Dicen las encuestas que la gente dedica poco tiempo a la oración. Yo lo lamento muchísimo porque el mundo, si la gente orara, sería un lugar mucho mejor para vivir.
Tendríamos también personas más serenas, con más paz interior y las familias no padecerían de tantos dolores de cabeza. Me atrevo a decir que si el mundo marcha muy mal es porque el mundo ora poco o, de plano, no ora.
Los sacerdotes nos damos cuenta de que hay cristianos que se acercan a la Iglesia cuando el agua les llega a los aparejos. Entonces comienzan a rezar para pedirle a Dios que los saque de su problema y, al ver que el cielo no se abre, caen en el desánimo y abandonan la plegaria. En casos extremos llegan a afirmar que orar es una actividad completamente inútil y que Dios debe ser, seguramente, un personaje mitológico lejano al mundo en que vivimos.
Hay personas no creyentes que se burlan de la oración. Dicen que se trata de una sugestión mental con efectos consolatorios, un hablar con gnomos o hadas imaginarias para tratar de cambiar la marcha del mundo. Y se ríen de nosotros los creyentes llamándonos pobres ilusos, ingenuos o bobos.
Sin embargo somos nosotros, los creyentes, quienes en realidad podemos sonreír ante la necedad de aquellos que solamente confían en sus fuerzas para cambiar el mundo.
Ellos creen que con marchas, plantones y protestas cambiará el estado de las cosas.
Les encantan los discursos de lucha de clases. Todo lo condenan. Viven enojados. Adoran a la diosa razón, a la ciencia y al compromiso social como la panacea universal para solucionar los problemas de la humanidad.
Somos nosotros los creyentes quienes podemos aportar más que ellos para que el mundo sea más feliz y haya más optimismo. ¿Acaso son más eficaces los lamentos y los discursos amargos para avanzar hacia una sociedad que viva en armonía? ¿No son ellos, los que teórica o prácticamente han declarado la muerte de Dios, quienes con sus teorías están volteando la sociedad al revés?
Para los no creyentes rezar no cambiará el mundo. Pero nosotros estamos convencidos de que sí puede hacerlo, por la sencilla razón de que la oración es fuerza para que nuestra pobre humanidad se levante de sus miserias y vaya por el camino del bien. Aguiló lo dice:
“Un rezo no va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda sobre el barro de sus debilidades y halle una luz que le infunda fortaleza y convicciones”.
El mal es una amenaza constante para la vida humana y social, y aquel que no ora, pronto se verá envuelto por alguna forma de maldad. Sólo la oración nos ayuda a contrarrestar estas fuerzas malignas que acechan las almas que habitan el mundo.
Muchos consideran inútil orar porque, argumentan, no hay respuestas de parte del Cielo; dicen que a nadie escuchan y que es como dirigirse al vacío. Dice Aguiló que “Nadie profano en la música consideraría inútil un piano por el simple hecho de haber obtenido una penosa melodía al teclearlo al azar. El problema no es que la oración sea inútil, sino que hay que aprender a hacer oración”.
Una persona que lleva una vida organizada de oración es alguien que no sólo encuentra esperanza y consuelo para superar sus problemas personales, sino que toma la fuerza y la inspiración para mejorar el entorno de su comunidad. La falsa oración busca fugarse del mundo para encerrarse en un mundo espiritual desencarnado del nuestro. La verdadera oración es contemplación de Aquél que se hizo hombre y que, con su palabra, nos anima y nos inspira para construir un mundo mejor. Y nos libra de la frustración de no ver los resultados de nuestros esfuerzos porque estos dependen de Dios, no de nosotros.
A nosotros nos toca, como enseñaba san Benito, orar y trabajar, con la promesa de que nos acercamos a la vida futura, a un país mejor que el nuestro.