Felipe Monroy/ Periodista católico
Intensa polémica se vive en los ámbitos católicos con el nombramiento del argentino Víctor Manuel Fernández como nuevo ‘guardián de la fe’ al frente de la oficina vaticana que alguna vez fue el Santo Oficio o la Santa Inquisición. De inmediato, no pocos sectores que se autodenominan de la ‘ortodoxia católica’, han criticado la decisión del papa Francisco y han acusado a Fernández de progresista, sensualista, laicista y demás epítetos.
El nombramiento, que será efectivo en septiembre próximo –un mes antes de las intensas sesiones que tendrá el Sínodo de la Sinodalidad–, sin duda representa un claro parteaguas y un auténtico punto de inflexión en la historia de la Iglesia católica porque, al igual que la llegada de Bergoglio al pontificado, se trata de una persona emanada de las periferias, del sur global, que ha sido testigo de los horrores que provocan sobre los más débiles los imperialismos ideológicos, el rigorismo institucionalizado y la perniciosa connivencia de los autoritarismos religiosos con los autoritarismos políticos.
Vulgarmente hoy se tiene la idea de que el aval moral para que los poderosos del pasado se sintieran libres de cometer abusos y agresiones sobre los débiles fue exclusivamente la institución católica; se afirma que su sistema jerárquico de culpa y obediencia comulgó con regímenes de orden opresor y de temor. En gran medida esto es falso, pero tampoco son pocos los ejemplos que, por desgracia, confirman que algunos liderazgos o instituciones religiosas sí han operado codiciosamente por el poder temporal y para agradar al poder terrenal. Y el símbolo de esto último ha sido justo la Santa Inquisición, el tribunal del Santo Oficio cuya figura es hoy la oficina para la Doctrina de la Fe. Aunque en el fondo son tres instancias completamente diferentes, hijas de cada época y circunstancia.
Sin tratar de endulzar su historia, la Iglesia católica contemporánea ha reconocido los muchos errores e injusticias que se cometieron desde el tribunal original de la Inquisición. Por ejemplo, el prefecto de este dicasterio en 2015, Gerhard Müller, escribió: “Siguiendo la praxis corriente en todos los sistemas judiciales europeos hasta el siglo XVIII, el procedimiento [de la Inquisición] preveía, en circunstancias claras, recurrir a la tortura y, en los casos más graves, la condena a muerte en la hoguera”. Nadie ha negado que el brazo ejecutor de la Inquisición sí fue un instrumento político-eclesiástico de control y castigo del orden social.
Por su parte, el Santo Oficio funcionó como una ‘super-congregación’ que regía sobre el resto de instancias vaticanas e incluso fuera de Roma con una jurisdicción absoluta sobre todo lo que se referían a los delitos contra la fe: herejía, cisma, apostasía, adivinación, hechizos y magia. El Santo Oficio fue tradicionalmente presidido por el Papa y encomendado a un cardenal como su secretario. Además de castigar los anteriores delitos tenía facultad de dispensar impedimentos de religión mixta y disparidad de culto para el matrimonio, la disolución del vínculo matrimonial, los votos religiosos, la santificación de las fiestas, el ayuno, la abstinencia y sí, el control sobre la famosa lista de los libros prohibidos.
En el último siglo, el Concilio Vaticano II, Juan Pablo II y en especial Francisco han reformado profundamente esta oficina; se le ha intentado quitar su carácter persecutor y cambiarlo por uno de promoción. Juan Pablo II, por ejemplo, insistió en que esa oficina promoviera “los estudios dirigidos a aumentar la comprensión de la fe [para] para dar respuesta, a la luz de la fe, a los nuevos problemas surgidos del progreso de las ciencias o de la cultura humana”.
Bergoglio invitó a Fernández justo para eso, pero en otros términos: “custodiar la enseñanza que brota de la fe para dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan… El dicasterio que presidirás en otras épocas llegó a utilizar métodos inmorales. Fueron tiempos donde más que promover el saber teológico se perseguían posibles errores doctrinales. Lo que espero de vos es sin duda algo muy diferente”.
Ahora bien, Fernández ha sido víctima de los resabios de la persecución ultraortodoxa y del hiper rigorismo dogmático: sus libros y discursos son sistemática y simbólicamente censurados por los nostálgicos de la Inquisición política y la policía del pensamiento, sus errores son expuestos en el patíbulo público para el escarnio por quienes se sienten libres de pecado y autorizados de superioridad moral.
Es inexplicable cómo perviven grupos que queriendo combatir la leyenda negra con la que se acusa a la Iglesia de todos los males actuales, obran con los mecanismos que afirman jamás existieron. Por ello, el nombramiento de Fernández es un parteaguas porque impacta en las raíces de la institución no sólo en las personas (hay una maliciosa máxima que aún se dice en las logias vaticanas: ‘Pontífices van y vienen pero la Curia es eterna’) y obliga a mirar a un auténtico cambio estructural.
Esto, claro, provoca ciertos temores y es comprensible. Pero para los nostálgicos quizá habrá que recordar las palabras que pronunció el egregio formador de Teología Dogmática, Rafael Farías, en 1941: “La Iglesia es un cuerpo vivo; y en consecuencia le compete el natural desenvolvimiento… ni debe extrañarnos este progreso del dogma, no se entrega de una vez todas las verdades que contiene, sino a medida que se estudia y reflexiona sobre ellas”.