Xandra Luna/ Escritora
Mientras preparaba una entrega para Substack y para este periódico, me encontré con algo que me sorprendió profundamente. Revisaba mi galería de fotos y al elegir una imagen descubrí, casi escondido y hasta entonces invisible para mis ojos, un gran arcoíris.
Mi asombro fue mayor porque días antes había escuchado en YouTube una reflexión sobre los arcoíris. En menos de tres días ya había visto uno, y poco después apareció otro en otra de mis fotografías. Recordé la canción de Tiziano Ferro El regalo más grande y pensé: sí, es un regalo de Dios.
Creo que, si logramos silenciar el ruido de la vida diaria, podemos descubrir esos pequeños obsequios que el Señor coloca en nuestro camino. Son como pistas, como huellas amorosas. Y al escuchar nuestro corazón, es Él quien nos habla, es el Espíritu Santo haciendo su obra.
Hace unos días, platicando con una hermana del retiro de ACTS, ella me dijo: “Xandra, Dios nos está hablando todo el tiempo”. ¿Les comparto algo?, yo, en mi vida que a veces parece tan cotidiana y trivial, elijo escucharlo, verlo y sentirlo. Porque sin Él, todo me es tan vacío.
¿Cómo podemos escucharlo cuando nos habla?, soltemos por un momento los dispositivos, volvamos a lo esencial y enamorémonos de esos regalos escondidos, como huevos de Pascua dispersos en la vida. Regalos que a veces vienen en forma de:
* Un cumplido inesperado.
* Una invitación imprevista a desayunar, cenar o tomar un helado.
* El canto de los pájaros o la gracia de tu mascota.
* Dinero que aparece en tu cartera.
* Un asiento cedido en el transporte público.
* El descuento sorpresivo de una compra.
* Una invitación al teatro que no esperabas y termina llenando tu alma.
Son detalles sencillos, pero cargados de sentido. Todos nos recuerdan que no estamos solos, que Dios se hace presente en lo ordinario y nos invita a mirar con otros ojos.
Mientras escribo estas líneas confieso que mi corazón duele. Algunos dicen que el corazón no puede doler, otros aseguran que sí. Yo puedo afirmar que a mí me duele, y con frecuencia. He compartido en entregas anteriores que estoy atravesando procesos de sanación y aprendizajes duros, difíciles y profundos. Sin embargo, también sé que esas mismas experiencias son sostenidas por estas certezas y por la mano de Dios.
Alejarnos un poco de la rutina también ayuda. A veces basta con caminar por un parque, poner los pies en el césped, abrazar un árbol, hacer senderismo, andar en bicicleta, pasear a tu mascota o simplemente sentarse en una banca a contemplar. No importa la actividad: lo importante es encontrar aquello que te conecta contigo mismo, porque al hacerlo te estás conectando con Dios.
Y aunque muchas veces sentimos que no tenemos tiempo, conviene pedirle a Dios que nos regale esos momentos de encuentro. Porque ahí, en lo más simple, están escondidos los regalos que alimentan nuestra alma y nos devuelven la paz.
Eso es lo que me ayuda a sanar, a volver a mí, a recibir con gratitud esos “huevos de Pascua” que aparecen en el camino. Y cada vez que los descubro, no puedo más que decir: Gracias, gracias, gracias.
Nos vemos en la siguiente entrega.































































