Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
El capítulo XIV del evangelio de Marcos inicia con una manifestación de amor hacia Jesús, protagonizada por una buena mujer (vv. 3-9). Es la crónica de una caricia que se vio ensombrecida al quedar enmarcada por amenazas de engaño y de muerte contra él, por parte de autoridades judaicas (vv. 1-2) y por la traición de Judas. (vv. 10-11). “Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo prenderlo con engaño y matarlo. Pues decían: «Durante la fiesta no, no sea que haya alboroto del pueblo»” (Mc 14,1-2).
En las vísperas de la mayor celebración de la Pascua los que se decían ser hombres justos que en todo actuaban con apego a la voluntad divina, se disponían a transgredir el quinto mandamiento: No matarás.
Por sus acciones en favor de la verdad, Jesús se había convertido en un peligro para el centro del poder judío que, con artificios, tramaban novedosas calumnias en su contra. Los sumos sacerdotes y los escribas elucrubaban cómo arrancar a Jesús del mundo de los vivos. Él se mantenía erguido y sereno, aunque oprimido por una inefable tristeza creciente; pero de pronto llegó un consuelo callado desde el vivo corazón de una buena mujer que en sus manos sostenía un fragante obsequio: “Estando él en Betania, en casa de Simón el leproso, recostado a la mesa, vino una mujer que traía un frasco de alabastro con perfume puro de nardo, de mucho precio; quebró el frasco y lo derramó sobre su cabeza” (Mc 14,3).
Enterada de la presencia de Jesús en casa de Simón, ella buscó entre sus cosas algo que le permitiera no presentarse ante el Señor con las manos vacías. Era María, la hermana de Lázaro (cfr. Jn 12,1-3), quien para obsequiar a Jesús, echó mano de su pequeño tesoro, un frasco de alabastro, de una sola pieza, monolítico, de altísimo valor, de perfume de nardo sin diluir, que en su estado más puro se convertía en una divisa de gran valor.
Siguiendo el impulso de su corazón, quebró el alabastro, que frágil sucumbió, y el recinto quedó inundado por su exquisita fragancia. Luego lo vertió en la cabeza de Jesús, y el perfume dibujó, obsequioso, el amor puro prodigado a quien es el autor del aroma de la brisa del mar, de la tierra húmeda, del follaje de los bosques y de las flores.
La ofrenda de amor de aquella mujer provocó celos en unos y envidia en otros: “Había algunos que se decían entre sí indignados: «¿Para qué este despilfarro de perfume? Se podía haber vendido este perfume por más de trescientos denarios y habérselo dado a los pobres». Y refunfuñaban contra ella. Mas Jesús dijo: «Déjenla. ¿Por qué la molestan? Ha hecho una obra buena en mí. Porque pobres tendrán siempre con ustedes y podrán hacerles bien cuando quieran; pero a mí no me tendrán siempre. Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo les aseguro: dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya»” (Mc 14,4-9).
Jesús era merecedor de ese obsequio de amor, pero Judas prostituyó el regalo fijándole un precio: más de trescientos denarios. No era cantidad pequeña, aunque ¿cuánto vale una sonrisa de Jesús? ¿Cuál es el precio de la caricia de Dios?
Con firmeza, Jesús les ordenó: Déjenla. Luego los exhortó a identificar sus sentimientos al preguntarles: ¿Por qué la molestan? Y les hizo reconocer que ella se había conducido con bondad: Ha hecho una obra buena en mí.
Después, el Señor se dirigió a sus discípulos y pronunció una lamentable profecía al decir: a los pobres los tendrán siempre con ustedes. Y de inmediato pronunció el mandato de hacer por ellos todo el bien que se quiera y deba hacérseles. Pero el amor al prójimo no suple el amor a Dios. Hacer el bien a los demás y amar al prójimo es una sublime ofrenda que le complace a Dios, pero no es posible amar en plenitud si no se ama al amor, y Dios es amor.
Jesús miró más allá del perfume de nardo y vio en el obsequio de aquella mujer el rito de la unción de su cuerpo muerto; así lo recibió y así lo reveló al aceptar tal devoción. Ella reconoció en Jesús al Mesías, por ello lo ungió en las vísperas de su Pasión y Muerte, y por ello su memoria quedó inmortalizada en el anuncio del Evangelio. Y Jesús asoció, así, su muerte con su Resurrección.