Felipe Monroy/ Periodista católico
La finalidad de las campañas electorales en buena medida es inflar y exagerar cualidades de personajes, las urgencias en los temas y el tamaño de las amenazas; sin embargo, los fríos resultados de los votos finalmente aterriza a todos los participantes de los procesos democráticos a una realidad que no se puede maquillar ni eludir. Al final de aquel éxtasis de ilusiones sólo queda el país con la crudeza de su rostro, eso que los poetas llamaron “la isla que languidece en un mar de aguas agitadas”.
En esta cruda realidad ya no funcionan las diatribas ni las frases ingeniosas, es momento de levantar el proyecto, cimentar los pilares con los que se ha de gobernar o con los que se ha de intentar recomponer la oposición. Sin ser exhaustivo, identifico al menos cuatro ámbitos político-democráticos que requieren atención post-electoral: La formulación y consolidación de las nuevas legitimidades políticas –tanto de los ungidos con la victoria como de las oposiciones en que se convierten los perdedores–; la reconstrucción de las instituciones partidistas que participaron en la contienda; la profunda reflexión social sobre las narrativas de violencia que campearon durante las campañas electorales; y una urgentisima revisión del sistema mediático mexicano cuyos intereses incendiarios no han auxiliado a una mejor comprensión de los fenómenos sociales.
La construcción de legitimidades políticas no se queda sólo en la asimilación de una imágen política; no se trata sólo de apariencias sino de identidades. Los vencedores deben configurarse en un nuevo gobierno y los vencidos, en una nueva oposición. Pero la legitimidad no sólo habla de las dinámicas entre competidores (los adversarios) sino en las relaciones que establezcan aquellos con la realidad social. Es decir, si el ejercicio electoral no sólo ‘refleja’ el ánimo popular, sino que también reproduce las tensiones de sus divisiones y de sus desigualdades; el ejercicio de legitimar una administración o una oposición política implicaría no sólo reproducir las confrontaciones políticas sino comprender por qué existen y actuar en consecuencia.
En segundo lugar, los partidos políticos que participaron en la contienda deben hacer un ejercicio de autocrítica y una evaluación de los cuadros sometidos a la presión de las campañas electorales. Si algo han demostrado los últimos ejercicios de participación ciudadana, es que la consolidación de las estructuras territoriales locales toman sentido sólo cuando se les comparte de un ideal sencillo: la diversificación de los intereses en juego repercute en la maniobrabilidad de los grupos y los cuadros. En esto, también tiene que ver el peso (y la inversión) que se le destinó a la ‘conversación digital’ y en la ficción que se convierte dicha narrativa frente a una realidad que, aunque silente, sigue expresando su libertad de expresión donde sí tiene un valor auténtico: su voto.
Y eso conecta con el tercer ámbito político que requiere una revisión urgente: Las narrativas de violencia. México vive graves problemas de criminalidad y cierta absorción cultural de las lógicas discursivas de la violencia y el narco a las dinámicas de convivencia social y, evidentemente, en la política. Las campañas y los estrategas de discurso político utilizaron intensamente tanto la fascinación como el pavor inmoderados de la población con estos temas e intentaron inflamar sus sentimientos más bajos con intereses utilitarios electoreros. Eso no puede dejarse en una simple anécdota, algo deberá atenderse especialmente en las responsabilidades de los medios de comunicación.
Finalmente, justo el tema que involucra al sistema mediático nacional: Su participación política se hizo patente con una virulencia nunca antes vista, en evidente defensa de sus intereses y de sus propósitos de convencimiento, pero no necesariamente de su responsabilidad de reflejar las condiciones políticas. Los medios de comunicación, la independencia del ejercicio periodístico y la pluralidad en la accesibilidad de información por parte de la ciudadanía son elementos indispensables de toda democracia. Hoy vemos una tristeza en el oficio, si en el pasado se decía que “el prestigio dura lo que el papel en que se funda”; hoy la tiranía de la inmediatez y la ligereza de la virtualidad ha relativizado el oficio periodístico hasta hacerlo caer en nimiedades cuánticas, insustanciales, incluso fuera de su trinchera que es la palabra.
Es tiempo de legitimar, revisar y reparar la politización del pueblo mexicano para que la aplicación del régimen, tanto del gobierno como de las oposiciones democráticas, no vuelvan a esa hipertrofia verborreica que tanto nos distraen de las urgencias nacionales.