Una bella tradición en la frontera de tres estados: Chihuahua, Nuevo México y Texas
Ana María Ibarra
En torno a la solemnidad de Cristo Rey, la grey católica se desborda en festejos y peregrinaciones a templos y montañas dedicadas a Jesús como Rey del universo.
En la frontera México-Estados Unidos existe la Montaña de Cristo Rey que abarca los tres estados de la frontera: Nuevo México, Texas y Chihuahua.
Una tradición familiar
Con una altura de mil 384 metros, la montaña es, desde hace más de ocho décadas, un lugar de peregrinación y sacrificio para agradecer o hacer alguna petición a Jesús.
Tradicionalmente, los fronterizos de ambos lados del Río Bravo acudían el último domingo de octubre y por casi 30 años varios integrantes de mi familia paterna han subido a esa montaña.
Este año 2022, por disposición del obispo de la Diócesis de Las Cruces, Nuevo México, dicha peregrinación se llevó a cabo el día de ayer sábado 19 de noviembre, un día antes de la fiesta.
No obstante, después de varios años de no poder acudir a la montaña, subí nuevamente el último domingo de octubre acompañada de mi madre, mi hija menor y una de mis primas, quien subió descalza como un sacrificio para pedir por su mamá, mi tía Alma, por nuestra abuela, y por todos nuestros familiares que por cuestiones de salud ya no pueden subir al cerro.
Cabe mencionar que este gesto que tuvo mi prima lo aprendió justamente de su mamá, quien subía también con sus pies descalzos.
Ese domingo subieron varias familias, aunque no era la multitud acostumbrada, justo por el cambio de fecha.
Entre estas familias iban Baltazar y sus dos hermanas. Me acerqué a él al ver su devoción y me contó que ha pasado por muchos problemas de salud y que ese día acudió a dar gracias a Dios por seguir vivo.
“Todos los días le doy gracias y le pido perdón, pero hoy vine especialmente para darle gracias aquí en la montaña. Traigo una bocina para escuchar alabanzas”, me compartió.
A los pies de Cristo Rey
El camino fue cansado, pero esperanzador al ver a niños, jóvenes y adultos subir entusiastas, algunos rezando con el Rosario en la mano, como mi madre, otros platicando o simplemente en silencio, quizá con su pensamiento en alguna intención particular.
En mi caso, fui rezando en silencio, otras veces pensaba en mis familiares y amigos enfermos, en los que fallecieron por la pandemia y le agradecí a Dios la oportunidad de permitirme recorrer esa vereda nuevamente.
Cada vez que el camino me permitía mirar el muro fronterizo, pensaba en tantos migrantes que se encuentran en ambos lados de la frontera esperando. Pedí a Dios por ellos y por las autoridades de ambos países. Le di gracias por tanta gente buena que dedica su tiempo para acompañar a nuestros hermanos y hermanas migrantes, y le pedí el amor necesario para participar en esa misión.
Las ciudades se hicieron diminutas y finalmente, después de hora y media de camino, llegamos a los pies de Cristo Rey.
Cristo, rey de mi vida
Esa imagen de Jesús con su túnica, los brazos extendidos y a sus espaldas la cruz, tiene un significado muy particular para mí.
Cuando era una niña de entre 9 y 10 años, acudía a asambleas carismáticas y recuerdo que las personas caían en descanso. En una asamblea caí también y al incorporarme unos jóvenes pidieron mi testimonio: “Vi a Jesús crucificado y de pronto extendió sus brazos y me pedía que fuera con él”. A mi madre la llenó de temor ese suceso, pensó que Jesús me pedía morir.
No estoy segura si en verdad caí en descanso, si fue un sueño, mi imaginación o el deseo de una niña de encontrarse con Jesús.
Lo que sí puedo afirmar es que desde aquel momento lo he seguido en cada etapa de mi vida: en un coro a los doce años en la parroquia Cristo Rey; como catequista a los 15 y en grupo de jóvenes y Confirmaciones a partir de los 16, en la parroquia Santa María de la Montaña; y en mi vida adulta, en pequeñas comunidades y distintos ministerios en la parroquia Dios Padre; así como a través del voluntariado a favor de los migrantes.
Seguir a Jesús no es un camino fácil, el enemigo acecha y no estoy exenta de las tentaciones y el desánimo, y como muchos, más de una vez he pensado en dejar definitivamente el servicio.
Pero Jesús es mi fortaleza, es quien me mantiene de pie, quien me guía, y aunque no soy una sierva fiel, sin Él no podría enfrentar los escollos de la vida.
Agradezco a Jesús permitirme subir esa montaña y ver sus brazos extendidos, arropando a una frontera con muchos rostros sufrientes.
Nuevamente me reitera la invitación de estar con Él.
La fiesta de Cristo Rey, celebración instituida por Pío XI en 1925
Mons. Casimiro López/ obispo de Segorbe-Castellón (España)
En el último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Jesús mismo se declara Rey ante Pilatos en el interrogatorio a que lo sometió cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de ‘rey de los Judíos’. «Tu lo dices, yo soy rey. Pero mi reino no es de este mundo», añade.
En efecto, el reino de Jesús, el reino de Dios nada tiene que ver con los reinos de este mundo, aunque se manifieste en este mundo. No tiene ejércitos ni pretende imponer su autoridad por la fuerza. Jesús no vino a dominar sobre pueblos ni territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. El reino de Dios se realiza no con la fuerza y la potencia, sino en la humildad y en la obediencia. Cristo cumple su misión en obediencia al Padre y servicio a la humanidad. Reinar es servir.
Un peculiar trono
Jesús es Rey porque ha venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37). El reino de Jesús es el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. La ‘verdad’ que Cristo vino a testimoniar en el mundo es que Dios es amor y llama a la vida para participar de su amor. Toda la existencia de Jesucristo es relevación de Dios y de su amor, mediante palabras y obras. Esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su propia vida en el Calvario.
La cruz es el ‘trono’ desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del ‘príncipe de este mundo’ e instauró definitivamente el reino de Dios. Desde este momento, la Cruz se transforma en fuerza y poder salvador. Lo que era instrumento de muerte se convierte en triunfo y causa de vida. Este reino se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos.
Celebrar a Cristo Rey
Jesús, el testigo de la verdad, nos descubre la verdad profunda de nuestras personas, del mundo y de la historia, la verdad de Dios para nosotros y de nosotros para Dios. Venimos del amor de Dios y hacia él caminamos. Por eso, porque El descubre la verdad honda y universal de nuestros corazones, todos los que la escuchan con buena voluntad, la acogen en su corazón y se hacen discípulos suyos. El reino de Cristo es el reino de la verdad, el reino del convencimiento y de la adhesión del corazón. En el evangelio de este día resuena la estremecida súplica del ‘buen ladrón’, que confiesa su fe y pide: «acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y así sucedió.
Celebrar a Cristo como Rey de la humanidad suscita en nosotros sentimientos de gratitud, de gozo, de amor y de esperanza. El Reino de Jesús es el reino de la verdad, del amor, de la salvación. El nos ha librado del reinado del pecado, de las fuerzas que nos esclavizan y del poder de la muerte. El nos pone en el terreno de la verdad y de la vida, en el camino del amor y de la esperanza. El es el Rey de la Vida Eterna. Esta fiesta nos exhorta a acoger la verdad del amor de Dios, que no se impone jamás por la fuerza. El amor de Dios llama a la puerta del corazón y, donde Él puede entrar, infunde alegría y paz, vida y esperanza.