Felipe Monroy/ Periodista Católico
Gran escándalo internacional han causado las sistemáticas y crecientes agresiones a la libertad de expresión y la libertad religiosa en Nicaragua; por supuesto, es claro que desde el poder político del régimen de Ortega hay una inquietante urgencia por acallar no sólo a la disidencia política sino a toda libre asociación que cuestione o proponga otra visión a la institucionalización de ese extraño neo sandinismo que se autodefine como revolucionario, cristiano y socialista. El tema es añejo y dista de ser simple; aunque haya sectores ideologizados que insistan en ver sólo un lado del conflicto, radicalizando y sustentando su opinión más en sus propios intereses que en las urgencias reales del pueblo centroamericano.
De sobra se sabe que el proceso electoral del 2018 en Nicaragua estuvo dolorosamente marcado por la brutal represión de movimientos y actores políticos disidentes al régimen. Ha sido ampliamente documentado cómo el gobierno utilizó recursos de la fuerza pública para someter a incipientes levantamientos de organización política. Diversos organismos internacionales han denunciado cientos de violaciones a las libertades civiles: arrestos y detenciones arbitrarias, limitaciones al ejercicio de libertades políticas y sociales, intimidación a la asociación pacífica, persecución de la libertad de expresión, uso innecesario o desproporcionado de la fuerza policial, tortura y, claramente, coacción a la libertad religiosa.
Desde entonces, junto a no pocos sectores sociales, algunos ministros de culto y ciertos grupos de creyentes católicos han sufrido un permanente asedio por parte del régimen y los no pocos partidarios del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Pero léase con cuidado esto último: no todos los ministros de culto y no todos los grupos de creyentes católicos padecen persecución.
Hay algo que desde el exterior parece que no se quiere ver para justificar las parciales opiniones respecto al régimen y la crisis político-social que alimenta; pero los periodistas nicaragüenses, tanto de los medios confiscados por la dictadura (La Prensa, El Confidencial y 100% Noticias) como los alineados al régimen (Bolsa de Noticias) sí perciben: el estrecho vínculo entre el régimen orteguista y la Iglesia católica parece haberse roto con la muerte del cardenal Miguel Obando y Bravo precisamente en 2018.
La enorme figura pública y política que representó para el país el ex arzobispo de Managua hunde sus raíces en su profética denuncia de la dictadura de los Somoza, en la compleja intermediación entre la guerrilla sandinista y la dictadura, y en la acción heroica del obispo quien literalmente se arremangó la sotana para rescatar a un pueblo afectado por el terremoto del 72.
Pero también se reconoce a Obando por su apostólica crítica al primer régimen sandinista de Ortega en los 80, una instrucción a todas claras impulsada por el papa Juan Pablo II quien lo nombra como el primer cardenal de origen centroamericano casi exclusivamente para combatir el comunismo y para vincularse con Washington en la promoción de la Contraguerrilla, ‘Los Contras’ en Nicaragua.
Más adelante, Obando fue señalado duramente por su extraña connivencia económica con los gobiernos inter sandinistas y por la singular reconciliación con Daniel Ortega entre 2004 y 2006 cuando no sólo celebró eucaristías para ensalzar la guerrilla sandinista sino que ‘certificó’ la ‘conversión’ de Ortega al catolicismo y hasta presidió la boda entre el ex guerrillero y Rosario Murillo. En la última década de su vida, el cardenal Obando además, fue un colaborador y funcionario del régimen orteguista desde una comisión nacional ciertamente innecesaria; fue un verificador de que las políticas públicas en el país no se separaran de los principios católicos (en un viaje a Managua en 2017 me sorprendió ver varios altares católicos en las oficinas centrales del Ministerio de Salud y que varias políticas de salud privilegiaran criterios de inspiración cristiana en la atención pública); en 2014 se fijó su nombre en la Constitución de Nicaragua y en 2016, el gobierno de Ortega declaró al arzobispo católico como ‘prócer nacional de la paz’.
Todo esto quizá resulta necesario mirar para comprender dos cosas sobre el actual conflicto: Que los liderazgos episcopales que hoy están absolutamente enemistados con el régimen de Ortega tienen criterios políticos muy distintos a los de sus maestros y predecesores (aunque aún hay algunos que siguen apostando a la carta diplomática); y que, si la dictadura orteguista busca apropiarse de los conceptos, discursos y narrativa cristiana (incluso a costa de secuestrar, arrestar y expulsar a los cristianos), fue porque hubo una época apenas reciente en que la Iglesia católica se lo permitió y lo promovió con gusto.
Quizá por eso hoy incomode tanto el ominoso silencio que desde varios sectores católicos se ofrece ante la cruel persecución política y social en Nicaragua; quizá por eso perturbe tanto que nuevamente se convoque al diálogo bajo la conciencia de que esa propuesta en 2019 sólo dejó a más disidentes en la cárcel y a más líderes sociales autoexiliados.
A diferencia de los sectores ideologizados, que pretenden la destrucción de uno u otro extremo en conflicto, el diálogo pontificio (en el estricto sentido de ‘construir puentes’) quiere levantar caminos de ida y vuelta sin juzgar demasiado cada orilla ni restarle validez, propósitos o cualidades (basta ver las vueltas que da la vida para no tentar a la Providencia); y en ese diálogo, no pocos creyentes también deberán recordar que el silencio apostólico se torna más elocuente cuanto más se prolonga.