P. Jaime Melchor Valdez/ formador del Seminario
El Señor cumple sus promesas
La alegría de la Navidad es manifiesta en muchísimas obras de arte: la pintura, los cantos, villancicos; esculturas y escritos. Sin embargo, es necesario acudir a la Sagrada Escritura para meditar en mente y corazón lo que los textos proféticos en relación al Mesías nos dicen. En ellos durante varios siglos el pueblo de Israel esperó con mucha fe las grandes promesas que alimentaron su confianza en el Dios Único, Quien antaño diera liberación, y que forjara una Alianza. A pesar de sus graves pecados a lo largo de su camino, de su desarrollo como nación, siempre la fidelidad de Dios fue clara. Su amor profundo y su elección se hicieron eco a través de los profetas. Dios sigue escribiendo la historia acompañando a sus pequeños, paternalmente corrigiendo (Cfr Is 7,14; 43,3-5.15-25; Mal 3,1). Aparentemente hubo siglos silenciosos, pero el Señor estaba preparando todo con sabiduría inescrutable.
El Precursor del Mesías (Juan Bautista), ha abierto el camino para que el Salvador sea recibido desde el corazón (Mc 1,2-8). Cada uno de los Evangelios nos muestra la fidelidad de Dios, y así, al enviar a su Hijo, nacido de una mujer (Lc 1,31; 2,7; Gal 4,4), cada palabra de los profetas se hace vida. El Verbo encarnado en María, Jesucristo: verdadero Dios, verdadero hombre, el Emmanuel (Mt 1, 22-23). ¡El Hijo eterno del Padre Celestial se hizo uno de nosotros! (Jn 1,14). La fraternidad de Jesús no es fruto de una ideología, de unas palabras huecas, sino una realidad dinámica de Dios que viene a caminar los mismos senderos de sus criaturas. No viene a mostrar una superioridad inalcanzable, sino todo lo contrario: hecho un bebé indefenso, sometido a las penurias de toda persona humana, viene a mostrarnos las raíces de nuestra dignidad.
Mirar a la Sagrada Familia
La Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios, descubren un camino arduo de fe y confianza incomparable, por parte de María, su Madre, y de quien le adoptaría, dándole el nombre de Jesús, con autoridad otorgada por el Padre Celestial. La aceptación de la voluntad divina en ella, en la Anunciación (Lc 1,26-38), para ser madre, sin perder su virginidad, deja ver cómo María un corazón que conoce profundamente el proceder del Señor. Su disponibilidad da pauta a un canto de gozo para todas las creaturas. Sabemos que estar desposada ya con José, y sin convivir aún, implicaría momentos de crisis para él. Dios resuelve las dudas de este gran varón justo (Mt 1,19-21). Jesús viene a habitar en una familia según el Plan original del Padre: María no es una mujer que llevará sola esta gran encomienda de amor, no será tampoco una protagonista brillante para el pueblo que esperaba a un Mesías al modo de los emperadores de su tiempo (y por qué no decirlo, de muchos gobernantes que también hoy alardean “salvación”). Ella es una mujer sujeta fielmente, y con plena libertad, al camino que el Creador ha forjado: Su esposo, José, la recibió en su casa, y el Niño será su hijo, tiene autoridad terrena sobre él. Un padre y una madre dignos para educar al Hijo de Dios. La paternidad de José manifiesta la sombra del amor tierno del Padre (Cfr. Patris corde). El Plan de Dios es claro…si hubo una promesa en el Génesis con relación a la descendencia de la mujer, quien vencería al maligno (Gn 3,15), es manifiesta la misericordia divina al haber creado a María sin pecado, para ser Madre de su Hijo. La dignidad de la mujer y su maternidad son elevadas porque es a través de ella que nos viene la salvación en persona: ¡Dios es uno de nosotros!… y sin detrimento de su divinidad…y así nuestra humanidad se nos revela o descubre con una vocación eterna.
Decía a propósito de ello, San Atanasio de Alejandría es un “admirabile commercium” (maravilloso intercambio) entre la divinidad y la humanidad. Aún más radicalmente, también: El Hijo de Dios se hizo hombre, para hacernos Dios” (Cfr. De Incarnatione 54,3).
Este pequeño Niño, adorado por los pastores (Lc 2,8-18), y posteriormente por los Magos de Oriente (Mt 2, 1-12) dice mil palabras en su llanto: Dios también llora; Dios también sufre; Dios tiene hambre, frío…¡Dios pertenece a una familia humana!…y arropado por su Madre María y custodiado por José nos dice cuánto vale cada uno para Dios. Decía San Alfonso María de Ligorio (1696-1787): “¡Oh mi Divino Niño!…¡Ah! ¡Cuánto te costó el haberme amado!” (Villancico: “Tu scendi dalle stelle”).
Realidad que nos abre corazón
El Niño Jesús es la esperanza de cada ser humano, porque estos primeros acontecimientos de su infancia fueron atestiguados por los humildes, los sencillos y los que buscaban la verdad. No son convocados los que viven en un palacio (Herodes), ni los que clavaron la mirada en la Sagrada Escritura sin más (Mt 2, 3-6), sino en los que sabiendo que las Escrituras hablaban del Mesías, también confiaron y se dispusieron a buscarlo…y el ángel y la estrella de Belén, respectivamente, les confirmaron sus expectativas. Es decir, Dios Padre ha dispuesto todo y los que aguardaban en la noche, velando llenos de esperanza, corrieron presurosos para ver al Pastor de los Pastores, a la Sabiduría Encarnada del Padre. Ello, nos dicen los Evangelios, les llenó de alegría (Mt 2, 9-11; Lc 2,20)
Esta realidad del Nacimiento del Hijo de Dios, nos ha de hacer abrir el corazón, la mente, nuestra alma totalmente, para que en primer lugar, consideremos el amor de Dios y su fidelidad. Viene a rescatar nuestra humanidad. Nace en una familia bien constituida, donde se respeta la voluntad de Dios, donde cada uno de sus miembros tiene importancia, y confían salir avante en las dificultades. Conocemos bien la historia: En un momento dado, la vida del Niño corre peligro: Herodes quiere matarlo. José es avisado en sueños y tomando a María y a su Hijo, va a Egipto (Mt 2,13-18).
Posteriormente, este varón justo escuchando al mensajero del Señor, llevará a su familia a la región de Galilea, protegiendo nuevamente al Niño, para establecerse en Nazaret (Mt 2,22-23). Allí, la infancia, la adolescencia y juventud del Hijo de Dios, en el silencio ante la humanidad, aprenderá la Ley de Dios, el amor de la familia humana y el valor del trabajo (Lc 2, 39-51)
El amor del Padre Celestial se manifiesta en su Hijo
Jesús nos revela el rostro del Padre, pero también es cierto que Él, hecho hombre, descubre la más íntima verdad del ser humano: vivir el amor en plenitud lleva a tener vida eterna. La obediencia de Jesús al Padre, y su sometimiento pleno en amor y libertad, y como ya hemos comentado, criado en una familia bien constituida, trazan el camino para la felicidad. No es una felicidad basada en cosas que se acaban, sino para la eternidad. La Navidad deja al descubierto que el Padre no quiere es un Dios desconocido y mucho menos indiferente… y que su amor lo llevó a darnos a su Hijo (Jn 3,16). La entrega perfecta de Jesús ha llevado a la humanidad entera a ser digna de entrar en la presencia del Señor (Cfr. Heb 3, 9-13; 1 Jn 3, 16). Ahora corresponde a cada uno dejarse iluminar por su luz que conduce a la salvación. San Juan lo expresa con estas palabras: “La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,9-12). ¿Qué mayor felicidad que sabernos y sentirnos hijos amados del Creador? (Cfr. 1 Jn 3, 1).
Navidad es entonces una oportunidad también para que renovemos nuestro amor hacia el Padre, dejarnos amar por Él y adorar con humildad a su Hijo, quien, hecho uno de nosotros, viene a restaurarnos, a darnos conciencia de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Y en su abajamiento nos ha abrazado como hermanos.
Qué nos dice Dios hoy
Las crisis que la pandemia del virus Covid-19 ha provocado nos han desestabilizado sobremanera, y a su vez nos vuelven testigos de distintas situaciones en las que nos creíamos inconmovibles: La visión de la realidad de nuestra fragilidad; la dolorosa pérdida de seres queridos, amigos y familiares; la situación económica resquebrajada y el desempleo; la incertidumbre; la angustia; el miedo y los efectos que ha conllevado, etc. Todo ello necesariamente despiertan interrogantes que de antaño la sociedad actual no “re-formulaba”: “¿Qué es el hombre?” “¿Dios existe?” “¿Tiene sentido creer?” “¿Hay vida eterna?”… Quizá, por estar distraídos en el mundo de las redes sociales; el letargo del individualismo; una “espiritualidad” aislada; las drogas; el llamado “pansexualismo”; el secularismo, viviendo “a gusto sin Dios” porque “la ciencia ya todo lo ha resuelto” se nos olvidó que cada uno existe para trascender.
La Navidad viene a decirnos una vez más que el ser humano tiene una dignidad tal que Dios mismo en persona se lo muestra al haberse encarnado. Las seguridades que las ideologías, la tecnología, la mercadotecnia y demás realidades materiales continuamente ofrecen, en realidad se están desmoronando frente al combate de un virus.
Sin embargo, la Navidad, no como una fecha celebrativa, ni los colores, luces e imágenes que dejan la vista dañada, sino como la realidad del amor de Dios, quiere nuevamente enraizarnos o mejor dicho, “re-ligarnos” a nuestra vocación original. Ser hijos de un mismo Padre, y hermanos en Jesús, quien, por su encarnación, ha hecho aún más patente que el fin de cada ser humano no se agota en lo que los sentidos le permiten percibir. De ninguna manera, pues la vida en este mundo, que conlleva alegrías, dolores, sufrimientos, incertidumbres, enfermedades y la muerte, el Hijo de Dios la ha asumido. Recordemos que nada le ha sido indiferente. Sin embargo, Él mismo nos hace un llamado a alegrarnos porque si aceptamos la vida que nos ofrece, las tormentas que inevitablemente hay en el mundo, se asumen en una perspectiva que nos viene a hacer madurar y confiar en Él, que todo lo puede.
Hay mucho sufrimiento en el mundo por esta pandemia, pero también somos testigos de lo que el ser humano puede llegar a enfrentar para llevar consuelo a quienes de cerca están siendo tocados por la enfermedad. Jesús ha sido el primer solidario: Dios hecho hombre viene a transitar, el “Emmanuel” (Dios-con-nosotros).
Qué es la Navidad
Contemplemos el Misterio del Pesebre, en donde el Padre nos invita, como a los pastores y a los Magos, a alegrarnos porque su Hijo en medio de nosotros viene a erradicar todo aquello que daña al ser humano. Reconocer y adorar al Niño Jesús significa reavivar la fe, la esperanza y el amor, porque Dios es fiel, cumple sus promesas, no nos defrauda, y su amor llegará hasta el extremo. El Hijo dio la vida para que nosotros la tengamos en abundancia (Jn 10,10).
La Navidad, es decir, el Nacimiento del Señor, no es en absoluto una celebración acabada en una fiesta “paganizada”. Es todo lo contrario: Es encender en el corazón las razones más profundas del ser humano para su existencia. ¿Qué significa esto? Redescubrir el amor gratuito de Dios en su Hijo (Cfr.1Jn 4,10); imitar la solidaridad de Jesús; reconocer la necesidad absoluta de Dios en mi vida personal; anunciar que el amor de Dios no se agota en mí, sino que a través de mí se puede expandir (Cfr.1Jn 4,11); que puedo confiar que Jesús me conduce a la verdad sobre mi persona para llegar a ser libre (Jn 8,32.36), porque da vida eterna (Cfr. Jn 10,28).