Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
El doctor Bert Keizer llegó puntual a la cita para provocarle la muerte a su paciente. Lo había hecho tantas veces que ya era su costumbre inyectarlos y verlos morir. Kaizer trabajaba para Levenseindekliniek, que significa «Clínica para morir» institución privada en Holanda que en 2017 aplicó la eutanasia a 750 personas. Ahí los pacientes solicitan la muerte a domicilio y cualquiera de los 60 médicos de la clínica acude a cumplir la demanda.
Aquel día Kaizer se estremeció. Al llegar acompañado de una enfermera a la casa del paciente, encontró a más de 30 personas que animadamente bebían, charlaban, gritaban y reían. «Con este ruido, ¿cómo lo hago?», pensó. El hombre que iba a morir alzó la voz para callar a todos: «Muy bien, chicos». Todos entendieron, guardaron silencio, sacaron a los niños de la habitación y el doctor Kaizer aplicó la inyección.
En la parte final de un documental de YouTube sobre dicha clínica, se muestra también a un médico que aplica una transfusión letal a una mujer mayor, sentada en un sofá de la sala de su casa, junto a su marido, sus parientes y amigos más cercanos. Todos conversan con ella despidiéndose y, justo antes del pinchazo, el marido la cubre de besos en la boca. El médico procede a inyectarla y mientras la muerte llega lentamente, una de las mujeres que la acompañan rompe a llorar. Una vez muerta la señora, el médico sale afuera a fumar tranquilamente un cigarrillo.
Ese hombre y esa mujer que murieron por inyección letal pertenecen al cada vez más numeroso grupo de personas que mueren por eutanasia en Holanda. Hoy el 4 por ciento de las muertes en los Países Bajos son por este motivo. A partir de los 16 años la eutanasia está permitida. Sin embargo una persona desde los 12 años puede solicitarla, con el consentimiento paterno. En caso de los bebés existe un protocolo que confirma que si el recién nacido está sentenciado a llevar una enfermedad y con grandes dolores, se le puede procurar la muerte, con la autorización de sus padres.
Enseña «Samaritanus bonus», el último documento vaticano sobre el acompañamiento en la fase terminal de la vida, que las personas que defienden la eutanasia son incapaces de descubrir que la vida humana tiene un valor incomparable. Guiados sólo por criterios de utilidad, creen que la vida sólo vale la pena vivirse si ofrece bienestar físico, belleza y deleites psicológicos o emocionales. Cuando la vida cruza por momentos que se consideran insoportables, los defensores de la eutanasia apelan a una compasión falsa y piden asistencia en el suicidio. No se dan cuenta de que la verdadera compasión es el acompañamiento, el cuidado y el ofrecimiento de medios para aliviar el sufrimiento.
Nuestras sociedades están cada vez más enfermas de individualismo, esa enfermedad del espíritu humano por la que la persona se convence de que no necesita a Dios ni a los demás para salvarse ni para ser feliz. Es la soledad la que lleva a vivir en desconexión con los otros. El individualismo no permite descubrir que nuestra vida depende del prójimo y de Dios, y así se cierra a la solidaridad, a la caridad y a la asistencia social, a tal grado de que se ve el suicidio asistido como un acto legítimo.
Decía san Agustín en «La Ciudad de Dios»: «Dos amores construyeron dos ciudades. El amor a sí mismo hasta llegar al desprecio de Dios edificó la ciudad de Babilonia, mientras que el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo levantó la ciudad de Jerusalén». La eutanasia no es sino una terrible expresión del falso amor a uno mismo, a los demás y a Dios. Holanda y todos los países que van siguiendo su ejemplo están abriendo la desconfianza al mundo médico, al Estado y a la propia familia. De esa manera hacen realidad aquello que dijo Jean Paul Sartre: «El infierno son los otros».
¡Qué pobreza de alma tienen los partidarios de la eutanasia! Desconocen la sabiduría que entrañan los sufrimientos de la vida. Dios nos conceda tener un conocimiento profundo de su amor a través del dolor. Que nos abra el corazón y nos muestre el sentido oculto, no sólo de las experiencias alegres sino de las que son amargas y difíciles de llevar. Que aún en el dolor descubramos su presencia y su amor desmesurado por nosotros.