Pbro. Eduardo Hayen Cuarón
El fin de semana pasado fue muy triste para la diócesis. Falleció el viernes 21 de enero el padre Juan Manuel García Martínez, y el domingo 23 entregó su alma el padre Benjamín Cadena de Santiago. Ambos murieron después de una enfermedad; los dos sirvieron en nuestra Diócesis de Ciudad Juárez; uno y otro dedicaron ejemplarmente su vida a Dios. Estas dos partidas, por un misterio de la voluntad de Dios, tan pegadas en fechas una con otra, dejan un enorme vacío en nuestros corazones. Si bien es cierto que cada sacerdote es único e insustituible, los padres Juan Manuel y Benjamín, por su trayectoria, han dejado una huella de hondura en nuestra Iglesia diocesana, sobre todo en la formación de nuestros sacerdotes.
Mayor de edad era el padre Juan Manuel. Su convalecencia en una casa de reposo para ancianos en Madrid duró varios años hasta perder toda movilidad y, finalmente, la vida. Por otra parte el padre Benjamín, lejos todavía de ser un adulto mayor, durante su etapa de formador en el Seminario había sufrido una terrible bronco aspiración que casi lo llevó a la tumba, una de cuyas secuelas fue el progresivo debilitamiento de su corazón, que funcionaba a bajo porcentaje. Aunado a su reciente infección de Covid, tuvo que ser intubado hasta que perdió la batalla y entregó su alma a Dios.
Los dos sacerdotes tuvieron dos líneas de formación muy diversas. El padre García, ordenado sacerdote para la española Diócesis de Zaragoza, fue formado con la máxima ortodoxia en el Seminario de Comillas, en la región de Cantabria. Imbuido de un generoso espíritu misionero, aceptó viajar a la naciente Diócesis de Ciudad Juárez para servir como sacerdote, ministerio que ejerció como párroco en Villa Ahumada, Zaragoza y nueve años como rector del Seminario.
Quienes estuvieron bajo la formación del padre García, pudieron apreciar sus muchas virtudes, entre las que destacaba tener una vida profundamente sencilla y humilde. Austero en su manera de vestir y de transportarse –siempre limpio y nunca ostentoso–, conservó siempre su coche viejo y destartalado, reparado decenas de veces y al que los seminaristas llamaban «la limosina». Como formador, fue un sacerdote muy cercano y paternal con los seminaristas. De trato muy ameno, de charla muy agradable –a veces profunda y reflexiva– y conservando siempre su buen humor, gustaba compartir la mesa con quienes serían los futuros sacerdotes. Fino en su trato y con un autodominio ejemplar sobre sus reacciones cuando tenía motivos para enojarse, jamás perdió la cordura, nunca utilizó malas palabras y siempre fue afable para corregir.
Rasgo que lo caracterizó fue su preocupación para que los seminaristas tuvieran crecimiento en su cultura general. De formación europea, en sus clases mostraba a los alumnos las obras de los clásicos de la pintura, la escultura, la arquitectura y la música. Como rector hacía sacrificios para que cada año, el Seminario viajara a otras partes de la república para visitar ciudades, santuarios y congregaciones religiosas, pues sabía que los viajes ilustran. Era sensible al sufrimiento de los enfermos y en varias ocasiones seguía a las ambulancias por las calles para brindar auxilio espiritual a alguien cuya vida podía estar en peligro.
El padre Benjamín Cadena de Santiago, por su parte, recibió su formación al sacerdocio en Ciudad Juárez. Perteneciente a la Asociación de los Sacerdotes del Prado –un Instituto secular de derecho pontificio para sacerdotes diocesanos, cuyo propósito es la evangelización y la catequesis a los pobres y desde la pobreza, el estudio del Evangelio y la lectura teologal de la propia vida y ministerio–, el padre Benjamín vivió su sacerdocio con un amor profundo a Jesucristo y un amor preferencial por los pobres.
Hijo de su tiempo, fue influido por las corrientes teológicas de los años 70 y 80 que denunciaban fuertemente la cuestión social. Sirvió como párroco, entre otras comunidades, en la parroquia San Vicente de Paúl en donde desplegó una gran acción pastoral en favor de los necesitados a través de las Comunidades Eclesiales de Base. Posteriormente el obispo Juan Sandoval Íñiguez lo envió a estudiar Teología moral en Roma, en la Pontifica Universidad de la Santa Cruz, regida por el Opus Dei. A su regreso de Roma el padre Benjamín, habiendo asimilado la más rigurosa ortodoxia teológica del Opus, vivió un sacerdocio muy equilibrado. Contrario a muchos sacerdotes de aquellos años que fueron educados en corrientes más liberales, el padre Cadena siempre fue muy respetuoso y fiel a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. Demostró un gran amor y sensibilidad al tema de la defensa de la vida y acompañó a diversos grupos ProVida como el Centro de Ayuda para la Mujer Juarense, el Método de la ovulación Billings y la comunidad «Lucas médico querido».
Una vez regresado de Roma, se integró el equipo formador del Seminario, cuyo rector era entonces el padre Juan Manuel García. De vida austera y coherente, disciplinado, exigente como formador y sensible hacia las causas sociales, el padre Benjamín siempre fue muy cercano a los seminaristas así como a los fieles de las parroquias en las que sirvió. Tuvo diversos cargos en el Seminario, hasta ser vicerrector, pero quienes fueron seminaristas lo recuerdan como un director espiritual de mucha sabiduría. Clérigos y laicos lo recordarán como un sacerdote con una excepcional capacidad de escucha, y un fino sentido del discernimiento.
Hoy la diócesis en su tristeza –las despedidas siempre son tristes– también alaba a Dios con gratitud y alegría por la vida de estos dos grandes hombres de Dios que, como Jesús, pasaron haciendo el bien y perfumaron con aroma de evangelio esta tierra fronteriza. Dios nos conceda a nosotros, quienes tenemos la misión de implantar el Reino de Dios en esta porción de la grey del Señor, seguir el ejemplo de nuestros mayores imitando sus virtudes sacerdotales. Se apiade el buen Dios de sus almas y les conceda entrar en la alegría de la Resurrección.