Jaime Septién / Periodista Católico
Un par de «novedades» del cristianismo fueron la introducción en la vida cotidiana del martirio y la virginidad. Ambos regalos de Dios, no merecidos aunque sí deseados. Santa María Goretti, quien falleció el 6 de julio de 1902, tras recibir catorce puñaladas de su agresor, Alessandro Serenelli, por haberse negado el día anterior a entregarle su cuerpecito de apenas doce años de edad, conjunta ambos testimonios al amanecer del trágico siglo XX.
También es una testigo del perdón. Del perdón profundo, fincado en la promesa de Jesús de que quien cree en Él no morirá, sino que tendrá vida eterna. María no solo perdonó a Alessandro durante las veinte horas que pasó en agonía; seis años después de su muerte, en 1908, se le apareció en su celda (cumplía una condena de treinta años) y le entregó catorce lirios blancos. Alessandro –como cualquiera que recibe un abrazo de Dios de tal naturaleza— se convirtió, creyó y murió, mucho tiempo después, repitiendo la frase: «El perdón de María me salvó».
Pureza y perdón podrían ser dos «mensajes», dos grandes llamaradas de esta pequeña admirable. ¿Qué nos dice Maritina a nosotros, habitantes de este permisivo siglo XXI? Que el bien siempre vence al mal; que los «malos» pueden convertirse si enfrente ven –luminoso— el testimonio de aquellos que, por la fe en Cristo, viven una vida ordinaria (María era sencilla) pero son capaces, sin dudar y sin alardear, de acciones extraordinarias, como amar al enemigo.