Presentaremos durante la Cuaresma 2023, estas reflexiones de José Luis Martín Descalzo sobre los momentos de la vida de Jesús hacia su Muerte y Resurrección…
José Luis Martín Descalzo
Toda predicación cristiana empieza por la cruz. Así lo entendió san Pedro en aquella mañana de pentecostés, en la hora del fuego. Estaban aún los apóstoles desconcertados ante los muchos y vertiginosos acontecimientos que en pocos días les había tocado vivir, cuando el fuego de Dios descendió sobre sus cabezas y sus almas y, de repente, lo entendieron todo: la vida y la muerte, la resurrección y la esperanza. Fue entonces cuando se dieron verdaderamente cuenta de quién había estado entre ellos y por qué había muerto y también por qué la muerte era incapaz de conservarlo entre sus garras. El Espíritu santo se les subió a la cabeza como un vino de muchos grados. Y entendieron que tenían que comenzar a gritar por todas partes el nombre de Jesús.
Pero ¿qué dirían de él? ¿Por dónde empezarían? Pedro lo entendió perfectamente. Y, subido en las escalinatas del templo, en las que tantas veces había predicado su Maestro, pronunció el primer pregón pascual de la historia, el sermón que, a lo largo de dos mil años, sería el resumen de toda predicación cristiana:
Varones israelitas: El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, el Dios de vuestros padres, ha glorificado a su siervo, Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se soltara a un homicida. Disteis muerte al Príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos: yo sé que lo que hicisteis, lo hicisteis por ignorancia. Pero Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados. Dios, resucitando a su Siervo, os lo envía a vosotros primero, para que os bendiga al convertirse cada uno de sus maldades (Hech 3, 12-26).
Significado de la cruz
Este es, a fin de cuentas, el compendio de toda la fe cristiana. Pero ¿cómo anunciarlo hoy a un mundo al que nada repugna tanto como la cruz? ¿Cómo explicarlo a una civilización que identifica la felicidad con el placer y la grandeza con el poder y la violencia? Si la cruz fue siempre un escándalo ¿no lo será hoy más que nunca?
Moltmann ha plantado en el centro de la teología contemporánea la más definitiva de las preguntas:
“¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina sobre un montón de cadáveres?”
Es cierto: nunca en su historia vivió el mundo más intensamente esta gran paradoja: vivimos rodeados de muerte y jugamos a ser felices. Hemos declarado como dogma el progreso y estamos convencidos de caminar hacia el mundo mejor cuando todos nuestros senderos están llenos de dolor y de muertos. ¿Y qué haremos los cristianos: atrevernos a señalar la cruz y el Crucificado como centros de nuestra fe o embarcarnos también en el dulce optimismo de una religiosidad consoladora? Dejemos hablar de nuevo a Moltmann:
“La cruz ni se ama ni se puede amar. Y, sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia el mundo, porque ya no teme a la muerte. El crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticipado de que él es el que libera al hombre del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la Iglesia y la teología vuelvan a encontrarse con el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la Iglesia de Cristo y teología cristiana.”
Tentación de los cristianos
Este es, efectivamente, el único problema: o la Iglesia y los cristianos redescubren que son Iglesia de la cruz y seguidores del Crucificado o dejan de ser Iglesia de Cristo y cristianos. Todos los demás son problemas menores y que sólo a esa luz encuentran respuesta. La pregunta decisiva que cada uno ha de responder es ésta: ¿Qué significan para mí y para el mundo la cruz y el Crucificado?
Porque la gran tentación de los cristianos de hoy es ésta: Como el mundo moderno no digiere la cruz, hagámosle un Cristo «ad usum delphinis»; suavicémoslo; ofrezcámosle un Jesús que pueda entender, tal vez acepte un Cristo despojado de sangre y de todo elemento sobrenatural; démosle un Maestro que le sea «útil» para mejorar la superficie de este mundo, aunque con ello tengamos que arrancarle todo lo que le caracteriza; sirvamos una fe digerible; hagamos como el profesor que ofrece como solución a los problemas no la que cree justa sino la que sus alumnos desean y esperan; adaptémonos a la «mentalidad» de los hombres de hoy, aunque, al hacerlo, dejemos de darles el oxígeno que precisamente ellos necesitan.
El escándalo de la cruz
Todos los humanismos han chocado con la cruz. Para los romanos una «religión de la cruz» era algo antiestético, indigno, perverso. Cicerón decía:
“Todo lo que tenga que ver con la cruz debe mantenerse lejos de los ciudadanos romanos, no sólo de sus cuerpos, sino hasta de sus pensamientos, ojos y oídos”.
Sí, iba contra las buenas costumbres el hablar ante personas decentes de aquella muerte repugnante que era propia exclusivamente de esclavos. La idea de venerar a un Dios crucificado era algo incomprensible para el hombre pagano.
La cruz no figuraba entonces en los tronos ni en las coronas. No era signo de triunfo en las batallas o en las iglesias. Era simple escarnio, vergüenza humana, irrisión.
Cristo sería el primero en experimentar esta dificultad cuando se atrevió a anunciar a sus apóstoles su muerte dolorosa. Pedro, entonces, lo toma aparte y lo reprende como audazmente dice Marcos (8, 31-32). Era, realmente, demasiado pedir entonces a los apóstoles que entendieran el misterio y escándalo de la cruz.
Más tarde, con el paso de los siglos, hemos ido evitando el escándalo de la cruz con la más hábil de las técnicas: acostumbrándonos a ella o convirtiéndola en signo de triunfo o de sentimentalismo. La hemos colocado en lo alto de los tronos y de las coronas, en las torres de los templos, en el pecho de las señoras. La hemos bañado en oro o cubierto de rosas.
Pero el mayor de los desconciertos no es que los humanismos rechacen la cruz, sino que los cristianos nos hayamos acostumbrado a vivir con ella sin que sea ya un escándalo y una espina para nosotros. Muchas cristologías marginan hoy el tema de la cruz y parecen reducir el mensaje de Jesús a una revolución política. Muchos cristianos conservadores quitan a la cruz todo lo que tiene de revulsivo para el mundo en que vivimos y la reducen a sentimentalismo. Y así hemos llegado a un tiempo en el que ¡la cruz ya no escandaliza! ¡No escandaliza porque ya nada significa!
Es cierto: no se puede hablar de la cruz sino temblando. No podemos acercarnos a ella sin descalzar el alma: es tierra de fuego. Es una provocación que nos aleja de todas las utopías de este mundo y separa la fe auténtica de toda superstición. No facilita recetas de triunfo. Nos lleva a una liberación que no se hace sin antes despojarse de todas las falsas libertades. No invita a sentir, sino a cambiar. Es tierra peligrosa. Es la gran revolución, la gran contradicción. Despojada de esta contradicción, la cruz se convierte en un ídolo que invita a la autocomplacencia y no a la conversión como debe hacer toda cruz auténtica. Asumirla supone oponerse a todos los fetiches, a todos los tabúes de nuestra sociedad. Supone apostar y solidarizarse con todas las víctimas de nuestro tiempo como aquel Crucificado que se hizo su hermano y su libertador.
La cruz en el nuevo testamento
Porque la cruz es el centro incluso de la prehistoria de Jesús. Su sombra se proyecta no sólo sobre toda su vida, sino incluso antes de que él naciese.
Esa sí la razón por la que, a todo lo largo de las páginas del antiguo testamento, se va dibujando, junto a la imagen del Mesías triunfante, la otra imagen del Siervo sufriente. Porque, efectivamente, como dice Von Balthasar, toda la existencia de Israel converge en el triduo sacro.
(En el nuevo testamento), los apóstoles, que no entendieron esta omnipresencia de la cruz mientras Jesús vivió, la descubrieron tras su resurrección. Y la convirtieron en el eje central de su predicación.
Y ya no hablarán de esta muerte como de un hecho más, como de un dato histórico entre otros, sino como el eje central que todo lo aclara y resume.
¿Por qué hacían esto los apóstoles? ¿Hablaban tanto de la muerte para explicarse aquello que no entendían y les asustaba? ¿Trataban de aclarar lo que encontraban oscuro? O, por el contrario, ¿es que eran conscientes de que la cruz fue realmente algo decisivo en la vida de Cristo? ¿Reflejaban el hecho de que Jesús vivió con el horizonte de la muerte siempre presente, como una sombra que ie persiguiera?
Podríamos responder a estas preguntas con una experiencia muy sencilla: tomar unos evangelios y subrayar en ellos todo lo que huele a cruz, todo lo que anuncie o presienta la pasión. ¡Nos encontraríamos con todo el evangelio subrayado!
Es cierto: el evangelio entero está escrito desde el paradigma de la cruz que viene. Recién nacido, Simeón anuncia a su Madre que la vida de este niño será dramática y que una espada traspasará su alma (Le 2, 36). Y, recién nacido, tiene que huir porque ya los cuchillos de Herodes le amenazan (Mt 2, 13). En sus parábolas, incluso en las más sencillas, aparece la alusión a la tragedia…
No es, por todo ello, difícil concluir que el nuevo testamento en su conjunto es un ir y venir hacia la cruz y la resurrección.
Encarnacionismo o Redencionismo
¿Por qué acumulo todas estas citas en esta antesala de la pasión de Cristo? Porque me parece que este es un problema vital para entender la vida de Jesús y porque esta es una cuestión que hoy está en candelero y, con frecuencia, no bien planteada: ¿el verdadero centro de la vida de Jesús fue su encarnación o su redención? ¿Vino Jesús «para» morir o el morir fue sólo un añadido, del que podría hasta haberse prescindido?
Los cristianos de hoy estamos en plena euforia del redescubrimiento del dogma de la encarnación. ¡Bendito descubrimiento! ¡Por él sabemos hasta qué punto el simple hecho de que Dios se hiciera hombre transforma y transtorna toda la vida sobre la tierra! Pero cuando ese gran hallazgo se desmesura entramos en un encarnacionismo que excluye la cruz o, al menos, la minusvalora.
El «encarnacionismo» es, efectivamente un mito para muchos cristianos de hoy. Ese sería, dicen, el verdadero centro del cristianismo. Y, como conclusión, piensan que el cristiano debe atender exclusivamente a su arraigo en el mundo y no pensar en lo que la redención descubre y tiene de muerte de este mundo.
Una tentación así es hermana gemela de la que Satanás propuso a Cristo en el desierto: un cristianismo triunfante. Pero Cristo prefirió un cristianismo crucificado.
No debemos, pues, separar lo que Cristo unió: Jesús no tuvo otra vida que la que iba encaminada hacia la muerte en la cruz. Despojar el evangelio de la cruz es desmedularlo enteramente.
Dos herejías
Al lector de hoy, cuando se adentra en la pasión de Cristo, le asedian dos viejas-nuevas herejías.
Una es esa variante del arrianismo que vuelve a estar de moda en todos aquellos que, obsesionados por el humanismo más exacerbado, creen que el hombre es lo único que cuenta, el centro de todo. Y, consiguientemente, creen que casi le hemos hecho a Dios el favor de «permitirle» ser hombre y creen también que Cristo fue más Cristo en sus horas de triunfo que en las de dolor. La otra herejía de moda es esa forma de nuevo nestorianismo que reduce la pasión de Jesús a un ejercicio de «dolorismo», a una narración en la que lo que cuenta es «lo mucho» que sufrió Jesús, como si se tratara de un titán que ha batido el récord de los sufrimientos. Dos peligrosas herejías. La primera no entiende y oculta la pasión; la segunda la rebaja y descentra.
Por eso es importante recordar que la pasión de Jesús es más que un drama sangriento, más que una anécdota terrible. En la cruz, por de pronto, gira la visión del hombre y se trastorna el rostro que atribuimos a Dios.
Descubrir a Dios
Pero si la cruz nos cambia el concepto del hombre, mucho más nos cambia el concepto de Dios.
El Dios de todas las religiones es el Dios del poder, de la omnipotencia. El Dios de Sócrates es la sublimidad del pensamiento supremo. El Dios de los hindúes es el gran universo que teje todas las existencias individuales. El mismo Dios del antiguo testamento es el Señor de los ejércitos, el hacedor de milagros.
Pero el Dios que vamos a encontrar en la cruz es bien diferente. Como dice Von Balthasar, al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer los más hondo de su gloria. No es ya un Dios de poder, es un Dios de amor, un Dios de servicio. Es un Dios que baja y desciende y así muestra su verdadera grandeza. Deja de ser primariamente absoluto poder, para mostrarse como absoluto amor. Su verdadera soberanía se muestra en el no aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo. Crece entregándose. Por eso el hombre puede amarle, más que adorarle únicamente.
Cruz revolucionaria
La cruz nos descubrirá así al verdadero Dios: al Dios humilde. Y humilde en el sentido más radical de la palabra: el grande que se inclina ante el débil, el todopoderoso que valora lo pequeño no porque reconozca que «también lo pequeño tiene su valor», sino que lo valora «precisamente porque es pequeño».
Por todo esto digo que la cruz es «revolucionaria», porque está llamada a cambiar nuestros conceptos, nuestras ideas sobre la realidad. A cambiar, sobre todo, nuestra vida.
Porque desde la cruz Jesús no nos dice: mirad cuánto sufro, admiradme, sino: mirad lo que yo he hecho por vuestro amor, tomad vuestra cruz, seguidme. Jesús no murió para despertar nuestras emociones, sino para salvarnos, para invitarnos a una nueva y distinta manera de vivir. Una cruz que no conduce al seguimiento es cualquier cosa menos la de Cristo.
Por eso acercarse a la cruz es arriesgado y exigente. Invita a la «segunda conversión». Como le sucedió a san Agustín: primero se convirtió al Dios único y bueno. Y, después, al Dios crucificado. Así lo cuenta en el capítulo siete de sus Confesiones. Porque después de descubrir a Dios aún no era cristiano. Sólo cuando Dios se hizo concreto para él en el Crucificado descubrió que todo el fulgor del mundo redimido brota de la sedienta raíz del Dios paciente.
Sus órdenes a los suyos son tajantes en este sentido: Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga (Mt 16, 24). Y esto no se lo pide sólo a sus discípulos y elegidos. El evangelista tiene buen cuidado de recordar que esta frase fue pronunciada para la multitud junto con los discípulos (Mc 8, 34). Y
Mateo lo dirá más tajantemente: Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
Todos los cristianos auténticos lo han entendido así. Hay que seguir desnudos al Cristo desnudo, clamaba san Jerónimo.
Inventarse, pues, un cristianismo descafeinado, descrucificado, es ignorarlo todo sobre Cristo. Y no es esto una invitación a la tristeza. La verdadera cruz le habla al creyente mucho más de amor que de dolor, o, en todo caso, de ese dolor que surge del verdadero amor. El signo de la cruz no es un adorno, pero tampoco un espantajo. Es una bendición. San Agustín lo dijo hermosamente: Los hombres signados con la cruz pertenecen ya a la gran casa.