Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Es domingo por la mañana. Me levanto a las seis para asearme y orar, y así estar listo para bajar de mi habitación a la sacristía de la Catedral. La misa es a las ocho y debo empezar puntual como un reloj, ya que habremos de celebrar, los padres de la catedral, un total de doce misas, una inmediatamente después de la otra, incluida la de la capilla San José.
Los fieles católicos arriban, en su mayoría, diez minutos antes de cada Eucaristía. Hay cierta ansiedad por encontrar un espacio en las bancas y sentarse cómodamente para participar en el culto. Entrar al templo a la hora de inicio, o unos minutos más tarde, dejará a los fieles de pie, en los pasillos laterales. Y cuando llega la misa de 12, que celebra el obispo, es imposible caminar por los pasillos porque el recinto está absolutamente abarrotado.
Al final de las misas, innumerables feligreses vienen al frente de la nave de la catedral, en donde está el sacerdote, para recibir un baño de agua bendita, para que sus niños sean bendecidos y para que el agua santa caiga sobre sus objetos religiosos. Fuera del templo, en los salones parroquiales, muchos niños y papás reciben el catecismo mientras que otros grupos tienen sus reuniones. Los domingos hasta antes de marzo de 2020 Catedral era una verdadera romería.
Y llegó el coronavirus. Después del cierre de los templos por las restricciones de las autoridades sanitarias, el panorama es desolador. Durante los meses siguientes tuve la fortuna de celebrar una sola misa los domingos acompañado solamente de algunas religiosas que sirven en la catedral, cuando la mayoría de mis hermanos sacerdotes lo hicieron solos en sus parroquias. La conexión entre la Eucaristía y el Pueblo de Dios quedó suspendida y el escenario se convirtió en un desierto.
Cuando las restricciones se hicieron más laxas con el semáforo amarillo, las iglesias se abrieron, pero no con la esperada afluencia de personas. ¿Fue el miedo a salir de sus casas o la comodidad de escuchar la misa por redes sociales lo que hizo que los fieles no regresaran a sus parroquias? No lo sabemos, pero ahora que estamos en semáforo naranja la Eucaristía sigue oficialmente prohibida por las autoridades sanitarias.
Hace nueve meses que el pueblo católico está privado del alimento con que Dios quiso sustentarlo. «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo; tomen y beban, esta es mi Sangre», son palabras de Cristo que hoy caen en saco roto. Las misas televisadas o transmitidas por redes sociales carecen de validez sacramental para el televidente y son únicamente una ayuda espiritual; nunca será lo mismo ver un banquete televisado que participar en él de manera presencial.
La misa, centro y culminación de la vida cristiana, es fundamental para los católicos. Sin ella morimos de hambre. Carentes de la luz de la Palabra y del pan vivo que nos nutre, el alma languidece y muere. En la Eucaristía está la Verdad y la Vida. Quedar privados de este alimento es, además, quedar expuestos a las seducciones y ataques del Maligno. «Para el demonio –decía san Marcelino Champagnat– no hay ejercicio de piedad más temible que la Santa Misa, ya que este Santo Sacrificio aniquila todas las fuerzas del infierno y es la fuente de todos los bienes para el hombre. ¡Oh riquezas incalculables del Santo Sacrificio de la Santa Misa!»
Las restricciones por el Covid-19 a la Eucaristía son desmoralizadoras para nuestro pueblo, un flagrante atropello a su derecho a la libertad religiosa. ¿Serán un triunfo del enemigo de Dios que quiere impedir que el pueblo se arrodille en adoración a Aquel que lo derrotó en la Cruz? El enemigo nos ha hecho cerrar las puertas de los templos para las personas que sufren y que están desesperadas por conseguir la paz que sólo Jesucristo les puede dar.
Llegamos al final del año 2020. Es hora de que los católicos nos pongamos de pie y exijamos el respeto al derecho humano fundamental de la libertad religiosa. Es posible que hayamos perdido seres queridos o empleos a causa del Covid-19 este año, pero no podemos permitir que se hundan nuestras iglesias. Si seguimos pasivos ante este ataque, muy probablemente no sobreviviremos en 2021.