Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ director de Presencia
Para quienes somos hispanoamericanos, España está en nuestro corazón. La llamamos «Madre Patria» por su influencia en nuestra identidad. Las decisiones que toman sus políticos y el rumbo que toma la sociedad española, tienen una fuerte repercusión en lo que puede suceder en América latina. La aprobación de la ley de la eutanasia por el Congreso español debe dolernos a quienes en el pasado heredamos, de nuestros hermanos europeos, la fe y el amor por la vida. Hoy su gobierno, de corte masónico y ateo, promueve la muerte de sus propios ciudadanos más indefensos, y su decisión amenaza salpicar hasta el otro lado del Atlántico.
¡Qué imagen tan grotesca la de los parlamentarios prorrumpiendo en largos aplausos para celebrar la muerte! Vinieron a mi mente los brindis y los griteríos festivos del senado de Nueva York en aquel enero de 2019 después de ser aprobada una de las leyes del aborto más liberales en Estados Unidos. Vitorear las leyes que permiten que los padres maten a sus hijos no nacidos, y que los hijos se conviertan en asesinos de sus padres ancianos o enfermos es una derrota de la humanidad y un expresión de la más flagrante barbarie.
La ley de la eutanasia, ahí donde ha sido aprobada –España se convierte en el sexto país que la admite– el abanico de candidatos al suicidio asistido comienza a desplegarse. Inicia con el motivo extremo de los ancianos enfermos terminales que tienen dolores insoportables, y termina con jóvenes y niños que ya no quieren vivir, o cuyos padres deciden que sus hijos enfermos deben morir. Comienza con el derecho del paciente a solicitar la muerte, y acaba con el empujón que le propinan los médicos o familiares al enfermo indeciso. Principia con dolores físicos insoportables, y finaliza con cualquier estado depresivo.
Con la ley del suicidio asistido brotan las preguntas sobre el significado de la vida. Esta, en primer lugar, deja de ser un don que se recibe y se respeta; deja de ser un derecho que se tutela para convertirse en una decisión a placer de alguien más, con el respaldo del Estado. ¿Quién nos quiere hacer creer que existe el derecho a la muerte, por más que se maquille con el término «muerte digna»? ¡Sólo existe el derecho a la vida! La comunidad y las leyes deben de defender este derecho y brindar cuidados paliativos al enfermo que sufre, es decir, brindar aquellos tratamientos que minimizan los dolores del paciente y le ayudan en su calidad de vida.
Si ser hombre significa venir a un mundo donde la existencia debe transcurrir solamente entre plácidos algodones, con los mínimos dolores e incomodidades, hay que renunciar a ser ese tipo de hombre. Una vida que huye del sufrimiento –aún el sufrimiento extremo– no vale la pena vivirse. Sólo en el dolor –las cruces de la vida– nos forjamos como verdaderos seres humanos, y sólo en el cuidado y la protección a los débiles, aunque conlleve sacrificios, brota lo mejor de nuestra humanidad. Una anécdota ocurrida hace algunas décadas nos ilustra.
En septiembre de 1972, el dramaturgo francés Henry Montherlant, quien se había quedado casi ciego después de un accidente, tomó cianuro y se pegó un tiro en la cabeza por si el veneno fallaba. En su carrera de escritor siempre había valorado la vida humana por sus perfecciones y consideraba la vida enferma, en el cuerpo o en el honor, como indigna de ser vivida. En cuanto mermaron sus facultades visuales, Montherlant se pegó el balazo. El triste desenlace de su vida fue coherente con las ideas que él escribió.
Treinta años antes del suicidio del literato, el padre dominico Jean de Menasce predicó en un convento de religiosas en Suiza donde encontró, en la enfermería, a dos monjas ancianas grotescamente deformadas por una parálisis. Las religiosas ironizaban dulcemente sobre su estado y pasaban el tiempo rezando por el mundo, pues era el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. Una de ellas le confió al padre Jean que le preocupaba mucho un primo suyo que escribía «novelas terribles» y que se llamaba Henry de Montherlant.
Mientras que el suicidio de Montherlant tuvo amplia difusión, la anécdota de la monja deformada por la enfermedad es desconocida para muchos. En su libro «Tenga usted éxito en su muerte», Fabrice Hadjadj dice sobre la religiosa: «Las oraciones por su primo están grabadas en lo invisible. Encierran un poema más bello que toda su gloria literaria. Él, disminuido por la enfermedad, pensó que su dignidad era, en una última muestra de dominio, suprimirse antes de naufragar en la impotencia. Ella, grotescamente deformada por la parálisis, pensó que su dignidad era soportarse, en una última muestra de abandono al misterio, antes de naufragar en el Todopoderoso».
La pregunta es, ¿cuál es la actitud más digna que podemos asumir como seres humanos, la del famoso Montherlant, que pensaba que la vida en el dolor era miserable e indigna de ser vivida, o la de su prima la religiosa deformada, que con amor sobrellevaba su enfermedad cuidada por sus hermanas y en el ofrecimiento de sí misma al Todopoderoso? De la respuesta que demos dependerá la decadencia y destrucción de la cultura o la edificación de la civilización del amor.