P. Eduardo Hayen Cuarón
La pandemia de Covid-19 ha puesto de relieve la fragilidad del cuerpo humano que puede enfermar y llegar a morir por este enemigo invisible. Dolores de cabeza, fiebre muy alta, dificultades para respirar: son algunos de los síntomas que todos tenemos temor de sentir. Entrar en un hospital donde los rostros humanos han sido cubiertos por tapabocas y donde los enfermos están rodeados por la frialdad de las máquinas, con el miedo de morir sin alguien que les tome de la mano y les brinde una sonrisa, y sin saber si volverán a ver a sus seres queridos, es la experiencia más inhumana que hoy se vive en las instituciones sanitarias.
El coronavirus nos ha hecho reflexionar sobre la fragilidad del cuerpo humano y su relación con el alma. En la enseñanza cristiana, el cuerpo no es la cárcel del alma. Alma y cuerpo fueron creados amalgamados y están destinados a estar juntos eternamente, aunque serán separados sólo de manera momentánea entre la muerte corporal y la resurrección de los muertos. Al final de la historia, cuerpo y alma se reunirán nuevamente, para el bien o para el mal.
Escribió el filósofo y poeta católico Charles Péguy: «Así el cuerpo y el alma son como dos manos juntas. Ambos entrarán juntos en la vida eterna. Y serán dos manos juntas. O bien, ambos se hundirán como dos muñecas atadas. Para una cautividad eterna». Nuestra vocación es dar gloria a Dios hoy con el cuerpo terrenal, y mañana en la vida eterna con nuestro cuerpo glorificado.
Hay personas que han contraído el Covid por seguir las apetencias del cuerpo y rebelarse contra el espíritu, en vez de colaborar con él. San Ireneo decía que «no son la carne y la sangre las que están excluidas del reino de Dios, sino sólo quien secunda las malas inclinaciones de la carne y la sangre». Varias personas mayores se quejan de la rebeldía de sus hijos jóvenes ante la pandemia. Los padres hacen todo lo posible por persuadirlos de quedarse en casa, cuidarse y obedecer protocolos, pero los muchachos actúan irresponsablemente para continuar en reuniones con sus amigos y asistir a fiestas. Y de pronto empiezan en ellos los dolores de cabeza, la tos seca y la fiebre. Algunos están gravemente enfermos. Otros han perdido la vida.
Nos preparamos para la solemnidad de Pentecostés, la gran fiesta del Espíritu Santo. Hay que pedir al Espíritu que venga a fortalecer nuestros cuerpos. Es bellísimo ver que muchas personas en nuestra diócesis colaboran con el Espíritu para ayudar a las necesidades del cuerpo durante la epidemia. Ahí están tantos médicos, enfermeras y camilleros cristianos que luchan por salvar vidas; tantos donadores de comestibles y medicinas para surtir nuestros dispensarios parroquiales; tantos fieles católicos que se reúnen en redes sociales para orar por los enfermos, para sostener al personal sanitario y para que termine el confinamiento. Es el Espíritu de Dios que viene también a sostener nuestra carne.
El Gobierno federal ha señalado que a partir del 15 de junio, en algunas regiones de México, se podrán reanudar las actividades religiosas. No obstante el entusiasmo que la noticia ha suscitado, hemos de tomar este anuncio con prudencia y esperar pacientemente las indicaciones de nuestros obispos. Lo cierto es que el Pueblo santo de Dios anhela la Eucaristía, porque es en la Eucaristía donde Jesús «nos da su cuerpo –enseñaba san Juan Crisóstomo– a fin de que, uniéndonos a él, podamos tener parte en el Espíritu Santo». Mientras ese momento se acerca, como miembros de Cristo preparémonos tratando nuestros cuerpos con santidad.