Pbro. Eduardo Hayen Cuarón
Dos instituciones entrañables dan estabilidad y sentido a la vida. Ellas son la familia y el domingo. Las vidas de muchos de nosotros no sería tan feliz sin estos dos regalos que el buen Dios nos ha concedido. Son patrimonio de la humanidad y, especialmente, de los cristianos. No tengo otro día favorito de la semana sino el domingo por un simple motivo: el domingo es mi cita más importante con Dios y con mi familia. Son el Señor y mi familia quienes reparan mis fuerzas para seguir adelante. De ellos obtengo el Espíritu y la paz.
El trabajo es un regalo de Dios; siempre he valorado el trabajo como fuente de creatividad, de disciplina, de productividad, de colaboración en equipo. Trabajar me entusiasma y no podría concebir mi vida en la pereza o el desánimo. Sin embargo el trabajo encierra el peligro de enajenarnos y de despojarnos del sentido último de nuestra actividad.
Tengo amigos que trabajan más de doce horas diarias durante los siete días de la semana. Viven estresados y en una permanente queja de lo mal que está la situación económica; pero por lo general ellos tienen serios problemas en sus familias. Trabajan a lomo partido porque creen que proveyendo de bienes materiales harán feliz a su mujer y sus hijos, pero raramente pasan tiempo con ellos.
Dios, en su sabiduría, hizo su obra creadora en seis días, y al séptimo descansó: Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había creado (Gen 2,3). Ese bendito día de descanso, que para los judíos es el sábado y para los cristianos es el domingo –día de la Resurrección de Cristo– nos lo ha dejado Dios para que hagamos un alto en el trabajo de la semana y aprendamos a reparar nuestras fuerzas en Él.
Luego de hablar y escuchar tanta palabrería de lunes a sábado, el domingo nos ofrece la Eucaristía –Muerte y Resurrección de Cristo– que nos trae la palabra más importante de todas: el agua de la Palabra de Dios. Escucharla nos permite verificar si estamos en el camino recto y si nuestra vida tiene su adecuada orientación. Comulgar el Cuerpo y la Sangre del Señor nos hace renovar la alianza que tenemos con Él. Esta participación en la Misa dominical trae la verdadera libertad a la vida.
La misa dominical es un precepto de la Iglesia: dice la Carta a los Hebreos: “No abandonéis vuestra asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente” (Hb 10, 25). Exhortaba Pseudo Eusebio de Alejandría: “Venir temprano a la iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración; asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida. Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos».
Aunque para los sacerdotes es uno de los días de la semana más intensos de trabajo –suelo celebrar tres o cuatro misas dominicales–, el domingo es fiesta, gozo, descanso. Descansamos en la Palabra divina, pero además nos alegramos en la comunidad que nos fortalece. Para nosotros la parroquia es nuestra gran familia. Vernos, encontrarnos, saludarnos, compartir la fe y conversar nos fortalece y repara. Es el día en que muchas personas del barrio se encuentran en comunidad y fortalecen lazos de amistad. El domingo es fiesta que rompe el anonimato que tanto nos afecta.
Tengo un recuerdo muy grato de mi infancia, y es que mis padres jamás faltaron a misa los domingos. Asistíamos en familia, o bien mientras papá nos llevaba al templo, mamá se quedaba a cuidar a un hermanito bebé; pero era impensable que faltaran a la Eucaristía. Me alegro mucho cuando veo niños en el templo –aunque lloren– porque sus papás están haciendo el esfuerzo de inculcarles el amor a la Eucaristía y la centralidad que ella tiene en la vida cristiana.
Hoy cada domingo, después de haber estado con mi familia parroquial, suelo pasar la tarde en una buena comida con mi madre, mis hermanos y sobrinos. Eso alegra mi corazón. «¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos» (Sal 133,1). Con tanto cariño y nostalgia recuerdo también las reuniones de familia los domingos en la granja de mi abuelo, así como cuando mi papá me llevaba a los toros en la Plaza Monumental de mi ciudad. Otros iban al fútbol, al béisbol o a la lucha libre. Es estupendo disfrutar en familia de algún deporte que nos guste y reunirnos en los estadios o lugares públicos de espectáculos; es necesario para evitar la fatiga y el estrés. Pero hemos de tener cuidado de que el domingo no pierda su significado de «Día del Señor» y se transforme en un día de pura evasión. Cuando esto sucede, quedamos prisioneros de horizontes muy estrechos que nos impiden ver el cielo, como escribió san Juan Pablo II.
Algo que el domingo nos invita a hacer son obras de caridad por alguien que pasa necesidad. Enseña Jesús: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). El domingo muchos servidores de la parroquia imparten catecismo a niños, jóvenes y adultos; además se hacen despensas que se reparten a personas en necesidad. Visitar a algún enfermo o a alguien que está solo –un familiar o amigo– son obras de misericordia que podemos hacer y que nos recuerdan que la caridad es la que da contenido a la vida, porque «Al atardecer de la vida seremos juzgados por el amor», predicó san Juan de la Cruz.
«Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis» (Neh 8,9). Dios nos conceda redescubrir siempre el tesoro espiritual que es el Domingo, día de Dios y de la familia. Si lo disfrutamos con toda su riqueza cristiana, nos estaremos preparando para entrar al Día del Señor –al gran Domingo de la eternidad– cuando Él nos llame a su presencia.