Benedicto XVI
Santa Hildegarda de Bingen nació en 1098 en Renania, en Bermersheim, en los alrededores de Alzey, y murió en 1179, a la edad de 81 años, a pesar de la permanente fragilidad de su salud.
Hildegarda pertenecía a una familia noble y numerosa y, desde su nacimiento, fue entregada por sus padres en voto al servicio de Dios. A los ocho años, para recibir una adecuada formación humana y cristiana, fue confiada a los cuidados de la maestra Jutta de Spanheim, que se había retirado en clausura en el monasterio benedictino de san Disibodo. Se fue formando un pequeño monasterio femenino de clausura, que seguía la Regla de san Benito.
Hildegarda recibió el velo del obispo Otto de Bamberg y, en 1136, a la muerte de la madre Jutta, convertida en Superiora de la comunidad, las hermanas la llamaron a sucederla. Llevó a cabo esta tarea haciendo fructificar sus dotes de mujer culta, espiritualmente elevada y capaz de afrontar con competencia los aspectos organizativos de la vida claustral. Algún año después, también con motivo del creciente número de mujeres jóvenes que llamaban a las puertas del monasterio, Hildegarda fundó otra comunidad en Bingen, dedicada a san Ruperto, donde transcurrió el resto de su vida.
Visiones místicas
Ya en los años en los que era superiora del monasterio de san Disibodo, Hildegarda había empezado a dictar sus visiones místicas, que recibía desde hacía tiempo, a su consejero espiritual, el monje Volmar, y a su secretaria, una hermana a la que tenía mucha estima, Richardis de Strade.
Como siempre sucede en la vida de los auténticos místicos, también Hildegarda quiso someterse a la autoridad de personas sabias para discernir el origen de sus visiones, temiendo que éstas fuesen fruto de ilusiones y que no viniesen de Dios. Se dirigió por ello a la persona que en sus tiempos gozaba de la máxima estima en la Iglesia: san Bernardo de Claraval, del que ya he hablado en algunas catequesis. Este tranquilizó y animó a Hildegarda. Pero en 1147 ella recibió otra aprobación importantísima. El papa Eugenio III, que presidía un sínodo en Tréveris, leyó un texto dictado por Hildegarda, que le había sido presentado por el arzobispo Enrique de Maguncia. El Papa autorizó a la mística a escribir sus visiones y a hablar en público. Desde aquel momento, el prestigio espiritual de Hildegarda creció cada vez más, tanto que sus contemporáneos le atribuyeron el título de «profetisa teutónica».
Experiencia del Espíritu Santo
Esto es el sello de una experiencia auténtica del Espíritu Santo, fuente de todo carisma: la persona depositaria de dones sobrenaturales nunca presume de ello, no los ostenta, y sobre todo, muestra total obediencia a la autoridad eclesial. Todo don distribuido por el Espíritu Santo, de hecho, está destinado a la edificación de la Iglesia, y la Iglesia, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad.
Contribución femenina
A partir de estas breves referencias vemos ya cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial, alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.
Obras literarias
De las obras religiosas que escribió Hildegarda, destacan tres de carácter teológico: Scivias, sobre teología dogmática; Liber Vitae Meritorum, sobre teología moral; y Liber Divinorum Operum, sobre cosmología, antropología y teodicea.
Además escribió obras de carácter científico: Liber Simplicis Medicinae o Physica, sobre las propiedades curativas de plantas y animales desde una perspectiva holística; y Liber Compositae Medicinae o Causae et curae, sobre el origen de las enfermedades y su tratamiento desde el punto de vista teórico.
Otra de sus obras destacable es Lingua ignota, primera lengua artificial de la historia, por la que fue nombrada patrona de los esperantistas.
Obras musicales
Hildegarda compuso setenta y ocho obras musicales, agrupadas en Symphonia armonie celestium revelationum: 43 antífonas, 18 responsorios, 4 himnos, 7 secuencias, 2 sinfonías (con el significado propio del siglo XII), 1 aleluya, 1 kyrie, 1 pieza libre y 1 oratorio. Además, compuso un auto sacramental musicalizado llamado Ordo Virtutum («Orden de las virtudes», en latín), sobre las virtudes.
Para saber…
Santa Hildegarda de Bingen (c. 1098-1179) fue una mujer de su tiempo: abadesa, visionaria, mística, compositora y una de las cuatro doctoras de la Iglesia. Procedía de la nobleza y era la menor de diez hermanos. A los dieciocho años, Hildegarda se hizo monja benedictina. A lo largo de su vida experimentó visiones de Dios, viendo a los seres humanos como chispas vivas de Dios, como la luz del sol. Fue proclamada en 2012 doctora de la Iglesia, junto a san Juan de Ávila.
Una santa con gran talento para la felicidad
ReL
Entrevista a la escritora y pianista italiana Lucia Tancredi autora del libro ‘Hildegarda, el poder y la gracia’, que explica la polifacética figura de esta santa que fue música, herbolaria, filósofa y abadesa…
¿Qué significa para usted que Hildegarda sea doctora de la Iglesia?
Satisfacción por el reconocimiento a una mujer cuyos documentos, libros y testimonios, ya en el siglo sucesivo al de su muerte, acaecida en 1179, eran mirados con sospecha y desconfianza. A una mujer, en esa época, le bastaba poco para ser acusada de ser una bruja: vivir sola, buscar hierbas en el bosque, leer.
Hildegarda no amaba las mortificaciones y la espiritualidad con la impronta del concepto de culpa. Fundaba sola sus monasterios, vestía a sus monjas con hábitos verdes, no les cortaba el cabello, dejaba que se pusieran perlas y flores para que no se avergonzaran de su belleza y juventud. Había acuñado la palabra «viriditas», para significar la lozanía siempre verde de la naturaleza y la virginidad como fidelidad de cada mujer a sí misma.
Hildegarda hacía que sus monjas estudiaran, escribieran, se movieran haciendo figuras de danza y, sobre todo, que cantaran la música que escribía para ellas. Tenía un gran talento para la felicidad. Había elaborado un método de curación natural convencida de que para llegar a Dios era necesario tener también buena salud.
Es evidente que tanta libertad en una mujer resultaba desestabilizadora y peligrosa: este es el motivo del silencio que ha rodeado su figura y gran parte de su obra.
Ha sido necesaria la llegada de un Papa alemán que no sólo la confirmara como Santa, sino que además le concediera el título más prestigioso: el de doctora de la Iglesia, reconociendo así su autoridad intelectual y el alto magisterio de su enseñanza.
¿Cómo nació este libro dedicado a un personaje tan complejo?
Dice la filósofa francesa Julia Kristeva, autora de una bellísima biografía sobre Santa Teresa de Ávila, que no somos nosotros los que buscamos a las místicas, sino que son ellas las que nos persiguen.
Al principio las místicas parecen distantes, absortas en sus vidas tan distintas de nuestras existencias enmarañadas y distraídas. Después, lentamente, se instalan dentro de nosotros, se convierten en nuestras coinquilinas, amigas, hermanas, cómplice esa doble ciudadanía con la cual se configura a menudo la vida de una mujer: la exterior, dedicada a los otros, y la escondida, en la que cada una debe enfrentarse con su excessus, con su potencia.
Las místicas saben muy bien que las mujeres no son tranquilas, timoratas, que están satisfechas de sus límites. Las mujeres están siempre desequilibradas hacia el amor.
Después de ‘Yo, Mónica’, dedicada a la madre de San Agustín, me llegó de la editorial la propuesta de una biografía sobre Hildegarda. De ella no sabía casi nada y me negué. En el caso de Mónica, me tuve que enfrentar a la falta de fuentes; en el caso de Hildegarda, era lo opuesto: sus summae enciclopédicas, sus innumerables textos, las poderosas biografías de personajes históricos con los que había tenido contacto, Federico Barbarroja, Bernardo de Claraval, Leonor de Aquitania. Era un trabajo que no quería aceptar. En cambio, allí donde fuese veía el nombre de Hildegarde o la encontraba en los libros. Sin darme cuenta, ya estaba dentro del trabajo.
En esta biografía es la protagonista la que toma la palabra…
El caso de Hildegarda es emblemático. Precisamente ella, que se había rodeado de vírgenes sabias, cómplices, educadas en los conocimientos de los sentidos más sutiles, con las que se comunicaba en una lengua secreta, había dictado o inspirado su biografía sólo a secretarios hombres como Gottfried y Wilbert de Gembloux, primero y Teodorico de Ecternach después.
He imaginado que hubiera podido dictar su biografía más íntima y privada a una de sus pupilas como Adelheidis, futura abadesa de Gandersheim, que se quedó junto a ella hasta la muerte. Tal vez en Adelheidis he querido ocultarme yo misma. También yo he sido una especie de escriba, un jarrón para sus palabras.
Usted ha dicho que cuando escribía acerca de Mónica estaba desprovista de soportes teológicos. ¿Qué pasó mientras profundizaba sobre Hildegarda?
Sigo teniendo mis dudas acerca de los soportes teológicos, de una cierta codificación de la Iglesia y de la inevitable estructuración mundana. Mi fe, en cambio, se ha reforzado con la convicción de que las mujeres tienen con Dios una confianza a veces sorprendente, que tiene poco que ver con reglas y soportes. La teología de las mujeres es una especie de teología fabulosa en la que se hacen «obreras del pasaje», manteniéndose abiertas al misterio, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret.
El Papa Benedicto XVI, asociando Hildegarda a San Juan de Ávila, ha hablado de santidad de vida y de profundidad de la doctrina que hacen que ambos «sean perennemente actuales». ¿Qué piensa al respecto?
Las místicas deberían ser iconos de la modernidad. De Mónica a Teresa y a Hildegarda, todas tienen características comunes: estaban obligadas a roles, dentro de reglas, muros y gineceos, a menudo enfermas –o, como habría dicho Freud, histéricas-; y sin embargo, desafiaban al mundo, fundaban monasterios, viajaban, hablaban con Papas y emperadores.
Sobre todo, buscaban el alma mediante el cuerpo. Hoy nosotras, las mujeres, pensamos que sabemos todos acerca del cuerpo: lo velamos y desvelamos, lo vendemos, lo esculpimos con el bisturí, pero del cuerpo no sabemos nada. Hildegarda habla del cuerpo no como una materia opaca, sino como algo que puede ser soplado, arrastrado por vórtices de energía, curado, algo que puede ser un calco del cuerpo mismo del mundo.
La bella profecía de Hildegarda es la de un hombre hecho luz, capaz de mantenerse fiel a las enseñanzas de la justicia y de convertir el hierro de las armas en instrumentos para acercarse a la tierra.
La gracia especialísima que me ha dado Hildegarda es la de la escritura. Por la mañana llegaba tarde al colegio, impartía mis clases y corría a recoger a mi hijo, para luego empujar un carro de la compra; pero una parte de mí permanecía aún dentro de la página que había escrito en cuanto me había despertado, en el silencio de la casa: Hildegarda, por la noche, en su estudio alrededor de un brasero junto al secretario Volmar y a la fidelísima Richardis mientras escribe o compone música; de vez en cuando llega del bosque cercano el canto de un búho o la carrera lejana de una manada de gamos y, en esa celda afelpada, estos sonidos de la naturaleza proporcionan una aguda sensación de existir en la gracia de Dios.