Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Cada vez es más común ver personas tatuadas en su piel. Lo veo en mis parroquianos, entre mis amigos y hasta en familiares. Hace años los tatuajes eran mal vistos y ciertas empresas no contrataban empleados con imágenes en sus cuerpos. Eso quedó atrás. Los ídolos del deporte y de la farándula han impuesto la moda del tatuaje y los piercings sobre las masas, y hoy los negocios de este tipo proliferan en nuestras ciudades. Pocos ven mal esta moda. Pero, ¿es correcto marcarse permanentemente la piel?
En este primer artículo sobre tatuajes abordo el tema desde la teología del cuerpo; en la próxima entrega lo haré desde la exorcística.
En la creación todos los seres reflejan algo de las perfecciones de Dios. Con el salmista admiramos las obras del Señor: «¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! Quiero adorar tu majestad sobre el cielo» (Sal 8,1). Pero entre todos los seres que pueblan el universo, sólo el hombre ha sido creado a imagen de Dios (Gen 1,27-28), no sólo por su alma racional e inmortal, sino también por su cuerpo.
En efecto, el cuerpo humano es el signo más grandioso de la presencia de Dios en el cosmos. Por el cuerpo nos introducimos en el misterio de Dios. San Juan Pablo II, en su teología del cuerpo, enseña que «sólo el cuerpo es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. El cuerpo fue hecho para traer a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad de Dios».
El cuerpo humano no es un simple caparazón donde habita un alma; tampoco es cualquier cuerpo. El cuerpo humano eres tú, y soy yo. El cuerpo hace visible en el mundo nuestra alma invisible. No es algo que poseemos, sino es lo que somos. Tú eres tu cuerpo; tu cuerpo eres tú. Y lo que hacemos con nuestros cuerpos lo hacemos a nosotros mismos. Un tatuaje, por ejemplo, no es algo que sólo afecta al cuerpo, sino también al alma, porque el alma es la forma substancial del cuerpo.
Hay cosas que consideramos preciosas o sagradas, por la relación que guardan con el misterio de Dios. Así, por ejemplo, nuestra familia y hogar; el templo de nuestra parroquia, los ornamentos y vasos sagrados, las escuelas, universidades y monumentos públicos. Todo esto eleva el espíritu humano, y lo cuidamos con delicadeza. Pero al cuerpo humano lo hemos dejado de ver como el gran signo que apunta hacia el misterio divino. Lo vemos como una «cosa» separada de su dimensión espiritual y trascendente que podemos profanar fácilmente.
El papa Benedicto XVI explicaba que «el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario» (Caritas in veritate, 48). A las cebras las admiramos y respetamos con sus rayas blancas y negras, y a los leones con sus melenas. Alterar sus cuerpos animales sería arbitrario por parte del hombre. ¿Entonces por qué al cuerpo humano le damos un trato que violenta su belleza natural?
Hoy al cuerpo se le trata arbitrariamente con tatuajes y piercings, rompiendo su gramática interna. Esta manera de tratar al cuerpo es análoga a la manera en que hoy la izquierda neomarxista ataca la gramática de muchos idiomas, inventando o haciendo un mal uso de pronombres. Al agredir la sabiduría y la belleza natural del cuerpo, la moda del tatuaje continúa el proceso de deconstrucción de todo lo humano.
Pero los tatuajes ¿son pecado? ¿atraen la acción de demonios? ¿Puede haber tatuajes inofensivos o todos son malos? ¿Hay esperanza para quienes están arrepentidos? La exorcística vendrá en nuestro auxilio para responder a estas inquietantes preguntas que rondan la mente de no pocos católicos.