P. Eduardo Hayen Cuarón
La zona de Bérgamo en Italia es quizá la más afectada del mundo por el coronavirus. Esta bella ciudad, declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad, vive una situación de angustia y dolor permanente. Desde el 23 de febrero, cuando fue detectado el primer caso, el número de contagios ha crecido exponencialmente. Hoy Italia cuenta casi 70 mil el número de infectados y cerca de siete mil muertos. Los cadáveres son incinerados sin que sus familias puedan despedirse ni darles sepultura digna.
Los hospitales han llegado al colapso y se han convertido en foco de infección; incluso, debido al alto nivel de estrés que ello genera, miembros del personal sanitario han llegado a quitarse la vida. La pesadilla italiana es similar a la que viven en España, donde la cifra de muertes ha superado a la de China.
El planeta en que vivimos está constantemente en agitación. A veces se desencadenan fuerzas descomunales que se vuelven incontrolables como son las epidemias, las plagas, los terremotos, incendios forestales, tsunamis, huracanes y otros fenómenos que dejan, a su paso, ríos de sufrimiento y miedo. Brotan muchos interrogantes que el corazón no alcanza a responder.
Sin embargo, en medio del mar del dolor brota, incontenible, el torrente del amor. La tragedia del coronavirus está despertando la solidaridad. En Italia y España los ciudadanos, las empresas públicas y privadas, todos, están brindando su apoyo. Se han multiplicado los voluntarios. Los ancianos y personas con discapacidad están siendo asistidos por sus vecinos para hacerles la compra en el super y en las farmacias. Empresas se organizan para fabricar mascarillas y mandiles para el personal sanitario. Existe ayuda psicológica y espiritual en línea. Algunos chefs y cocineros se han organizado para brindar alimentos a médicos y enfermeros. La gente dona comida y hay, en las ciudades, una sensación de profunda unidad.
Toda esta fuerza de solidaridad no es sino el poder del amor de Dios, de un Dios que también está herido por la presencia del mal en la vida de sus hijos, principalmente en el pecado. Dice el cardenal Robert Sarah: «Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y, si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su Amor, un Amor ignorado, rechazado y combatido». Dios, a quien hemos tantas veces olvidado, se sigue haciendo presente en medio de las tragedias para confortarnos e invitarnos a vivir en comunión de amor con Él.
Ciudad Juárez espera en silencio la llegada de la peste. En la oración y en la obediencia solidaria a las autoridades estemos preparados para combatirla. Con la fortaleza de Dios y la intercesión de la Virgen podremos salir victoriosos. Así nuestras parroquias y capillas nuevamente se verán rebosadas de los hijos de la Iglesia que, con su amor agradecido, quieren manifestar su cercanía para sanar la herida que lacera el corazón de su divino Maestro.