Paz del justo a la hora de la muerte
Seguimos reflexionando sobre la muerte, en esta serie con cuatro de diez pensamientos que ofrece san Alfonso María de Ligorio, doctor de la Iglesia, en su libro “Preparación para la muerte”…
Justorum animae in manu Dei sunt; non tanget illos tormentum mortis; vlsí sunt oculis insipientium morí, illi autem sunt in pace.
(Las almas de los justos están en la mano de Dios y no los tocará tormento de muerte. Pareció que morían a los ojos de los insensatos; mas ellos están en paz. Sb., 3, 1.)
Punto 1: Del temor a la esperanza
Justorum animae in manu Dei sunt. Si Dios tiene en sus manos las almas de los justos, ¿quién podrá arrebatárselas? Cierto es que el infierno no deja de tentar y perseguir hasta a los Santos en la hora de la muerte; Pero Dios, dice San Ambrosio, no cesa de asistirlos y de aumentar su socorro a medida que crece el peligro de sus fieles siervos (Jos., 5).
Aterrado quedóse el criado de Elíseo cuando vio la ciudad cercada de enemigos. Pero el Santo le animó, diciéndole: «No temas, porque muchos más son con nosotros que con ellos» (2 R., 6,16), y le hizo ver un ejército de ángeles enviados por Dios para defenderle. Irá, pues, el demonio a tentar al moribundo, pero acudirá también el ángel de la Guarda para confortarle; irán los Santos protectores; irá San Miguel, destinado por Dios para defensa de los siervos fieles en el postrer combate; irá la Virgen Santísima, y acogiendo bajo su manto al que le fue devoto, derrotará a los enemigos; irá el mismo Jesucristo a librar de las tentaciones a aquella ovejuela inocente o penitente, por cuya salvación dio la vida. Él le dará la esperanza y el esfuerzo necesario para vencer en la tal batalla, y el alma, llena de valor, exclamará: « El Señor se hizo mi auxiliador» (Sal. 39, 12).
«El Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a quién temeré?» (Sal. 26, 1).
Más solícito es Dios para salvarnos que el demonio para perdemos; porque mucho más nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio (1). Dios es fiel—dice el Apóstol (1 Co., 10, 13)—, y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Quizá me diréis que muchos Santos murieron temiendo por su salvación. Yo os respondo que hay poquísimos ejemplos de que mueran con ese temor los que hubieren tenido buena vida.
Vicente de Beauvais dice que permite el Señor a veces que ocurra esto a ciertos justos, para purificarlos en la hora de la muerte de algunas faltas ligeras (2). Por otra parte, leemos que casi todos los siervos de Dios murieron con la sonrisa en los labios.
¿Qué temes?
Todos temeremos al morir el juicio divino; pero así como los pecadores pasan de ese temor a la desesperación horrenda, los justos pasan del temor a la esperanza.
Temía San Bernardo, estando enfermo, según refiere San Antonino, y se veía tentado de desconfianza; pero pensando en los merecimientos de Jesucristo, desechaba todo
temor y decía: Tus llagas son mis méritos.
San Hilarión temía también, pero pronto exclamó lleno de gozo: Sal, pues, alma mía, ¿qué temes? Cerca de setenta años has servido a Cristo, ¿y ahora temes la muerte?
Es decir: ¿qué temes, alma mía, después de haber servido a un Dios fidelísimo que no sabe abandonar a los que le fueron fieles durante la vida?
El Padre José de Scamaca, de la Compañía de Jesús, respondió a los que le preguntaban si moría con esperanza: « Pues qué, ¿he servido acaso a Mahoma para dudar de la bondad de mi Dios, hasta el punto de temer que no quisiera salvarme?»
Si en la hora de la muerte viniese a atormentarnos el pensamiento de haber ofendido a Dios, recordemos que el Señor ha ofrecido olvidar los pecados de los penitentes (Ez., 18, 31-32).
Dirá alguien tal vez: ¿Cómo podremos estar seguros de que Dios nos ha perdonado?… Eso mismo se preguntaba San Basilio (3), y se respondió diciendo:
He odiado la iniquidad y la he abominado. Pues el que aborrece el pecado puede estar seguro de que le ha perdonado Dios. El corazón del hombre no vive sin amor: o ama a Dios, o ama a las criaturas. ¿Y quién ama a Dios? El que guarda sus mandamientos.
(Jn., 14, 21). Por tanto, el que muere en la observancia de los preceptos muere amando a Dios; y
quien a Dios ama, nada teme (1 Jn., 4, 18).
(1) Hom., 20, in lib. Num.
(2) Iusti quandoque dure moriendo purgantur in hoc mundo.
(3) Quomodo certo persuasus esse quis potest, quod Deus ei percata dimiserit?
Afectos y súplicas
¡Oh Jesús! ¿Cuándo llegará el día en que os diga: Dios mío, ya no os puedo perder? ¿Cuándo podré contemplaros cara a cara, seguro de amaros con todas mis fuerzas por toda la eternidad?
¡Ah Sumo Bien mío y mi único amor!
Mientras viva, siempre estaré en peligro de ofenderos y perder vuestra gracia. Como todavía estoy en peligro negaros mi amor y huir de Vos otra vez, os ruego, Jesús mío, mi vida y mi tesoro, que no lo permitáis… Si hubiere de sucederme esa inmensa desgracia, hacedme morir ahora mismo con la más dolorosa muerte que eligiereis, que así lo deseo y os lo pido.
Padre mío: por el amor de Jesucristo, no me dejéis caer en tan espantosa ruina. Castigadme como os plazca. Lo merezco y lo acepto; pero libradme del castigo de verme privado de vuestro amor y gracia. ¡Jesús mío, encomendadme a vuestro Padre! ¡María, Madre mía!, rogad por mí a vuestro divino Hijo; alcanzadme la perseverancia en su amistad y la gracia de amarle, y haga luego de mí lo que le agrade.
Punto 2: La muerte como premio
«Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los tocará tormento de muerte. Pareció que morían a los ojos de los insensatos; pero ellos están en paz» (Sb., 3, 1).
Parece a los insensatos mundanos que los siervos de Dios mueren afligidos y contra su voluntad, como suelen morir aquéllos. Más no es así, porque Dios bien sabe consolar a sus hijos en ese trance, y comunicarles, aun entre los dolores de la muerte, cierta maravillosa dulzura, como anticipado sabor de la gloria que luego ha de darles.
Y así como los que mueren en pecado comienzan ya en el lecho mortuorio a sentir algo de las penas infernales, por el remordimiento, terror y desesperación, los justos, al contrario, con sus actos frecuentísimos de amor de Dios, sus deseos y esperanzas de gozar de la presencia del Señor, ya antes de morir empiezan a disfrutar de aquella santa paz que después plenamente gozarán en el Cielo.
La muerte de los Santos no es castigo, sino premio.
Cuando diere sueño a sus amados, he aquí la herencia del Señor (Sal. 126, 2-3). La muerte del que ama a Dios no es muerte, es sueño; de suerte, que puede exclamar:
En paz dormiré juntamente y reposaré (Sal. 4, 9).
El Padre Suárez murió con tan dulce paz, que poco antes dijo: «No podía imaginar que la muerte me trajese tanta suavidad.»
Al Cardenal Baronio amonestó su médico que no pensase tanto en la muerte, y él respondió: «¿Y por qué? ¿Acaso he de temerla? No la temo; al contrario, la amo.»
Según refiere Santero, el Cardenal Ruffense, estando a punto de morir por la fe, mandó que le trajesen su mejor traje, diciendo que iba a las bodas. Y cuando vio el patíbulo, arrojó el báculo en que se apoyaba y exclamó: Andad, pies; andad ligeros, que el Paraíso está cerca.
Antes de morir cantó el Te Deum en acción de gracias a Dios porque le hacía mártir de la fe, y luego, con suma alegría, puso la cabeza bajo el hacha del verdugo.
San Francisco de Asís cantaba en la hora de la muerte, e invitaba a que le acompañasen a los demás religiosos presentes. «Padre—le dijo fray Elías—, al morir, más debemos llorar que cantar.» «Pues yo—replicó el Santo—no puedo menos de cantar cuando veo que en breve iré a
gozar de Dios.»
Una religiosa teresiana, al morir en la flor de su edad, decía a las monjas que alrededor de ella lloraban: «¡ Oh Dios mío! ¿Por qué lloráis vosotras? Voy a unirme a mi Señor Jesucristo… Alegraos conmigo si me amáis…» (4).
Santa Catalina de Génova no podía soportar el que se tuviese por desgracia la muerte, y decía: «¡Oh muerte amada, y cuan mal te aprecian! ¿Por qué no vienes a mí, que día y noche te estoy llamando ?»
Y Santa Teresa de Jesús (Vida, c. 7) deseaba tanto dejar este mundo, que decía que el no morir era su muerte, y con ese pensamiento compuso su célebre poesía:
Que muero porque no muero. Tal es la muerte de los Santos.
(4) Dising Parol., 1, pár. 6.
(5) Ego vim faciam, ut devorer.
Afectos y súplicas
¡Ah mi Dios y Sumo Bien! Aunque en lo pasado no os amé, ahora me entrego a Vos; despídeme de toda criatura y os elijo a Vos como mi amor único, amabilísimo
Señor mío. Decidme lo que de mí queréis, que yo quiero cumplir vuestra santa voluntad… No más ofenderos, pues en serviros a Vos deseo emplear la vida que me queda.
Dadme fuerza y ánimo para compensar con mi amor la ingratitud de que fui culpable. Merecía muchos años estar ardiendo en las llamas infernales; pero me habéis esperado y buscado de tal modo, que me atraéis a Vos enteramente.
Haced que arda en el fuego de vuestro santo amor. Os amo, Bondad infinita, y pues queréis que a Vos sólo ame, y justamente lo queréis, porque me habéis amado más que nadie, y porque únicamente Vos merecéis amor, a Vos solo amaré, y haré cuanto pueda para complaceros. Haced de mí lo que queráis. Bástame amaros y que me améis…
¡María, Madre mía, ayudadme y rogad por mí a Jesús!
Punto tres: Vivir bien
¿Cómo ha de temer la muerte quien espera que después de ella será coronado en el Cielo?—dice San Cipriano—. ¿Cómo puede temerla quien sabe que muriendo en gracia alcanzará su cuerpo la inmortalidad? (1 Co., 15, 53).
Para el que ama a Dios y desea verle—nos dice San Agustín—, pena es la vida y alegría es la muerte. Y Santo Tomás de Villanueva dice también: «Si la muerte halla al hombre dormido, llega como el ladrón, le despoja, le mata y le sepulta en el abismo del infierno; más si le
halla vigilante, le saluda como enviada de Dios, diciéndole: El Señor te aguarda a las bodas; ven, que yo te guiaré al dichoso reino que deseas» (6).
¡Oh, con cuánto regocijo espera la muerte el que está en gracia de Dios para ver pronto a Jesús y oírle decir:
«Muy bien, siervo bueno y leal; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho» (Mt., 25, 21). ¡Ah, cómo apreciarán entonces las penitencias, oraciones, el desasimiento de los bienes terrenos y todo lo que hicieron por Dios!
El que amó a Dios gustará el fruto de sus buenas obras (Is., 3, 10). Por esto, el Padre Hipólito Durazzo, de la Compañía de Jesús, jamás se entristecía, sino que se alegraba cuando moría algún religioso dando señales de salvación. «¿No sería absurdo—dice San Crisóstomo— creer en la gloria eterna y tener lástima del que a ella va?»
Singular consuelo darán entonces los recuerdos de la devoción a la Madre de Dios, de los rosarios y visitas, de los ayunos en el sábado para honra de la Virgen, de haber pertenecido a las Congregaciones Marianas…
Un moribundo que había sido devotísimo de la Virgen decía al Padre Binetti: «No puede imaginarse, Padre mío, cuánto consuelo trae en la hora de la muerte el pensamiento de haber sido devoto de la Santísima Virgen… ¡Oh Padre, si supiese qué regocijo siento por haber servido a esta Madre mía!… ¡Ni explicarlo sé!…»
¡Qué gozo sentirá quien haya amado y ame a Jesucristo, y a menudo le haya recibido en la Sagrada Comunión, al ver llegar a su Señor en el Santo Viático para acompañarle en el tránsito a la otra vida! Dichoso quien pueda decirle con San Felipe: «¡Aquí está mi amor; he aquí al
amor mío; dadme mi amor!»
Y si alguno dijere: «¿Quién sabe la muerte que me está reservada?… ¿Quién sabe si, al fin, tendré muerte infeliz?…» Le preguntaré a mi vez: «¿Cuál es la causa de la muerte?… Sólo el pecado.» A éste, pues, debemos sólo temer, y no al morir. «Claro está—dice San Ambrosio— que la amargura viene de la culpa, de la muerte.»
Vivir bien
El temor no ha de ponerse en la muerte, sino en la vida (7). ¿Queréis, pues, no temer a la muerte?… Vivid bien.
El que teme al Señor, bien le irá en las postrimerías (Ecl, 1, 13).
El Santo La Colombiére juzgaba por moralmente imposible que tuviese mala muerte quien hubiere sido fiel a Dios durante la vida. Y antes lo dijo San Agustín: «No puede morir mal quien haya vivido bien.» El que está preparado para morir no teme ningún género de muerte,
ni aun la repentina (Sb., 4, 7).
Y puesto que no podemos ir a gozar de Dios más que por medio de la muerte, ofrezcámosle lo que por necesidad hemos de devolverle, como nos dice San Juan Crisóstomo, y consideremos que quien ofrece a Dios su vida practica el más perfecto acto de amor que puede
ofrecerle, porque abrazando con buena voluntad la muerte que a Dios plazca enviarle, como quiera y cuando quiera, se hace semejante a los santos mártires.
El que ama a Dios desea la muerte, y por ella suspira, pues al morir se unirá eternamente a Dios y se verá libre del peligro de perderle. Es, por tanto, señal de tibio amor a Dios el no desear ir pronto a contemplarle, asegurándose así la dicha de no perderle jamás.
Entre tanto, amémosle cuanto podamos en esta vida, que para esto sólo debe servimos: para creer en el amor divino. La medida del amor que tuviéramos en la hora de la muerte será la que evalúe el que ha de unirnos a Dios en la eterna bienaventuranza.
(6) Te Dominus ad nupcias vocat: veni, ducam te quo desideras.
(7) De bono mor., c. 8.
Afectos y súplicas
Unidme a Vos, Jesús mío, de modo que no me sea posible apartarme de Vos. Hacedme vuestro del todo antes de mi muerte.
Perdonadme cuantas ofensas os he hecho, que en lo sucesivo sólo me propondré serviros y amaros. Harto hicisteis por mí dando vuestra Sangre y vida por mi amor.
Querría yo por ello, ¡Oh Jesús mío!, consumirme en vuestro amor santísimo. ¡Oh Dios de mi alma ! Quiero, amaros mucho en esta vida, para seguir amándoos en la eternidad… Atraed, Eterno Padre, mi pobre corazón; desasidle de los afectos terrenos, heridle, inflamadle todo en amor a Vos… Oídme por los merecimientos de Jesucristo. Otorgadme la santa
perseverancia y la gracia de pedíroslo siempre…
¡María, Madre mía, amparadme y alcanzadme que pida siempre a vuestro divino Hijo la santa perseverancia!