Dr. Oscar Ibáñez/ Catedrático universitario
Dos personajes que vivieron en siglos distintos, con personalidades y llamados vocacionales distintos. Uno hijo de un rico comerciante, otro un soldado herido, ambos encontraron a Cristo y decidieron seguirlo, de una manera total, que los ha hecho trascender hasta hoy. Un hijo de la orden jesuita que fundó el exsoldado es hoy Papa, y tomó el nombre de aquel que renunció a toda su riqueza en nombre de Dios para renovar a su Iglesia.
Cuando más violencia, más injusticia y marginación existe en el mundo, se hace más necesario que los cristianos demos testimonio, las cosas que hicieron san Ignacio de Loyola y san Francisco de Asís para fundar a los Jesuitas y a los franciscanos parecían cosas muy pequeñas, uno se fue a estudiar a la universidad, el otro se fue a reconstruir una iglesia abandonada, su testimonio llevó a otros a que se les unieran para hacer cosas maravillosas.
Los jesuitas y los franciscanos además de llevar el evangelio a todo el mundo, han dado una cantidad enorme de santos a la Iglesia, personas ordinarias que se dejaron trasformar por la gracia de Dios y que han encontrado y ayudado a otros hasta lograr trasformaciones culturales que persisten hasta nuestros días. Esta semana los recuerda la Iglesia en la fiesta de san Ignacio y en la indulgencia de la porciúncula en Asís.
El Papa en la misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia hizo una reflexión sobre Zaqueo (Lc 19,1-10), para presentar los obstáculos que no permiten que los jóvenes y los cristianos de cualquier edad nos entreguemos a plenitud a Jesús: La baja estatura, la vergüenza paralizante y la multitud que murmura.
La tentación de tener baja autoestima afecta la fe, por ello el Papa nos dijo: “somos los hijos amados de Dios, siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea.”
La segunda tentación es no querer hacer las cosas por temor al fracaso: “no os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión: Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz. No tengáis miedo de decirle «sí» con toda la fuerza del corazón, de responder con generosidad, de seguirlo. No os dejéis anestesiar el alma, sino aspirad a la meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un «no» fuerte al doping del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la propia comodidad.”
Y finalmente la tercera tentación que nos lleva a la intimidación por la cultura dominante del mundo: “Puede que os juzguen como unos soñadores, porque creéis en una nueva humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y resentimiento. No os desaniméis: con vuestra sonrisa y vuestros brazos abiertos predicáis la esperanza y sois una bendición para la única familia humana.”
Ignacio y Francisco se reconocieron como hijos de Dios, no tuvieron vergüenza de sus pecados y debilidades, antes se los presentaron a Dios para que los perdonara, y finalmente no se dejaron vencer por las opiniones de la gente “sensata” que los juzgó de locos, simplemente dejaron que el Espíritu Santo los llevara a entusiasmar a muchos para construir una nueva civilización fundada en el Evangelio.
La llamada para cada cristiano se mantiene hoy: “Jesús mira nuestro corazón, el tuyo, el mío. Con esta mirada de Jesús, podéis hacer surgir una humanidad diferente, sin esperar a que os digan «qué buenos sois», sino buscando el bien por sí mismo, felices de conservar el corazón limpio y de luchar pacíficamente por la honestidad y la justicia.”