Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Hace unos días pasaba por una tienda departamental donde mi padre trabajó cuando era joven. El edificio es el mismo y aún conserva su estilo arquitectónico de la primera mitad del siglo XX. Imaginé a mi papá que entraba y salía de aquel edificio; lo pensé caminando por esas calles con mi madre, como pareja de novios, luego como esposos. Mi padre ya no está con nosotros, y me quedé asombrado porque ahora soy yo –salido del cuerpo de mi padre y el de mi madre– quien camina por esos mismos lugares.
¡Qué misterio revela el cuerpo! San Juan Pablo II me ha hecho recuperar el asombro por la realidad de mi cuerpo y el de los demás. Él afirma que solamente el cuerpo humano es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. En su Teología del cuerpo enseña que nuestro cuerpo fue creado para traer a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad de Dios. Creado a imagen de Dios, el cuerpo es la creación más bella y significativa que Dios hizo en todo el universo.
En este día en que celebramos la Ascensión del Señor, valoramos nuestra corporeidad llamada a trascender las fronteras de este mundo para compartir la gloria de Jesús en el Cielo, donde Él está sentado a la derecha del Padre. Es increíble.
Por un momento podemos mirarnos cada uno en el espejo. La imagen que vemos no es un caparazón donde cada uno habita. No es sólo un cuerpo ni cualquier cuerpo. Eres tú. Soy yo. Tu cuerpo, mi cuerpo, hacen visible nuestras almas invisibles. No somos un alma en un cuerpo, sino que nuestros cuerpos somos nosotros mismos. Tu cuerpo y el mío son un signo que apunta a una realidad que trasciende el mundo. Son una señal del misterio de Dios. La Ascensión de Cristo nos lo recuerda.
Estas palabras, quizá, parezcan demasiado existenciales, pero es necesario que tomemos conciencia de la grandeza de nuestra realidad corpórea. Si no lo hacemos así, trataremos nuestro cuerpo con dejadez o con desprecio; y así también trataremos así el cuerpo de los demás.
La violencia, las drogas y el narcotráfico se han vuelto plagas que parecen ser irrefrenables. El tráfico humano y las migraciones masivas están triturando las vidas de miles de personas. El aborto, la miseria y el hambre; la eutanasia, los suicidios y la destrucción de la Familia; la ideología de género; el globalismo como proyecto político… son expresión de la mirada tan oscurecida que hoy tenemos sobre el cuerpo humano. Lo tratamos como cosa, como mercancía de compraventa o contenedor que se puede desechar. Nos hemos quedado ciegos para descubrir su dimensión espiritual y divina.
El cuerpo es tan digno y tan importante que lo que resulte de las elecciones del 2 de junio repercutirá para mejorar o para degradar las comunidades donde vivimos. En esas comunidades viven hoy nuestros cuerpos y los de los niños; y pronto estarán los cuerpos de los nietos y los bisnietos. Nuestros cuerpos desaparecerán y sólo nos llevaremos las buenas obras que hayamos hecho por dejar una mejor tierra para los demás. ¿Qué mundo les heredaremos?
No salir a votar el 2 de junio sólo por apatía es una falta de respeto al propio cuerpo y al cuerpo de la comunidad. Es no tomar en serio los intereses de Dios, que quiere la mejora de las condiciones para su pueblo. No votar es renunciar a un deber con el bien común y, por lo tanto, es un pecado de omisión grave que habría que expiar, avergonzados, en el confesionario. Por amor a nuestros cuerpos, que son signo de la presencia de Dios en el mundo, vayamos encarecidamente a votar el 2 de junio.