El mundo en que vivió Jesús: Un oscuro rincón del Imperio
José Luis Martín Descalzo/ Autor católico
Tengo ante mis ojos un mapa del siglo XVI en el que Jerusalén aparece como el centro del mundo. Naciones, continentes, todo gira en torno a la ciudad cien veces santa.
No era así en tiempos de Cristo. Jerusalén y Palestina eran un rincón del mundo, un rincón de los menos conocidos y de los más despreciados. El romano medio, y aún el culto, difícilmente hubiera sabido decir en qué zona de Oriente estaba situada Palestina.
Pero no sólo era desconocimiento, sino verdadera antipatía y aún hostilidad. El antisemitismo es un fenómeno muy anterior a Cristo.
Cicerón, en su defensa de Flaco, llama a la religión de los judíos superstición bárbara. Y a él se atribuye la frase que afirma que el Dios de los judíos debe ser un dios muy pequeño, pues les dio una tierra tan pequeña como nación.
La aportación más grande a la historia del mundo
Este país ignorado y este pueblo despreciado iban a ser, sin embargo, los elegidos por Dios para hacer la mayor aportación a la historia del mundo y de la humanidad.
Israel iba a dar al mundo el concepto de la unidad de Dios. Sólo dos de las naciones de la civilización antigua, los persas y los judíos, habían llegado al monoteísmo, no como una filosofía, sino como una religión. Por ello —como reconoce el mismo pensador marxista Kautsky— los judíos pudieron así ofrecer el alimento más aceptable a las mentes del decadente mundo antiguo, que dudaban de sus propios dioses tradicionales, pero que no tenían la suficiente energía para crearse un concepto de la vida sin un dios o con un dios único.
Entre las muchas religiones que se encontraban en el imperio romano, la judaica era la que mejor satisfacía el pensamiento y las necesidades de la época; era superior no sólo a la filosofía de los «paganos», sino también a sus religiones.
Pero Israel no sólo iba a ofrecer al mundo la idea de la unidad de Dios. Iba, además, a avanzar muchos kilómetros por las entrañas de la naturaleza de ese Dios uno. Grundmann lo ha definido muy bien:
“La humanidad debe a Israel la creencia en un Dios creador y conservador del cielo y de la tierra que rige los destinos de los pueblos y de los hombres; irrepresentable e inaprensible, no es un pedazo de su mundo, sino que se encuentra frente a él y lo gobierna. Israel testimonia de sí mismo que este Dios es aliado suyo y lo hizo el pueblo de su alianza; le reveló su ser y le dio a conocer su voluntad en santos mandamientos”.
Pero aún no es eso lo más importante que Israel ha regalado al mundo. Porque Israel iba a dar tierra, patria, raza, carne, al mismo Dios cuando decidió hacerse hombre. Israel se constituía así en frontera por la que la humanidad limita con lo eterno. Tendremos que conocer bien esa tierra y este pueblo.
Con el nombre de los enemigos
Conocemos con el nombre de Palestina la zona costera del Oriente próximo en la que se desarrolló la historia de Israel. No siempre se llamó así. Este nombre de «Palestina» aparece en los tiempos de Adriano, después de la segunda guerra judaica, por el mismo tiempo en que Jerusalén fue bautizada con el nombre de Colonia Aelia Capitolina.
La tierra de los israelitas se había llamado, antes de su llegada, Canaán. Posteriormente comenzó a ser conocida como Judea, por Judá, la más importante de las tribus de Israel. Pero el nombre que permanecerá será el puesto con negras intenciones por los romanos: Palestina, la tierra de los filisteos (Philistin), los eternos enemigos de los judíos. Se trataba de borrar su recuerdo hasta del nombre de su país.
Este dato resume entera la historia de este pueblo que se diría nacido para la persecución. Puede que la misma situación geográfica de su tierra esté en la raíz de todo. Palestina está en el centro del gran cascanueces que formaban los dos mayores imperios del Oriente: Sirios y egipcios, en su permanente lucha por la hegemonía del mundo oriental, ocuparán alternativamente las tierras palestinas.
Si a esto se añade el que Palestina estaba atravesada por grandes rutas comerciales, con las que dominaba el tráfico entre Egipto y Siria, por un lado, y entre los fenicios del actual Líbano y los habitantes de Arabia, se comprenderá que fuera un bocado predilecto de todo invasor que quisiera controlar el Próximo y Medio Oriente. Así fue en los tiempos de David, así lo conoció Cristo en su época, así sigue ocurriendo hoy.
Un pequeño país, un paisaje vulgar
Palestina era un pequeño país. San Jerónimo llegó a escribir: Da vergüenza decir el tamaño de la tierra de promisión: no vayamos con ello a dar ocasión de blasfemar a los paganos. A esta pequeñez, sobre todo en comparación con los grandes imperios que la rodean, alude sin duda Isaías cuando pone en boca del Señor estas palabras dirigidas a Sión: “Tus hijos te dirán: el espacio es demasiado estrecho para mí; hazme sitio para que pueda habitar en él”.
Los escrituristas han señalado muchas veces el hecho de que ni una sola vez se aluda en los evangelios a la belleza estética del paisaje ante el que suceden los hechos. En realidad poco había que decir. Desde el punto de vista de la belleza natural cualquier país aventaja a Palestina. La monotonía es su carácter más habitual. El color gris de las rocas que, casi por todas partes, emergen del suelo, la falta de árboles, la ausencia de verdor durante la mayor parte del año, los lechos secos y pedregosos de los torrentes invernales, las formas, por lo común semejantes, de las cumbres redondas y desnudas, son ciertamente poco a propósito para deleitar cuando se los contempla durante largas horas.
Las cuatro provincias
En tiempos de Cristo no se usaba ya la vieja división del país en doce tribus, sino la partición administrativa en cuatro grandes provincias y algunos otros territorios más o menos autónomos. Cuatro provincias muy diferentes entre sí y de las cuales tres estaban situadas en el lado occidental del Jordán y sólo una, Perea, en el oriental. En las cuatro se desarrollará la vida de Jesús, pero en Samaria y Perea se tratará sólo de breves estancias. Son Judea y Galilea el verdadero escenario de la gran aventura y gran ventura.
Judea jugaba, desde siempre, el papel de protagonista. En ella estaba Jerusalén, centro religioso, político y cultural del país. Judea era, como decían los rabinos, el país de la Schekinah, es decir: el de la divina presencia, una especie de «santo de los santos» de la geografía del mundo.
En Judea estaban, además, las ciudades más grandes e importantes de la Palestina de entonces.
Más importante era aún la zona llamada de la «montaña real». Aparte de Jerusalén allí estaba Hebrón, patria y sepulcro de Abrahán; y Belén patria de David y de Cristo: y, en el valle del Jordán, a unos veinticinco kilómetros de la capital, Jericó, una bella ciudad en un oasis en medio del desierto.
En los límites geográficos de Samaria, pero perteneciendo jurídicamente a Judea, estaba, a orillas del Mediterráneo, Cesarea. Era, después de Jerusalén, la ciudad más importante de Palestina; ciudad centro de la dominación romana y residencia habitual del procurador, era una ciudad típicamente pagana, odiada, por tanto, por los judíos.
Dulce y bronca Galilea
Desde el punto de vista de la vida de Cristo es Galilea la región que más nos interesa. Su nombre viene de la palabra hebrea «galil» que significa círculo y también anillo o distrito. Era la región más bella y fructífera de Palestina.
Era también la zona más poblada de Palestina, aunque no puedan considerarse verdaderas las exageraciones de Flavio Josefo cuando escribe que la menor ciudad de Galilea tenía 15.000 habitantes. Sí parece en cambio bastante exacto el retrato que el historiador nos deja del carácter de los galileos. Eran, dice, muy laboriosos, osados, valientes, impulsivos, fáciles a la ira y pendencieros. Ardientes patriotas, soportaban a regañadientes el yugo romano y estaban más dispuestos a los tumultos y sediciones que los judíos de las demás comarcas. Muchas páginas evangélicas atestiguan la exactitud de esta descripción. También el Talmud asegura que los galileos se cuidaban más del honor que del dinero.
El nivel cultural era inferior al de Judea. Su pronunciación era torpe y dura. En Jerusalén se reían y hacían bromas al escuchar a un galileo, que era conocido en cuanto abría la boca.
En la región no había ninguna ciudad muy populosa, aunque sí abundaban las de tamaño medio. Pero las más importantes se acumulaban en torno al Lago de Tiberiades o Gennesaret.
Y menor que todas, pero más importante que todas, Nazaret, la «flor» de Galilea, la ciudad más cerca del corazón de cuantas existen en el mundo.
Un pueblo invadido por Dios
En este país tan poco especial vivía un pueblo muy especial, un pueblo que en nada se parecía a todos los demás que poblaban el mundo. Las demás naciones les juzgaban orgullosos, pero aquella hurañía suya no tenía nada que ver con tantos otros engreimientos o altanerías nacionales como la historia ha conocido.
¿Cuál era el misterio de aquel pueblo? Se llamaba Yahvé. El judío era un pueblo literalmente invadido, poseído por Dios. Podía ser pecador pero se seguía sabiendo elegido para una misión sin par en el universo. Era un pueblo guiado por una vertiginosa esperanza.
Nunca ha existido un pueblo tan total, tan absolutamente teocrático, un pueblo cuyas decisiones se guiaron siempre y sólo por Dios: a su favor o en su contra, pero con él como único horizonte.
Dios había estado en los albores de la vida de este pueblo dándole dirección y sentido. Cuando, en los comienzos del segundo milenio antes de Cristo, Abrahán decide abandonar Ur y comenzar la marcha hacia la que sería tierra prometida, la razón es simplemente la de afirmar el culto del Dios único y huir de las idolatrías mesopotámicas. Y Moisés, mucho antes que un jefe y un legislador, mucho antes que un guía y un liberador, es el hombre que ha dialogado con el Eterno y que sabe interpretar su voluntad.
Desde entonces, toda la existencia de este pueblo será una lucha por el mantenimiento de esa alianza que le constituye como pueblo y le da sentido como nación. La fe en ese Dios que es superior a todos los ídolos es el único credo nacional, militar y político de Israel.
Ricos y pobres en Israel
Pero este clima religioso coexistía, como tantas otras veces en la historia, con la injusticia social. El panorama económico de Palestina era, en tiempos de Cristo, pobre en su conjunto. La agricultura, la artesanía y el comercio eran las tres grandes fuentes del producto nacional. La agricultura se daba en las cuatro provincias, pero con grandes irregularidades.
La artesanía y algunas industrias muy primitivas —la lana, el lino, el cuero— daban de comer a otra buena parte de la población. Y no hay que olvidar, en los tiempos de Cristo y en los precedentes, la importancia de la arquitectura. Herodes y sus sucesores desarrollaron en Palestina una actividad constructora que dio de comer a mucha gente, tanto en la edificación del nuevo templo como en la construcción de palacios, teatros y circos.
El comercio interior se concentraba todo él en Jerusalén, en los alrededores del templo. Esta era una de las grandes heridas de la religiosidad que Cristo conoció: en medio de un país pobre, se elevaba una ciudad rica, y en el centro de ésta un templo en el que el dinero circulaba abundantísimo.
En torno al templo surgía un inmenso comercio del que vivían sacerdotes, letrados, tenderos, cambistas y una enorme turba de maleantes y pordioseros.
Muchas de las tierras de Galilea era propiedad de favoritos del rey o de sacerdotes que jamás pisaban los campos que poseían. Dejados en manos de delegados suyos, se limitaban a cobrar anualmente su parte, tanto si la cosecha era buena como si era mala. Y entre los amos, que percibían despreocupadamente sus rentas, y los administradores, que procuraban llevarse la mayor parte posible, había una multitud de jornaleros y campesinos explotados, en cuyos ánimos surgía fácilmente el anhelo de revueltas y venganzas. Era, realmente, el clima que tantas veces nos encontraremos en las parábolas de Jesús: obreros que protestan por haber cobrado poco o que matan a los emisarios del rey o del dueño de la finca.
Tres estratos sociales
La división de clases era muy fuerte en Palestina y la tensión entre ellas mucho mayor de lo que suele imaginar esa visión idílica con la que solemos rodear la vida de Cristo.
Tres grandes grupos sociales constituían el entramado del país. Estaban, en primer lugar, los aristócratas. Este grupo estaba formado por la nobleza sacerdotal y los miembros de la familia del sumo sacerdote. Vivían fundamentalmente de los ingresos del templo, de las tierras de su propiedad, del comercio del templo y del nepotismo en la designación de sus parientes para ocupar las magistraturas directivas y judiciales.
Junto a ellos pertenecían a la aristocracia los grandes comerciantes y terratenientes, que estaban representados como ancianos en el Sanedrín. La mayor parte vivían en Jerusalén o en sus cercanías.
Junto a este estrato superior —compuesto por muy pocas familias— había una clase media, también muy corta. Era el grupo de los pequeños comerciantes y artesanos que, sin lujos, podía llevar una vida desahogada. A este grupo de clase media pertenecía también la mayoría de los sacerdotes que, además, del culto, tenían casi siempre algún otro oficio, manual en no pocos casos.
Venía después la enorme masa de los pobres que, ciertamente, sobrepasaba el noventa por ciento de la población. El coste de la vida en Palestina era muy moderado. La gente era de gustos muy sencillos y se contentaba con poco en vivienda y vestidos. Por ello normalmente con el salario de un denario diario una familia vivía aceptablemente (Recordemos que el buen samaritano de la parábola deja al hotelero dos denarios como dinero suficiente para atender algún tiempo al herido y que dos pájaros se vendían por un as, seis céntimos de denario).
Este clima tenso de hambre y de injusticia nacional lo percibimos en las terribles palabras de los profetas y de Cristo mismo. (Is 5, 8) (Is 4, 1) (Am 8, 4) (Lc 6, 24)
Esta pobreza de los pobres se vio aún agravada en el siglo anterior y posterior al nacimiento de Cristo por la multiplicación de los impuestos y gravámenes. Reyes y gobernadores explotaban a sus súbditos y en las guerras e invasiones el saqueo era norma común.
A este mundo llegaba Jesús
Y al margen de estas tres clases sociales estaba todavía el otro grupo que no podía denominarse clase, aunque fuera casi tan numeroso como los ricos y la clase media juntos: eran los mendigos y pordioseros que rodaban por calles y caminos. En otro tiempo la legislación mosaica había establecido leyes sabias y muy humanas para evitar la plaga del pauperismo, pero esas leyes habían caído ya en desuso. No había, pues, en tiempos de Cristo organización ninguna, ni civil, ni religiosa, ni privada, que ejerciera la caridad o atendiera a la miseria.
Los más de estos mendigos eran enfermos, tullidos o mutilados. En tiempos de Cristo eran abundantes en Palestina la lepra, las diversas formas de parálisis, la epilepsia y la ceguera.
Entre ellos existían, además, los pícaros. Y los simuladores, que se hacían pasar por tullidos o enfermos, abundaban.
La desconfianza ante estos truhanes y el concepto de que la enfermedad era fruto o consecuencia de un pecado, hacía aún más lastimosa la situación de los verdaderos y abundantes enfermos.
A este mundo llegaba Jesús. A este mundo de miseria y lucha. A estos excluidos anunciaba el reino de Dios, a estos divididos por el dinero y el odio iba a predicar el amor. Esta mezcla de religiosidad e injusticia iba a recibirle.
Esta expectación de un Mesías temporal es la que iba a encontrarse. Este pueblo arisco y cerrado iba a ser su pueblo. Ese hambre iba a compartir. Por ese templo lujoso y esas calles miserables iba a caminar. Desde ese pequeño y convulso país iba a emprender la tarea de cambiar el mundo entero. En ese olvidado rincón del mundo —sin arte, sin cultura, sin belleza, sin poder— iba a girar la más alta página de la historia de la humanidad.