Y no olvidéis la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles. (Heb 13, 2)
Chiti Hoyos/ Autora
Abrir nuestras casas a otros es abrir también nuestra intimidad. Eso es lo que ha hecho Dios: al dejarnos entrar en su casa nos ha abierto su Corazón. El hogar católico no es una isla apartada del mundo ni un convento cerrado a miradas extrañas. Estamos llamados a salir de nuestra seguridad y a hacernos vulnerables por amor a los demás.
Hace unos años se puso de moda un libro llamado ‘La opción benedictina’, de Rod Dreher, en el que se proponía la idea de que los cristianos se fueran a vivir juntos a pueblos abandonados, aislados del mundo, para preservar la fe, ya que vivimos en tiempos de paganismo y persecución. Respeto esa opinión, pero yo prefiero convertir lo que ya tengo en un refugio en medio de la selva, un oasis entre plantas de hormigón, para todo el que nos necesite -claro, que, si san José quiere regalarnos una finca con árboles frutales y flores en medio de la naturaleza, tampoco nos vamos a poner exquisitos…-. Creo que ahora estamos llamados a poner a Dios en el sitio del que
se le quiere echar. Una simple cerilla encendida acaba con la oscuridad que la rodea, pero si la cerilla se mete bajo el celemín, no servirá de nada.
Abrir nuestra intimidad requiere esforzarse y superar muchas barreras y miedos. No se trata solo de preparar camas, hacer una limpieza extra o cocinar para más personas, sino de abrirnos totalmente al otro, saliendo de nosotros mismos, de nuestra rutina y nuestra comodidad, para dejar espacio al que viene a habitar entre nosotros. Precisamente por todo lo que conlleva la verdadera hospitalidad es por lo que tiene una fuerza especial para evangelizar.
A san Giuseppe Moscati, un médico santo, no le permitieron participar en la Primera Guerra Mundial en el ejército y decidió organizar un hospital para cuidar personalmente de los heridos. No sucedió lo mismo con algunos de sus antiguos compañeros de facultad, como su amigo Quagariello, que arrastraba tremendas secuelas psicológicas del frente. Quagariello estuvo preso mucho tiempo y, al acabar la guerra, volvió a su ciudad deprimido y desorientado. Se encontró con Moscati, quien le abrió de par en par la puerta de su casa: «Me acogió como un hermano», diría después. «Él, junto a su inolvidable hermana, fiel intérprete de sus deseos, me fueron invitando cada noche a cenar a su casa, unas veces con una excusa y otras veces con otra; y en aquel oasis de espiritualidad, de tranquilidad y de paz, recobré la paz, la confianza en mis propias fuerzas y la satisfacción en el trabajo».
En Mt 5, 14-16 dice Jesús: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa»,
- Atender a Cristo en nuestra casa
Siguiendo el ejemplo de san Giuseppe Moscati, nuestro hogar puede ser sanador para los demás siempre y cuando se base en un doble deseo: compartir lo que Cristo ha regalado a nuestra familia y atender al propio Cristo, que se acerca a nuestra casa en cada persona que hospedamos. Fue el mismo Señor quien lo dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí», Eso es lo que hacían Lázaro y sus hermanas: no solo hospedaban a Cristo en su casa, sino que compartían con otros las bendiciones que recibían. Seis días antes de la Pascua, los tres hermanos fueron a la casa de Simón para celebrar una cena en Betania. Jesús había resucitado a Lázaro poco antes y muchos curiosos se acercaron para ver y oír de primera mano su testimonio. Marta servía y Lázaro daba conversación a los invitados a la mesa. El ambiente era propicio para que se pudiera abrir el corazón. Pese a estar la casa llena de amigos y extraños, María reunió la suficiente fuerza para abrir su intimidad, superar la vergüenza y demostrar su amor por Cristo: ‘María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume’.
Así también nuestro hogar, al abrirlo a otros para que puedan vivir un encuentro con Cristo, se llena de bendiciones. Sin duda habrá gente que nos critique, que no entienda lo que hacemos, ni nuestros motivos, ni el derroche de tiempo y dinero para acoger a gente en casa, pero aun así la casa se seguirá ‘llenando de la fragancia del perfume’…
La teología del hogar habla de la necesidad de crear hogares que fomenten la comunidad; hogares donde se compartan y comuniquen los valores cristianos; que permanezcan abierto para amigos, familiares y visitantes ocasionales; hogares donde se celebren comidas, formales e informales, y reuniones espontáneas. Esos hogares son signos contradictorios en estos tiempos en que, para muchas personas, la única forma de divertirse está asociada a ir a bares y restaurantes, mientras que el resto del tiempo se comunican en línea, aislados de la gente de carne y hueso. No digo que ir de vez en cuando a un restaurante esté mal; si te lo puedes permitir, por supuesto que no. Pero la intimidad y la confianza que se alcanza en un hogar es una maravilla comparada con el esfuerzo para hacerse oír sin interrumpir las conversaciones que se mantienen en las otras mesas, y poder alargar la sobremesa sin tener que preocuparse del tiempo que transcurre es un verdadero lujo.
- El amor está en los pequeños momentos
En las reuniones informales lo más importante son los pequeños momentos. Poner la mano en el hombro, dar un abrazo, preparar juntos la cena o mantener un fuego encendido si tienes la bendición de tener chimenea son actos sencillos, pero íntimos, que nos recuerdan que estamos en familia. Es más fácil abrir el corazón cuando no se está bajo la tensión del día a día, sino en medio de la alegría de una celebración familiar. Las conversaciones entre padres e hijos en la cocina mientras preparan juntos la cena pueden acabar siendo muy profundas gracias al ambiente de confianza que se crea. Como la santidad va unida a la sencillez, los pequeños gestos que aprendemos en casa nos enseñan a acoger con respeto a todos. Estos gestos, aunque aparezcan brevemente en medio de otras muchas cosas, son los que consiguen marcar la diferencia entre comer en casa o en una reunión de trabajo.
Son las cosas tranquilas que hacen las madres y las abuelas, los padres y los abuelos, los hijos, los hermanos. Son pequeños signos de ternura, cariño y compasión. Gestos hogareños.
Papa Francisco
El trabajo que nos ha costado conseguir nuestra casa o el dinero que hemos invertido en ella no es nada comparado con el verdadero valor del hogar, que está en el amor que se da y se recibe dentro de sus paredes. Lo más valioso es poder formar un espacio seguro donde vivir, acoger a los demás y pasar los momentos más importantes de nuestra existencia.
En cada casa católica las personas deberían poder sentirse más cerca de la gracia de Dios. En ese sentido, debemos encaminar nuestros esfuerzos al establecimiento de vínculos duraderos con las personas que conviven en nuestro salón para mantenernos unidos en el camino hacia el cielo. Nuestra casa ha de ser un reflejo de la alegría y la belleza de nuestra fe, y un sitio al que la gente quiera volver. Ojalá consigamos provocar el asombro del «mirad cómo se aman» y la exclamación del «¡qué bien se está aquí!», evitando al mismo tiempo la tentación de pensar que eso solo se logra en los hogares perfectos.
La mejor hospitalidad que puede brindar mi familia con ocho niños empieza por un recorrido de la casa en el que habrá que esquivar zapatos y juguetes, desviar la mirada del fregadero de la cocina y disimular al ver el cesto de la ropa sucia a punto de explotar. Luego se puede disfrutar de medio vaso de algún refresco -las botellas suelen estar casi vacías, y repasar los cuadernos de Matemáticas amontonados en la mesa mientras yo procuro hacer espacio para poner unos cacahuetes. Eso atrae rápidamente a algunos de los pequeños, que mientras enseñan sus mejores peluches empiezan a trepar a las rodillas de los mayores mientras cuentan sus sueños.
Entendí hace tiempo que estar en tensión por si los niños dicen algo inconveniente o esconder las cosas -cuando ni si-quiera tengo sitio donde esconderlas-, puede hacer que nos aislemos y perdamos el contacto con buenos amigos y buenas conversaciones. La verdad es que nos gusta estar con la gente. En casa bromeamos con el día del Juicio Final, cuando se abran nuestros libros de la vida y todo el mundo pueda verla. Básicamente, lo que se escuchará, mes tras mes, será la canción del cumpleaños feliz. Todos los meses del año tenemos algún cumpleaños o algún santo y los celebramos todos; no solo los nuestros, sino también los de los primos, tíos, cuñados, sobrinos y abuelos, así que casi siempre estamos celebrando algo.
Lo que importa
El miedo a que la gente nos juzgue acaba rápidamente con la hospitalidad. No todo el mundo tiene hijos pequeños y por eso a lo mejor no entienden que la vida familiar es desordenada incluso después de arreglar la casa para los invitados. Pero para eso estamos las familias numerosas, para demostrar que se puede ser hospitalario en medio del caos. Sabemos que la gente se va a dar cuenta de que la silla que les hemos puesto es demasiado baja o de que le falta un punto de sal a la tortilla; bueno, pues si ese es el caso, admitámoslo y, para compensar, démosle una ración doble de tarta al que le haya tocado el taburete…
Una vez mi marido invitó por sorpresa a unos amigos. En cuanto entré por la puerta pensé: «Se van a fijar en la mancha de tomate de la pared». Y sí, seguro que se fijaron, pero por los escorzos que hacía yo intentando que no la vieran… Charlaron tranquilamente en el salón mientras sus hijos corrían por los pasillos, jugando al escondite en las habitaciones. Ellos estaban relajados, yo no. Por una simple mancha de tomate no quise volver a recibir en mi casa a nadie por sorpresa. Pero si me pongo a pensar en las casas a las que me han invitado, a mí me da igual cómo se encuentren. Me puedo quedar perfectamente sentada en los escalones de la entrada bebiendo agua en un vaso de plástico…
A mí me interesa estar con la gente, no con las cosas de la gente. Es una lección que me ha venido muy bien aprender. Ahora disfruto cuando tengo la oportunidad de acoger, ya sea en mi casa o en casas que alquilamos en verano. Eso sí, tengo amigos que tienen un carisma especial de acogida. Se les reconoce no solo porque abren sus hogares, sino porque les encanta hacer todo lo posible para que te sientas de lujo. Ponen frases inspiradoras en las copas, sirven bandejas con tiras de queso cortadas muy finas y galletas caseras, y decoran las mesas con mucho estilo. Pero lo mejor es que se nota que no se estresan porque aman lo que hacen y les sale de forma natural. Mis amigos son un regalo para mí y me encanta visitarles, aunque sé que yo a lo mejor no tengo tan desarrollado, o al menos no por ahora, ese carisma tan especial y artístico de acogida que tienen ellos. Pero no me siento menos hospitalaria por eso, porque yo doy todo lo que sé y puedo, y me quedo tranquila,
Decía la Madre Teresa de Calcuta: «Si, necesitamos amar sin cansarnos. ¿Cómo se quema una lámpara? Mediante el aporte continuo de pequeñas gotas de aceite. Estas gotas son las pequeñas cosas de la vida cotidiana: la fidelidad, las pequeñas palabras de bondad, el pensar en los demás, nuestra manera de estar callados, de mirar, de hablar y de actuar. Son las verdaderas gotas de amor que mantienen nuestras vidas y relaciones ardiendo como una llama viva». Y eso es lo que de verdad importa.
- La hospitalidad santa no siempre es la más ordenada
Tenemos un gran problema. Hemos cambiado el concepto de pasar tiempo con los amigos por la idea de impresionar a los demás. El padre Michael Rennier publicó en la web Aleteia un artículo titulado ‘Cómo aprendí a abrazar la hospitalidad desaliñada en medio del caos familiar’, en el que decía: «Nos hemos convencido que para una velada sea exitosa, nuestros invitados deben salir asombrados y atónitos por la calidad de la comida y la limpieza profunda, por lo que no entretenemos a los amigos en absoluto». Tiene razón. Nos preocupamos más de ir de acá para allá llevando aperitivos como para una boda que de sentarnos a charlar tranquilamente y dejar que los demás abran el frigorífico y se sirvan una cerveza. No estoy hablando ahora de fiestas especiales, como un aniversario o la cena de Nochebuena, donde cuidar el detalle es un signo de entrega y amor. Aquí me refiero a esas reuniones informales que surge espontáneamente sin haberlas preparado. Esas son las que verdaderamente forjan amistades y crean comunidad.
San Felipe Neri organizaba muchas charlas y tertulias en el salón que tenía en la parroquia y se llevaba a gente de otras parroquias a pasear por el campo y hacer picnics. A veces llevaba la sotana bastante sucia, pero a la gente le encantaba estar con él. Digamos que su hospitalidad era «desaliñada», pero era una hospitalidad santa. Yo no sé doblar servilletas en forma de cisne, pero si alguien necesita eso para estar cómodo pondré un tutorial de YouTube y las doblaremos juntos antes de cenar. Luego esa persona se reirá con nosotros, charlaremos de Dios y contaremos anécdotas mientras los niños juegan. Le abriremos nuestra intimidad sin disfrazarla para mostrarle realmente quiénes somos, permitiendo que nuestras vidas se entrelacen en tardes memorables. Yo quiero reuniones auténticas, no banquetes de revistas del corazón ni desfiles de moda…
Jesús en medio
Emily Stimpson Chapman compró con su marido una casa de principios de siglo para renovarla y convertirla en su hogar.
Las reformas duraron dos años y ellos, que ya estaban viviendo en la casa, tuvieron que sortear los agujeros del suelo, las tuberías, el serrín y los montones de escombros. Emily tenía que cocinar en una cocina helada con un chaquetón puesto. ¿Quién recibiría visitas en esas condiciones? Ella lo hizo. Antes de mudarse a esa casa tenía un grupo de amigos que se juntaban todos los jueves a cenar. Cada uno llevaba algo y pasaban la noche charlando. El primer jueves que se mudaron a la casa se presentaron allí con pizzas. Se sentaron en cubos puestos boca abajo y rieron, charlaron y hablaron de lo divino y lo humano. Y no fallaron ni un solo jueves. Las cenas entre escombros y suciedad fueron un éxito. Debido a que ya eran como una familia, solo necesitaban un techo bajo el que atesorar momentos juntos.
Un hogar católico no son solo cuatro paredes, sino el amor que sale de los que lo habitan. “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. El Señor se cuela en nuestras cenas improvisadas, es un incondicional. No falla en ninguna y se hace notar. Lo tengo comprobado.
Animo a todo el mundo a abrir sus casas imperfectas, sin miedo a que los demás juzguen las pintadas de rotulador en las paredes o la ventana que se atasca al abrirla. Cuando damos amor recibimos la gracia necesaria para que nuestra casa imperfecta sea el hogar al que todos quieren volver y donde se respira el cielo.