Una casa se edifica con sabiduría, se consolida usando inteligencia; con el saber se llenan las estancias de objetos preciosos, deseables. (Prov 24. 3-4)
Chiti Hoyos/ Autora
Uno de los personajes de la novela El idiota, de Dostoievski, se hace la siguiente pregunta: «¿Qué clase de belleza es la que salvará al mundo?». Yo creo que la respuesta incluye la belleza que aportamos a nuestros hogares.
Todo lo que toca, Dios lo llena de belleza. La palabra hebrea que se usa en la Biblia para referirse a la belleza es la misma que para la bondad. Si acudimos a la frase utilizada en el Génesis tras los seis días de la creación, “vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno”, y aplicamos la traducción como ‘bello’ en lugar de «bueno», la frase sería: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bello”. Lo bueno es bello.
Por ser buena, para Dios la belleza va indisolublemente unida a la misericordia y a la salvación. El profeta Ezequiel describe al pueblo de Israel como una niña abandonada a la que el Señor recoge, lava y unge con aceite, le pone vestiduras bordadas, la adorna con joyas de oro y plata, le pone anillos en sus manos y una corona de oro en su cabeza. Al salvar a su pueblo, Dios lo embellece. Lo mismo ocurre en la parábola del hijo pródigo con el hijo menor.
La belleza es un signo externo de que la salvación ha llegado a nuestro hogar. Si como Zaqueo abrimos la puerta a Cristo, Él entrará para embellecer la casa. Si hacemos silencio, el Espíritu Santo nos susurrará instrucciones de cómo quiere adornar nuestro hogar, al igual que Dios dio instrucciones claras para los adornos que quería en el tabernáculo: “Harás la Morada con diez tapices, de lino fino retorcido, de púrpura violácea, roja y escarlata, y bordarás en ellos unos querubines”. Cuando Dios quiere, no solo inspira materiales y colores, sino también diseños, medidas y hasta el lugar donde colocar cada cosa. Por supuesto que respeta nuestros gustos y nos da libertad para elegir el estilo de nuestro hogar, pero le encanta que le tengamos en cuenta y le pidamos consejo. Él quiere llenarnos de belleza porque sabe que la belleza nos eleva hacia Él, nos sana y nos salva de multitud de penas.
“Este mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración”. (San Pablo VI)
- La belleza nos introduce en la contemplación
La belleza refleja y revela a Dios. Nos muestra el orden, la armonía y el amor que posee la Santísima Trinidad. Nos introduce en la contemplación. Dice el libro del Eclesiástico que «gracia y belleza el ojo desea» Las personas, a pesar de nuestra variedad de gustos, nunca dejamos de sentirnos atraídas y seducidas por lo bello. Buscamos cosas hermosas donde descansar la mirada. Siempre y cuando busquemos la auténtica belleza, estaremos buscando a Dios. La falsa belleza es una trampa que nos atrae, pero que tarde o temprano desenmascaramos por el vacío que deja en nosotros. La contemplación de la auténtica belleza es sumamente placentera y provoca en nosotros un estado de gozo y sosiego que no se alcanza con ninguna otra experiencia.
Cuando Pedro, Santiago y Juan llegaron al monte Tabor quedaron sobrecogidos por el esplendor de la gloria de Dios, que se les mostró a través de la blancura de las vestiduras de Cristo y el brillo de su rostro. Pero la transfiguración no se quedó únicamente en lo externo; los apóstoles, al contemplar la gloria del Señor, quedaron ellos mismos como transfigurados, experimentando algo tan grande que no fueron capaces de expresarlo. Solo Pedro consiguió exclamar: “¡Qué bien se está aquí!”.
Algo similar creo que me pasa a mí cuando entro en una casa llena de belleza, que, si por mí fuera, plantaría allí tres tiendas: una para el Señor, otra para mi marido y para mí, y una carpa para los ocho niños, que no es cosa de que estén apretados…
Para que la belleza toque el corazón, debe ir unida a los otros tres transcendentales: la unidad, la verdad y la bondad. Ahora que el relativismo ha destronado a la verdad por las verdades, a la bondad por el progreso y a la unidad por las etiquetas, la vía de la belleza, del encuentro con lo que aún causa admiración, puede abrir el camino para disponer el corazón y la mente a la búsqueda de Dios. Si seguimos esa vía, volveremos a encontrarnos por el camino los transcendentales que se han ido dejando atrás.
William Morris fue un arquitecto inglés, decorador y diseñador de muebles, telas y papel pintado. Un día escribió: ‘Decidí nada menos que transformar el mundo con la belleza. Si he tenido éxito de alguna manera, aunque solo sea en un pequeño rincón del mundo, entre los hombres y mujeres que amo, entonces me consideraré bendecido, bendecido y bendecido».
- El lugar al que pertenecemos
Morris creía que toda nuestra inspiración y nuestra creatividad se nutren de las cosas físicas que llenan nuestros hogares; por ello, todas deberían ser útiles y hermosas. Sabía que el hogar es el primer recuerdo indeleble que se fija en la memoria de un niño. Es más, lo consideraba el recuerdo decisivo que marcaba nuestras vidas para bien o para mal. Por eso decía: “Amad vuestros hogares profundamente por la belleza que en ellos se descubre”. Nuestra casa es ese lugar donde dormimos, escuchamos música, leemos y nos tapamos con una manta en el sofá los días de lluvia. Es donde nos sentimos cómodos en zapatillas y donde encontramos refugio en las noches de invierno.
La mente de un niño pequeño absorbe todo eso: los olores, los sonidos, la apariencia de las cosas, su sensación al tacto y, como todo se lo lleva a la boca, recuerda infinidad de sabores, hasta el de las gomas de borrar o el yeso de las paredes. Aunque todavía no tenga la capacidad de razonar, lo que percibe por los sentidos le deja huella y en su alma va creciendo un anhelo ante los misterios que no entiende. Pero no necesita entender. Solo sentir y deleitarse.
Así lo describe Denise Trull: «El peso de los libros en las manos, la danza de una llama de una vela… todas estas cosas hablan de amor; cantan «tú perteneces aqui», gritan «eres visto y oído y eres digno de la belleza que te rodea». Para eso están los hogares, para enseñar a los niños que son dignos, dignos del Misterio, todos y cada uno».
El misterio infantil del hogar, de los sonidos y de las caricias se crea a partir de las cosas físicas que rodean a nuestros hijos, como el tacto de las mantas que les remetemos para que no se destapen, los cuentos leídos mil veces, el olor a palomitas de maíz los viernes por la noche o su ropa favorita. Es una herencia de belleza y amor que les conduce con paso seguro a un misterio más grande que ellos mismos: la belleza y el amor de Dios.
- Encontrar la belleza en nuestro interior
La Belleza, la de verdad, con mayúsculas, se puede captar por los sentidos, pero no se queda ahí, porque la llevamos dentro y nos acompaña siempre. Por eso dice san Agustín: “Tarde te amé, Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba […]. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo”. (San Agustín, Confesiones, X, 38).
Cuando vamos a comulgar decimos: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa’, en un acto que nos hace tan pequeños que el Señor no puede resistirse y se precipita a entrar, atraído por la belleza de nuestra humildad. El Padre revela su amor a los pequeños. Si somos humildes. Él hará que nos sintamos extraordinariamente queridos y amados.
Dios es un Padre providente que se preocupa de nosotros y nos cuida constantemente. ¿Cuántos regalos hemos recibido hoy? ¿Hacemos una lista?
*una cama
*las sábanas y mantas
*un nuevo día
*todo lo que puedo ver con mis ojos
*las zapatillas
*el desayuno (el café es ya para morirse de emoción)
*la ventana abierta por la que entra el fresco de la mañana
Haciendo bien la lista salen unos cuantos miles de regalos hoy. Es para dar saltos de alegría, ¿no? Entonces mejor ser humildes y pequeños, como los niños, para empaparnos del amor que va unido a las cosas bellas que Dios nos da.
Sin embargo, la belleza no se reduce a obras artísticas puestas aquí y allá. Es también un arte vivo que encontramos en las vidas de las personas santas, tan extraordinariamente bellas en su extremada sencillez. Parte de nuestra misión es conseguir que esa belleza llegue a nuestros hijos dentro del ambiente familiar que los envuelve a diario. El recuerdo del sabor de un asado es cien mil veces más consolador en los momentos difíciles que cualquier serie de televisión. La memoria infantil es una roca firme contra la tristeza, la batalla diaria y el miedo.
Mi marido se emociona recordando frases de su padre y sus gritos descompuestos por las tardes, llamándolo cuando se tenían que subir al coche y no lo encontraba por ninguna parte. Ahora, no sabe bien por qué, le resulta entrañable recordarlos. Yo misma me he sorprendido muchas veces cantándoles a mis bebés canciones que me cantaban de pequeña. Me parecen mucho más dulces para acunar a un recién nacido que las modernas y nos envuelven a ambos en un gran misterio de amor que nos transciende. Como recibí amor a través de ellas, soy capaz de transmitirlo. Lo auténticamente bello no muere, sino que se convierte en una nueva expresión de belleza.
- La belleza sana las heridas del corazón
El papa Francisco nos invita a apreciar la belleza porque “sanará muchas heridas que marcan los corazones y las almas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo”. Necesitamos que brille especialmente ‘donde la oscuridad y el gris dominan la vida cotidiana’. Admitir que estamos heridos es de gran ayuda en el camino de la santidad. Los trascendentales de los que hemos hablado previamente tienen cuatro opuestos: la división, la mentira, la maldad y la fealdad. Todos estamos expuestos a ser profundamente heridos por ellos.
Mis pasos de ‘niña’ hacia la santidad se dan en medio de los asaltos de la vida cotidiana, pero sé que estoy situada precisamente donde necesito estar, Dios me creó con unos ojos capaces de observar la bondad y la belleza en lo pequeño, lo pequeño abunda. No es cierto que la vida sea cada vez más negra, es que hemos dejado de fijarnos en lo bello. Dice Louise May Alcott: “El poder de encontrar la belleza en las cosas más humildes hace que el hogar sea feliz y la vida hermosa”.
Tenemos que sanar nuestros sentidos heridos y la belleza es la vía más rápida que conozco. Nos pasamos la vida escuchando sonidos molestos: teléfonos, alarmas, puertas que golpean al cerrarse, insultos o palabrotas de gente que nos rodea… En esos casos, el oído se resiente y cualquier sonido lo consideramos ‘ruido’, incluidos los balbuceos de un bebé. ¿Por qué? Porque con la sobreexposición, el oído deja de filtrar bien los sonidos y parece que solo capta lo molesto. Pero lo bello sigue ahí, aunque nos cueste más captarlo. Lo mismo ocurre con el resto de los sentidos.
Al principio de la Cuaresma, una de mis hijas adolescentes vino a casa tras la imposición de la ceniza. El sacerdote había pronunciado sobre su frente las siguientes palabras: ‘Polvo eres y en polvo te convertirás’, y mi hija decía que prefería esa frase a la de ‘conviértete y cree en el Evangelio’. Le pregunté por qué. “No sé”, me respondió, “hay algo bonito en el polvo”. Sin ser muy consciente de ello, había percibido la belleza que se esconde en el arrepentimiento y la conversión.
Dicen los expertos que la mejor forma de mantener a raya las malas hierbas es procurar que la mayor parte de la tierra esté sana, llenándola de plantas saludables para no dejar espacio ni nutrientes a las que son menos saludables. Si nos dedicamos a plantar trigo, habrá menos cizaña de la que preocuparse.
Quiero llenar mi casa, mi vida y la de los míos de cosas bonitas, de buen arte, buena literatura, buena comida y buenos amigos. De lo amable, de lo puro, de lo que es trigo, y no cizaña. Esas son las semillas que quiero plantar en el jardín que mi marido y yo estamos llamados a custodiar, para luego poder sentarnos en silencio, y contemplar, y asombrarnos.