El capítulo tres de esta serie sobre la teología del hogar, nos explica cómo es que las tareas que se realizan en el hogar pueden ayudarnos a crecer personal y espiritualmente…

Se levantó y se puso a servirles. (Lc 4.39)
Chiti Hoyos/Autora
Cuando me pongo a pensar en la vida hogareña, me llega el olor a tostadas recién hechas bien temprano por la mañana, la luz del sol colándose por todas las ventanas de la casa de campo que tenía mi abuela y las flores del jardín completamente abiertas, saludando al día… Obviamente, para que yo pudiera despertarme con ese olor alguien tenía que madrugar más para hacerlas. Y antes de eso, alguien había tenido que ir a comprar el pan, lavar los platos y los cuchillos, fregar el suelo, y prepararlo todo para que yo tuviera ese despertar reconfortante de pequeña. Mi abuela era alguien que cultivaba las artes domésticas y lo hacía muy bien, en un ambiente de santo gozo.
Las tareas del hogar son un medio estupendo para crecer personal y espiritualmente. Es curioso, pero al final de nuestra vida nos van a examinar de algo que se parece mucho a ellas: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, cuidar al enfermo, acoger al visitante… Por eso tiene tanto valor lo que hacemos en casa.
- Tareas virtuosas
En El divino impaciente, José María Pemán pone en boca de san Francisco Javier una frase para enmarcar: “No hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”. Teniendo en cuenta que las tareas pueden ser virtuosas, no deberíamos dejar a los niños sin la oportunidad de ejercitarse en santidad, siguiendo el consejo de san Francisco Javier, ‘La mejor manera de adquirir la verdadera dignidad es lavar la propia ropa y hervir la propia olla’. Es bueno delegar en los niños tareas adecuadas a su edad. Cada uno tiene que hacer lo que le corresponda para tener parte en el reino de los cielos, aunque en la práctica eso signifique un montón de quejas y media tarde gastada en jugar con cada cosa que se vayan encontrando mientras recogen.
Para que las tareas domésticas sean virtuosas tienen que hacerse con alegría. Digo alegría, no diversión. No es que no podamos poner música mientras lavamos los platos, pero lavarlos mientras marcamos pasos de rumba puede ser peligroso; un resbalón, ¡y zas!, a sacar la escoba a la pista de baile… Virtud no siempre es sinónimo de entretenimiento. Aunque el trabajo dignifique al hombre e intentemos engañarnos con música o películas mientras planchamos, las tareas del hogar cuestan, son repetitivas y bastante aburridas. Por eso la industria del marketing, que suele inspirarse en los anhelos más profundos de la gente, promociona cada vez más aparatos que prometen hacerlo todo por ti: cocinar, planchar, barrer, dar de comer al perro… Te prometen la perfección sin mover un dedo. Por otro lado, se multiplican en internet los vídeos de “hazlo tú mismo”: “haz una lámpara con latas de refresco”, “hornea un pastel de cierva en un fuego de leña”, “construye tu propia barbacoa para asar castañas en invierno”. Una infinidad de tareas fabulosamente atrayentes que quitan tiempo a la aburrida obligación de limpiar las pelusas de la escoba y repasar los baños. Y además, en todos esos vídeos se ve a personas que hacen las mayores hazañas sin despeinarse, en tiempo récord y con una sonrisa de anuncio de pasta de dientes. ¡Como si no costase nada!
Pequeñas liturgias
No, la realidad no es así. La mayoría de las tareas del hogar son monótonas, desagradables, agotadoras y, en ocasiones, aplastantes. Precisamente por eso tiene tanto mérito hacerlas.
“Se necesita una virtud fuera de lo común para cumplir con exactitud, es decir, sin descuido, negligencia o indolencia… sino con atención, piedad y fervor espiritual, todo el conjunto de deberes ordinarios que componen nuestro día a día”.
Aunque no seamos conscientes, limpiar la tostadora puede hacernos crecer en santidad si lo ofrecemos y lo hacemos bien, con paciencia y con una sonrisa, aunque nos resulte aburrido. Las personas estamos hechas para la rutina, el ritmo y las estaciones. En esa repetición podemos llegar a conocernos mejor a nosotros mismos y a tener conciencia de nuestras fortalezas y debilidades. Toda virtud comienza con un buen hábito y todo hábito se consolida por la continua repetición.
Cuando creamos un hábito, en realidad estamos creando pequeñas liturgias en nuestro hogar. Nos levantamos por la mañana, pronunciamos una acción de gracias y ofrecemos el día; después vienen la ducha, el desayuno, ventilar la casa, levantar a los niños, recoger un poco la cocina… Así continúa la rutina, día tras día. Las mismas actividades, durante meses y años, forman parte del lento goteo por el que vamos entregando nuestras vidas a Dios y a los demás.
- Cristo, centro del hogar
Existe un vínculo entre la vida doméstica dedicada a los demás y la vida de virtud. Ese vínculo es Cristo, centro de nuestra vida y, por lo tanto, centro también de nuestra vida doméstica. Cristo está presente en nuestras almas y en nuestros hogares. Él es el verdadero centro del hogar. Y si el centro del hogar es Cristo, el Padre se va a encargar de habitar en su morada y de que no le falte de nada.
Mirado desde Cristo, el mismo hecho de cocinar nos ayuda a comprender el significado sobrenatural del sacrificio de tiempo, dinero y entrega de uno mismo. Cocinar, en cierto sentido, es volcarse, como hace Jesús en el pan y en el vino. Es la manera de mostrar nuestro amor a la gente a quien va destinada esa comida, así como Él muestra todo su amor al darse como alimento.
Como en la liturgia de la Iglesia, hay muchas partes involucradas en la cocina que juntas producen armonía. En una misa están el sacerdote, el coro, los lectores, la asamblea, y cada uno tiene su papel importante en la liturgia. Lo mismo pasa cuando se cocina para las fiestas, como Año Nuevo o Navidad:
Uno cocina, otro ayuda a lavar los platos, otro pone la mesa, y hasta el invitado puede contribuir alabando el buen arte de todos y agradeciendo lo que hacen por él. Son muchas partes involucradas en la cocina que juntas producen armonía y conforman la liturgia del hogar.
Santos como ejemplo
El ejemplo de los santos nos ayuda a entender la importancia del trabajo doméstico cuando se tiene el amor como base. Santa Isabel de Hungría llevaba pan a los pobres todos los días, pero no solo se lo llevaba: ese pan había que hacerlo y hornearlo. El simple gesto de meter una tarta de manzana en el horno o una empanada gallega es una oportunidad para una estupenda meditación sobre cómo alimentar a otros está unido al cuidado de las almas. Eso nos debe llenar de gozo y gratitud por poder dar amor a quien ha sido creado para recibir amor.
No deja de ser llamativo que san Pablo dé algunos consejos en la Primera Carta a Timoteo sobre cómo elegir a las personas idóneas para el servicio de la Iglesia naciente a partir de su forma de comportarse en la vida doméstica: ‘[…] si crio bien a sus hijos, si practicó la hospitalidad, si lavó los pies de los santos, si asistió a los atribulados, si procuró hacer todo tipo de obras buenas’.
El que realiza las tareas del hogar domina un conjunto de habilidades complejas y valiosas para el bien de los demás y crea el hábito de hacer un buen trabajo cuando se necesita que alguien lo haga. No tengo dudas de que Dios es amo de casa. En las Escrituras vemos que se preocupa por las necesidades físicas de su pueblo y lo asiste continuamente a lo largo de los siglos. El mismo Jesús dirá en el Sermón de la montaña:
“No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir […] Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”.
Dios siempre busca una morada para habitar entre los hombres: el arca de la alianza, la tienda del encuentro, el tabernáculo, el templo de Salomón… Cada vez busca una morada más hermosa y mejor construida. Tú mismo eres una casa que se ha edificado; solo necesitas cumplir unos criterios de calidad mínimos y ya te considera su hogar. «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
- Tareas domésticas = obras de misericordia
Las tareas domésticas tienen que ver con las obras de misericordia. Estoy pensando ahora mismo en dos de ellas como ejemplo: dar de comer y vestir a los que viven bajo el mismo techo. La clave para que las tareas del hogar no nos superen es el Evangelio de los cinco dedos de la Madre Teresa: “A-Mi-me-lo-hicisteis”. Por eso, cada vez que recogemos los calcetines hechos una bola de uno de nuestros hijos adolescentes, estamos recogiéndole los calcetines a Jesús. Y así con cada tarea. Piensa que es Jesús en ti el que quiere arrodillarse a limpiar debajo del fregadero para desatascar el desagüe, porque para eso ha venido al mundo, para servir”. Santa Isabel de la Trinidad quería ser una ‘humanidad suplementaria’ de Jesús en la que Él pudiera renovar su misterio. Jesús, que ama servir, puede seguir haciéndolo si le dejamos que lo haga en nosotros y para nosotros. “Sin mí no podéis hacer nada es la frase que más me repito cada vez que toca limpiar los cristales…”
La historia de la humanidad comenzó en un hogar, en el jardín del Edén y terminará en otro hogar, la casa del Padre. En ese camino de redención, a nosotros nos toca no solo rezar, sino también planchar, barrer y fregar un montón de veces, como una letanía de la vida cotidiana.
Los padres de familia escuchan cada día una cascada de rogativas:
Tengo hambre, Cocina para nosotros.
No tengo nada que ponerme, Plancha para nosotros.
Hay desorden, Ordena para nosotros.
De los malos olores, Líbranos.
De las manchas de grasa, Protégenos.
Como en las letanías, en casa todos suplicamos ayuda para cubrir nuestras necesidades. Y ¿qué padre, aun siendo malo, no le dará pan a un hijo si se lo pide en lugar de una piedra? Las letanías domésticas son como poderosas invocaciones que nos recuerdan que tenemos que atender a los que nos rodean porque hacemos lo que Dios espera de nosotros cuando estamos emparejando calcetines. Es nuestra llamada a custodiar la creación.
Dar siempre
Cuando mi marido y yo llegamos exhaustos al dormitorio al final del día hacemos este breve examen de conciencia: «¿Nos hemos dado?». Y si la respuesta es sí, nos sumergimos en un sueño profundo.
San Alberto Hurtado tenía como lema: «Dar, siempre dar, hasta que se nos caigan los brazos de cansancio». No tenía casi tiempo ni para rezar, con todo el trabajo pastoral que le demandaba el día a día. Al llegar la noche se le escapaba un susurro antes de caer dormido: «Contento, Señor, contento».
No estoy diciendo que haya que pegarse una maratón cada día para santificar el hogar ni usar como medida el número de cosas que hacemos. Lo importante es la dedicación que ponemos. El origen de nuestra satisfacción no debe ser el tener todo perfecto, sino haberlo hecho por amor a los demás. Aunque pongamos todo nuestro empeño, es posible que sintamos algo de tristeza por no poder dar más de nosotros mismos o hacerlo mejor. En esos casos hay que elevar el espíritu. En vez de frustrarnos por no poder quitar una mancha de un mantel, pensemos que en el cielo no habrá polilla ni óxido ni rastros de salsa de tomate.
Así es como la teología del hogar busca responder al por qué de la limpieza y le da un sentido mucho más profundo que el mero hecho de centrarse en el cómo.


































































