El padre Juan Carlos López, teólogo moral, nos guía en esta serie de reflexiones que hoy iniciamos sobre las virtudes teologales, para comprenderlas mejor y tomar conciencia de su función en la vida moral de los cristianos.
Pbro. Juan Carlos López Morales
La vida cristiana, que ha comenzado en nosotros por nuestro bautismo, es una llamada a la santidad. Santidad que no se alcanza por nuestros méritos, sino por nuestra disposición o docilidad al Espíritu Santo que se nos ha dado y que habitando en nosotros, nos conduce a lo largo de nuestro peregrinar, hasta alcanzar la meta; la perfección, santidad.
Dicha perfección cristiana (“sean perfectos como su Padre es perfecto” Mt 5, 48), o santidad (“sean santos, porque yo soy santo…” 1 Pe 16-19), es, en la Biblia, aquella vida reflejada en los hombres y mujeres que en la Sagrada Escritura son descritos como virtuosos.
Por esto, en esta edición, comenzamos una serie de reflexiones sobre las virtudes teologales, con la intención de comprenderlas un poco mejor y tomar conciencia de su función en la vida moral de los cristianos. Ya que la vida cristiana es llamada a la santidad y la santidad es vida en la virtud.
Para nuestra reflexión nos apoyaremos del texto “Vida cristiana, vida teologal -para una moral de la virtud-” de José-Román Flecha Andrés.
- La escencia de la virtud
Antes de abordar cada una de las virtudes teologales, conviene que comencemos reflexionando las generalidades de lo que entendemos por “virtud”.
Etimológicamente, para los griegos la virtud (“areté”) representaba la cualidad fundamental de una persona en la que se notaba su nobleza y su buena educación. Para los latinos (“virtus”), por su parte designaba la virilidad propia del varón, es decir, algo así como fortaleza o valor (valentía). En general, tanto para los griegos como para los latinos (romanos), la virtud era comprendida como perfección, valor, felicidad.
San Agustín, conocedor de los griegos y romanos, decía que las virtudes pueden ser concebidas como unas disposiciones permanentes y dinámicas de la libertad para hacer el bien o para realizar los valores éticos que humanizan a la persona. De esta idea de Agustín de Hipona, podemos ya entender que el hombre y la mujer santos, por ser virtuosos, son el varón y la mujer mas humanos, es decir, aquellos que han alcanzado por la gracia de Dios, la plenitud de su humanidad, que queda clara en Jesucristo, ya que, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22). Lo que significa que Jesús se hizo hombre para decirnos quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser.
Por su parte, para el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), la virtud es descrita como “una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma” (Cfr. Ns. 1803-1845). Por lo tanto, el ejercicio de la virtud nos perfecciona.
- La virtud nos perfecciona
¿Cómo es que el ejercicio de la virtud nos perfecciona? Un monje cisterciense francés, teólogo y poeta, de nombre Alain de Lille, en su obra sobre las virtudes y los vicios, explicaba que la virtud existe en el hombre a modo de cualidad natural, como posibilidad de ser. Esto que el monje francés afirma de la virtud, significa que todos nosotros somos capaces de la fe, de la esperanza y de la caridad, puesto que forman parte de nuestra condición humana, son una de nuestras cualidades, sólo que nos toca hacerlas pasar de posibilidad a realidad. No dejarlas únicamente como algo que esta en nuestra naturaleza, sino hacerlas conscientes, “usarlas” y volverlas virtudes.
Flecha Andrés, autor del libro que estamos siguiendo, se pregunta qué es lo que necesitamos para que la potencia (posibilidad) pueda convertirse en virtud. Y responde que, en primer lugar para que se produzca el paso de la posibilidad a la virtud, es indispensable que la persona tenga una voluntad firme, un deseo verdadero de perseverar en el intento del bien. Pero además de esta buena disposición para hacer el bien, hay, según el monje francés, otros dos ingredientes indispensables: el deber y la finalidad.
Por “deber”, entendemos el ajustarnos al comportamiento según la norma –no podemos olvidar que existe una natural relación entre norma y virtud- que está expresada en las costumbres y prescripciones comunes. La “finalidad”, es el motivo por el cual buscamos hacer el bien, en nuestro caso como creyentes, el fina o la finalidad de nuestro obrar virtuoso es “por” Dios, con el deseo de alcanzar la vida eterna.
III. Por Dios y para Dios
Esta doble dimensión del “deber” y la “finalidad” del obrar bueno, queda manifiesta en el pasaje bíblico (Mt 19, 16-21) en el que un joven se acerca a Jesús y le pregunta qué es lo que debe hacer para alcanzar la vida eterna. Este joven ha comprendido que existe una relación estrecha entre vida eterna y obras buenas concretas en el día a día de su vida. Respecto a este punto, san Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis Splendor dice: “Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino”. (VS 8).
En este sentido, también se expresa san Gregorio de Nisa cuando dice que el objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejantes a Dios. Hechos a imagen y semejanza suya, en Jesucristo encontramos la plenitud de nuestra humanidad. Por eso san Pablo nos dice que nuestra meta es tener entre nosotros, los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.
San Agustín afirma que para este camino de plenitud, de asemejarnos a Cristo, se nos han concedido por la gracia de Dios las virtudes, para que podamos realizar nuestra peregrinación terrena hacia nuestra patria definitiva y con la vivencia de las virtudes construyamos entre nosotros la Ciudad de Dios. La fe, la esperanza y la caridad están orientadas a la plenificación de la naturaleza humana, y es por eso que queremos reflexionar en ellas.