P. Eduardo Hayen Cuarón
Dentro de dos días mucha gente estará reunida, en casas o salas de fiesta, para celebrar la noche de fin de año. En las grandes metrópolis del mundo habrá muchedumbres que frenéticamente darán la bienvenida al año 2020. Habrá bailes con champán, cenas y pitos, además de los supersticiosos rituales de las uvas o las maletas. Mientras tanto los planetas continuarán indiferentes girando en torno al sol, y en la majestuosidad del cosmos será tan sólo una noche más.
Para nosotros, los cristianos, el tiempo es mucho más que una sucesión de salidas y puestas del sol que se repiten incesantemente. Cada noche de fin de año podemos tomar conciencia de que el tiempo es un regalo que viene de Dios. En nuestra reunión familiar de la próxima Nochevieja pudiéramos colocar una bandeja en el centro de la mesa para depositar en ella, simbólicamente, alguna cosa que obtuvimos durante el año que termina y que ayudó a transformar nuestra vida. Sería bello compartirlo con los demás. Una pareja de novios, quizá, podría colocar en esa charola su anillo de compromiso matrimonial; un universitario podría depositar su título; una religiosa profesa pudiera entregar su velo de consagración. Lo importante es que los años no sean fotocopias de los anteriores sino que algo nuevo esté ocurriendo, motivo para dar gracias y ofrecer a Dios.
Cada año nos vamos despidiendo de nuestros seres queridos. En la diócesis enterramos durante el 2019 a los padres Raúl Vega y Celso Flores. Sin embargo cada uno puede hacer su pequeña lista de personas que este año ya no están. Ellos nos recuerdan que estamos hechos del mismo barro y que pronto llegará el día en que otros estarán recordándonos porque nos habremos ido. Sin embargo el año que se nos va nos permite renovar la esperanza porque también podemos hacer lista de las caras nuevas que han aparecido a nuestro alrededor. En muchos hogares se escucha el llanto de algún bebé y nuestro presbiterio se llena de esperanza con sacerdotes jóvenes. La vida es una pascua permanente, un misterio de muerte y de vida.
Pocas cosas me parecen tan fastidiosas como las fiestas de fin de año, llenas de ruido y euforia, sobre todo las que se transmiten por la televisión desde las ciudades más famosas. Desde hace varios años procuro solamente tener una cena tranquila con mi familia o amigos, y retirarme temprano para orar y meditar sobre el tiempo que no volverá y el tiempo que está por venir. Esa noche hay que decirle a Dios, con amor y delicadeza, que el año se termina y que Él, una vez más, no vino. Hay que decirle que han pasado 2019 años desde su encarnación y que lo aguardamos con firme esperanza. Bendita espera de que Él venga porque es lo que mantiene ardiente nuestro corazón durante el tiempo que nos queda de vida.
Hace unas semanas colocamos nuevamente en las manos de la imagen de San Francisco de Asís, en la Misión de Guadalupe, una calavera. Muchos santos y predicadores de la antigüedad utilizaban los cráneos humanos para predicar con ellos y recordar a sus oyentes que el tiempo pasa y que ya no volverá. Cuando paso junto al santo de Asís me pregunto: ¿Cuánto me queda de vida? ¿Qué estoy de mis días? Y le pido a Dios que no sean como esas nueces que al romperles el cascarón están secas, sin nada por dentro. El 2020 sea un año que hinche más de amor de Dios nuestros corazones para repartirlo profusamente.