Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
No es secreto para nadie que en América latina existe una enorme presión, política y financiera, para legalizar el aborto. Desde 1994, cuando se realizó la Conferencia Mundial de Población de la ONU en El Cairo, fue trazado el objetivo de que para el año 2015 los servicios de salud sexual y reproductiva –incluido el aborto– serían implementados en todos los países. Como la meta no se logró para ese año, hoy toda la presión financiera, política, académica, cultural y de medios de comunicación, recae en este tema para que se alcance lo antes posible.
Según datos del analista Agustín Laje, en México, International Planned Parenthood Federation (IPPF), invirtió entre 2008 y 2016, la cantidad de 18 millones de dólares para financiar a grupos abortistas dentro de nuestro país. La IPPF es la organización abortista más poderosa del mundo. Con sus más de 46 mil clínicas establecidas en diversos países, es un negocio norteamericano de ganancias descomunales, si consideramos que practicarse un aborto tiene costos que varían entre los 350 y los 2150 dólares, según el tiempo del embarazo. Si en el mundo se practican alrededor de 73 millones de abortos al año, el lucro es incalculable.
Quienes apoyan el aborto en México, principalmente los partidos de izquierda, aliados con el capitalismo imperialista representado por la IPPF, fueron muy astutos. Sabían que la mayoría de los congresos estatales tienen leyes que protegen la vida y que el pueblo de México, en su mayoría, es pro vida. Por eso hubiera sido un error que los partidos socialistas promovieran el aborto en los estados. Habrían fracasado y el precio político hubiera sido muy alto. Inteligentemente remitieron el asunto a la SCJN y, como Poncio Pilato, se lavaron las manos.
Quienes amamos y defendemos la vida debemos emprender el camino de la resistencia y de una persistente campaña educativa sobre el tema. No podemos callar sobre los efectos destructivos del aborto para las vidas inocentes, para las mujeres y las familias. Los obispos de México están exhortando a los católicos de nuestro país a sumarnos a la gran marcha por la vida que se realizará el 3 de octubre por la mañana en la Ciudad de México. Es tiempo para demostrar que somos una nación que ama, respeta y defiende la vida humana no nacida, como el primero de los derechos humanos. Revertir esta situación no será fácil ni a corto plazo. Resistencia, educación y oración son nuestro deber.
Para la mujer no cambiará nada. Las feministas creen que las mujeres ganaron una gran batalla, pero en realidad la perdieron y la seguirán perdiendo. Quienes se practiquen un aborto entrarán en la experiencia más horrible de sus vidas. Soñarán con bebés; imaginarán cómo sería su hijo no nacido; serán más promiscuas sexualmente y más propensas al uso de drogas, al alcohol y al suicidio. A muchas las acompañará el síndrome de estrés post traumático, más fuerte que el que tienen los soldados veteranos de guerra, con la diferencia que estos vivieron la violencia en un campo de batalla externo mientras que para las mujeres que abortaron la zona de guerra fueron sus mismas entrañas.
El problema real de las mujeres mexicanas no son los embarazos no deseados. El INEGI reveló que solamente 43 mujeres mexicanas fallecieron por aborto en 2020, sin especificar si se trataron de abortos procurados o espontáneos. La cifra es una ridiculez comparada con la falsas cifras de los grupos feministas de «miles de mujeres que mueren por abortos clandestinos». Más mortal que el aborto es el problema del cáncer de mama, que en 2020 cobró la vida de 7821 mujeres, según INEGI. Estas cifras van en ascenso y, por cierto, las mujeres que abortan tienen más posibilidades de padecer este tipo de cáncer. Pero también está el problema femenino del hambre; en el mismo año en nuestro país perdieron la vida 3522 mujeres por falta de alimentación. ¿Dónde están las feministas frente a estos problemas que son reales? Su feminismo socialista solamente se manifiesta ahí donde huele el dinero financiado por la capitalista IPPF.
Resistencia, educación y oración serán las tres armas con la que los cristianos y las personas de buena voluntad podremos revertir las leyes que pisotean el derecho a vivir, para crear una nación humana y democrática.