“¡Niños, vengan para acá, que les voy a contar una historia de la Biblia para que entiendan por qué hay gente que se disfraza en este día!”. Los niños, con sus disfraces y listos para salir a pedir Halloween en las casas vecinas, se sentaron alrededor de su madre que les empezó a dar una explicación”. Abrió la Sagrada Escritura en el capítulo 12 del Apocalipsis y les leyó el texto que narra el épico combate que se entabló en el cielo.
Los niños, llenos de asombro, imaginaron a san Miguel Arcángel y a sus ángeles luchando contra el Dragón y los suyos; y se dieron cuenta de que fue precipitada la antigua Serpiente sobre la tierra con todos los ángeles insurrectos. La madre, emocionada por ese texto misterioso y lleno de luz, les dijo a los niños que después de aquel combate angélico fue creado ese estado terrible que llamamos infierno, no por culpa de Dios, sino de los mismos ángeles que se levantaron, blasfemos, contra los designios divinos.
Los niños se interesaron y pidieron a su mamá que les hablara más de los ángeles. Y ella, como pudo, les reveló que los ángeles no tienen cuerpo, pero sí tienen una inteligencia muy superior a la nuestra. Les dijo que pudieron prever las consecuencias de su oposición a Dios, y que un solo pecado de indocilidad, que cometieron con absoluta libertad, les trajo como consecuencia la privación eterna de la presencia de Dios. “Es importante –les dijo– que aprendamos a amar a Dios sobre todas las cosas y vivamos en sus mandamientos, para que un día podamos ir al cielo y no al infierno”.
“¿Entonces Halloween es como recordar que existe el infierno?”, inquirieron los pequeños. “Correcto –continuó la madre–, aunque hoy es una celebración comercial de los Estados Unidos; sin embargo en sus orígenes, los católicos irlandeses recordaban a las almas condenadas en el infierno, y golpeaban sus ollas y cazuelas para que, con el ruido, esas almas no vinieran a perturbar las fiestas de los santos del cielo y de los fieles difuntos en el purgatorio que celebramos en la Iglesia”.
“¿Qué significa Halloween?”, preguntaron los chiquillos. La madre respondió: “All Hallows Eve”, que quiere decir víspera de todos los santos. Les recuerdo que mañana es primero de noviembre y los católicos celebramos la Solemnidad de Todos los Santos y, pasado mañana, recordaremos a nuestros difuntos. Fíjense, niños, cómo aquellos irlandeses, del 31 de octubre al 2 de noviembre, recordaban a todos los muertos: a los condenados, a los que están en el cielo y a los que todavía no llegan al cielo, pero que ya están salvados y pasan por el purgatorio”.
Dijo un niño: “yo quería disfrazarme de diablo, pero ya no quiero porque no deseo parecerme a uno de esos ángeles que se rebelaron contra Dios y que están en el infierno; yo quiero ir al cielo”. “Por eso, queridos niños –dijo la madre– sus disfraces son de otras cosas. Tú, Uriel, qué bien te ves de torero; tú Andrea, de avestruz te ves linda; y tú, Robertito, ¿cómo se te ocurrió disfrazarte de Julión Álvarez?”.
Hasta aquí la conversación de la madre con sus hijos en torno al tema de Halloween. Pienso que aquellos antiguos católicos irlandeses dieron en el clavo para hacernos reflexionar sobre el infierno como un posible destino para el alma después de la muerte. Lo que los norteamericanos le agregaron después –monstruos, calabazas, fantasmas y brujas– fue como un escape para evadir algo ten serio como el tema de la condenación eterna. Me convenzo una vez más que ciertas culturas no soportan los temas serios que tiene el drama de la vida, y los banalizan convirtiéndolos en una jugosa oportunidad económica. Y así la Navidad fue convertida en una especie de cuento de hadas de Disney, el Viernes santo en algo que tenía que ser borrado por ser demasiado horroroso, la Pascua en la fiesta de la coneja y los huevos de chocolate. Lo mismo sucedió con Halloween, con Todos los Santos y el día de los muertos. ¿Pensar en el infierno, el cielo y el purgatorio? Líbrenos Dios, que la vida no hay que tomarla tan en serio. Mejor está eso de que comamos y bebamos que mañana moriremos.
Ni me disfrazaré, ni iré a fiestas de brujas ni pediré dulces en la noche de Halloween. Pero respeto las tradiciones de mis vecinos norteamericanos, y de aquellos que, por vivir en la frontera, se divierten sanamente siguiendo esas costumbres. Nadie peca por hacerlo, y nadie dará culto al diablo, a menos de que participe directamente en uno de esos aquelarres brujeriles que realizan una minoría de candidatos al infierno. Lo que sí haré ese día es aderezar mi predicación con un poco de infierno y me prepararé con una buena confesión para la grandiosa celebración de Todos los Santos al día siguiente. Esa sí que me llena de alegría.