verdad. El mismo Jesús lloró y nos enseñó sufriendo.

 

El cardenal Van Thuan dijo una vez que durante los eventos más gloriosos de la vida de Jesús (la entrada triunfal en Jerusalén, la transfiguración en el monte Tabor), la Virgen María permaneció escondida, pero en los momentos de mayor sufrimiento (la huida a Egipto, la subida al Calvario), María eligió con valentía estar presente. Ella no vivió para sí misma. Había dicho ‘sí’ a cualquier sufrimiento. Su primer ‘sí’ propició que la voluntad de Dios empezara a cumplirse, de principio a fin, y eso incluía ver sufrir a su Hijo para la salvación de todos.

María esperó mientras su Hijo sufría y sigue esperando con nosotros mientras sufrimos.

 

Cuando el sufrimiento es muy intenso, solo nos quedan las virtudes teologales: la fe en que Dios solo permite ese dolor por algo mucho más grande; la caridad como ancla que nos mantiene en pie: la esperanza en que tras ese Viernes Santo vendrá la resurrección. Para eso, las tres tienen que estar purificadas. La fe no debe desviarse, el amor no puede desfallecer y la esperanza no debe perderse. El sufrimiento es el viacrucis donde estas tres virtudes parecen oscurecerse. En el Calvario nadie parecía creer ya que Cristo fuera quien decía ser. Se respiraba odio, desprecio y burla, y había por todas partes gritos y lágrimas de desesperación y miedo. Si María no hubiera estado allí, no habría custodiado esas tres virtudes para nosotros. Cuando nuestra fe se oscurece, María nos ilumina con la suya, si el dolor amenaza con ser más fuerte que el amor, Ella

nos mete en su Corazón para que el nuestro siga palpitando: cuando toda esperanza humana desaparece, Ella sigue ahí para sostenernos y evitar que el sufrimiento nos devore. Pero para poder hacer todo eso, María necesita que entremos donde está Ella: en el Corazón de Cristo.

 

Debemos intentar aliviar todos los sufrimientos, pero hay situaciones en las que, una vez hecho todo lo humanamente posible, el sufrimiento permanece y no se puede huír de él.  En esos momentos, mirar de frente al sufrimiento y dejarnos atravesar por él está por encima de nuestras fuerzas. Tiene que ser que Cristo en nosotros quien cargue esa cruz que aceptamos para que sea el Amor el que triunfe sobre nuestra voluntad, para que el sí que damos junto a María abra el camino al Suyo. Solo así llegan la paz, la fuerza y la resurrección.

La vida sin dolor y sin tristeza no es posible a este lado de la eternidad, pero ante eso podemos renovar nuestros votos y encontrar en ellos la fuerza del sí de María. Solo tenemos que dejarnos llevar por la suave atracción del amor de los Corazones de Jesús y de María. Con ellos, nuestra Betania está completa.

Pidámosle a Nuestra Madre que ruegue por nosotros para que podamos imitar su fe en la respuesta al plan de Dios, para que nuestra familia permanezca siempre en pie con la fuerza de su Amor.

 

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