Su propósito es juntar a las personas en comunión y prepararnos para escuchar atentamente la Palabra de Dios
Dominicc Grassi y Joe Paprocki
Los ritos iniciales de la misa nos invitan y nos animan a ingresar a una comunidad y a aceptar la realidad de que “no se trata solo de mí”. Si bien solemos cruzarnos con desconocidos en estaciones de trenes, aeropuertos, supermercados y centros comerciales, entramos a la iglesia saludando y siendo saludados, incluso si no conocemos a nadie o si nadie nos conoce. Nos encontramos ante una hospitalidad que sugiere: No estás solo aquí. Eres parte de una comunidad. Esta hospitalidad nos enseña que la dignidad no tiene su origen en ser un mero individuo, sino en relacionarnos como hermanos y hermanas.
Se suele hablar de los ritos iniciales de la misa como ritos de reunión. Esta reunión, no obstante, se da en dos niveles. Por un lado, hay una reunión de personas en una comunidad. En la Instrucción General del Misal Romano (2007) dice: “En la misa, o Cena del Señor, el pueblo de Dios es convocado y reunido”. Más adelante dice que “en la celebración de la misa […] Cristo está realmente presente en la misma asamblea congregada en su nombre”.
La misa es una oración “comunitaria”, no una devoción individual. Participar en los cantos, en los diálogos entre el sacerdote y los fieles, en las aclamaciones, gestos, respuestas, posturas e incluso el silencio compartido “no son sólo señales exteriores de una celebración común, sino que fomentan y realizan la comunión entre el sacerdote y el pueblo”. En esencia, los ritos iniciales de la misa nos dicen que no reconoceremos la presencia de Jesús en el pan y el vino si primero no reconocemos su presencia en los que están reunidos con nosotros mientras nos preparamos para celebrar la misa.
Canto de entrada
El propósito de los ritos iniciales es juntar a las personas en comunión y también prepararnos para escuchar atentamente la Palabra de Dios y celebrar la Eucaristía dignamente. A menos que tomemos un tiempo para hacerlo, permanecemos enfrascados en nuestras preocupaciones. A menos que tomemos unos minutos para que ese recogimiento personal tenga lugar, corremos el peligro de mantener una actitud narcisista, es decir, de permanecer obsesionados con nosotros mismos y dejar de lado a los demás.
Las distintas partes de los ritos iniciales nos ayudan a comenzar esta transformación. Una vez que nos hemos ubicado en nuestros lugares y que hemos dedicado algunos minutos en silencio para el recogimiento interior, se nos saluda formalmente y se nos invita a concentrarnos en el misterio de la fiesta o tiempo litúrgico que celebramos. Esto se lleva a cabo con un canto de entrada o una breve introducción que lee algún comentarista. El canto de entrada será un canto litúrgico apropiado. Por desgracia, algunos nos abstenemos de cantar en misa. Creemos que por no tener una voz como la de alguna soprano o algún tenor famoso debemos permanecer callados. No obstante, el resultado es que terminamos apartándonos del resto de la comunidad. Creemos erróneamente que por cantar estamos llamando la atención, cuando, en realidad, no cantar indica que estamos poniendo la atención en nosotros mismos. Jamás pensaríamos ir a una fiesta de cumpleaños y no cantar el “Cumpleaños Feliz”. Cantar nos ayuda a congregarnos con nuestros hermanos y hermanas. Al unir las voces empezamos a unir los corazones con los de los demás. Cantar también ayuda al recogimiento interior, pues la letra de los himnos nos invita a concentrarnos en las obras de Dios por las que nos reunimos para agradecerle. Cantar nos prepara para abrirnos hacia todo lo que Dios nos ofrece.
Procesión
La procesión de entrada también nos ayuda a reunirnos como comunidad. Un buen modo de entender la procesión de entrada es compararla con un desfile. Para muchos un desfile es algo digno de ver. Si bien muchos no andan a la par de los que desfilan, participan como espectadores y alientan a los que desfilan. ¿Por qué? Porque los desfiles suelen celebrar una victoria. Tienen su origen en las conquistas militares. Cuando un ejército triunfante regresaba a su patria, marchaba como si estuviera recreando la batalla que había ganado y les daba a todos la oportunidad de participar en una marcha hacia la victoria. Al frente, el portaestandarte proclamaba con orgullo la identidad de los victoriosos.
En esencia, la procesión de entrada en la misa es un desfile santo, una marcha victoriosa. No nos uniremos a la procesión, pero cada uno de nosotros, en virtud de nuestra presencia, nuestra atención y participación en el canto de victoria que acompaña la procesión, es parte de esta marcha hacia la victoria. Al frente de este desfile santo marcha el portaestandarte con la cruz, el símbolo que nos identifica: seguidores de Jesucristo. Y del mismo modo que se levanta un trofeo para que lo vean todos cuando en una ciudad se celebra una victoria, la cruz es nuestro trofeo, el trofeo de Dios, que simboliza su victoria sobre el pecado y la muerte. Basta mirar, por ejemplo, a los fanáticos cuando el equipo triunfador llega a la ciudad con la copa Stanley, el trofeo de la Liga Nacional de Hockey estadounidense. No sólo aclaman, sino que hacen lo posible para tocarla e incluso besarla cuando la copa pasa por las calles de la ciudad. ¿Cómo te sientes cuando la cruz victoriosa pasa por el pasillo de la misa? La procesión de entrada es la marcha victoriosa de la misa.
En nuestra vida diaria, vivir la misa significa que debemos vivir cada día como pueblo victorioso, no porque hayamos hecho algo al respecto, sino porque tenemos un Dios que nos ama y que derrotó el pecado y la muerte, y que desea compartir esa victoria con nosotros gracias a su gran misericordia.
La cruz, sostenida en lo alto por un monaguillo, encabeza la procesión y nos invita a concentrarnos en el desinteresado acto de amor de Jesús. Los cirios, también llevados por los monaguillos, iluminan el camino para que reconozcamos la presencia de Jesús entre nosotros y en aquellos que están con nosotros reunidos. Con reverencia, un lector o diácono lleva el Evangelio, lo cual nos recuerda aclarar la mente para que seamos sinceramente receptivos a la Palabra de Dios. El sacerdote, como líder de la asamblea, simboliza la unidad de todos aquellos congregados en el nombre de Cristo. El lento movimiento de la procesión que avanza hacia el santuario nos recuerda que estamos todos juntos en este viaje, avanzando hacia el Señor. Cuando el sacerdote y sus ministros se inclinan ante el altar y el sacerdote y diácono lo besan, se nos recuerda que estamos reunidos alrededor de una mesa. A diferencia de un restaurante, donde podemos obtener un lugar reservado para nosotros solos, esta comida, que se parece más a un banquete, nos llama a reunirnos alrededor de una sola mesa. Cuando ya estamos ubicados y terminamos de cantar, el sacerdote y todos los congregados hacen la señal de la cruz con la mano derecha, desde la frente, hacia el pecho y después del hombro izquierdo hacia el derecho. Este antiguo gesto cristiano recuerda a los bautizados que estamos sellados en Cristo, que le pertenecemos y que todo lo que hacemos debe ser en nombre de Dios.
Sacerdote: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Pueblo: Amén
Sacerdote: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros.
Pueblo: Y con tu espíritu
No nos reunimos en nuestro nombre, sino “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. El sacerdote saluda formalmente a los presentes. Si bien antes de que comenzara la misa compartimos una breve charla y algunas cortesías con los demás fieles, ahora se nos saluda con lenguaje ritual, con palabras que se utilizaban en la iglesia desde que San Pablo las usó por vez primera en una epístola para saludar a la comunidad de creyentes en Corinto. Este lenguaje ritual, lejos de ser rígido o estirado, nos ayuda a darnos cuenta de que somos parte de algo mayor que nosotros.
Este saludo ritual es mucho más que decir simplemente “hola”. Es más un deseo que un saludo. En este aspecto, se puede comparar a cuando alguien decía “Que la Fuerza te acompañe” en la película La Guerra de las Galaxias. Estas palabras se pronunciaban cada vez que alguien iba a emprender alguna tarea difícil y trascendental. Del mismo modo, ese intercambio de frases con el sacerdote: “El Señor esté con ustedes. Y con tu espíritu” representa el deseo nuestro y del sacerdote de que estemos llenos de la gracia necesaria para emprender esta trascendental tarea de celebrar la misa. Además, compartiremos este intercambio tres veces durante la misa: cuando nos preparamos a escuchar el Evangelio, cuando comenzamos la Plegaria Eucarística y cuando nos retiramos. En cada uno de estos momentos estamos en el umbral de una tarea trascendente para la cual necesitamos la gracia de Dios.
Además, al utilizar el lenguaje universal de las palabras rituales, es decir, palabras que otros creyentes en otros lugares también comparten, el sacerdote evita toda tentación de ponerse él en el centro de la atención. ¡Una atención que sobreviene cuando a alguien se le da un micrófono! Cuando saluda a la asamblea de esta manera, el sacerdote invita a cada persona a participar en el ritual de la misa, un ritual que nos moldea y nos convierte en una comunidad.
A primera vista quizás pensemos que el sacerdote quiere llamar la atención con esas prendas especiales que luce, llamadas vestiduras sagradas. El propósito de estas vestiduras cubren la identidad individual del sacerdote y enfatizan su función como sacerdote de la comunidad allí congregada. El propósito de las vestiduras es ocultar la individualidad del sacerdote y dirigir la atención de la congregación hacia Cristo, en cuyo nombre el sacerdote sirve. Como líder de la asamblea, el sacerdote nos recuerda que, en el bautismo, todos recibimos una vestidura para usar como símbolo de que estamos revestidos en Cristo. Aunque no luzcamos esa vestidura en misa, cada vez que entramos a la iglesia y mojamos los dedos en el agua bendita recordamos que debemos disminuir para que Jesús crezca.
Los ritos iniciales de la misa comienzan un proceso de conversión. Gracias a que aceptamos y ofrecemos hospitalidad, a que tomamos el tiempo para el recogimiento, a que nos unimos en el canto, a que observamos la procesión que simboliza nuestro viaje junto con los demás fieles en la fe, a que reconocemos que nos reunimos alrededor de una mesa, a que comenzamos –no en nombre propio sino en nombre de la Santísima Trinidad– y a que saludamos y somos saludados por el sacerdote con el lenguaje ritual, abrimos las puertas a un cambio en el corazón y en la mente. Se nos llama a esta conversión semanal, la cual nos invita a dirigir la atención hacia otros, no hacia nosotros. Somos conscientes de que no estamos solos, sino que compartimos este tiempo y este espacio con otros. Mientras tiene lugar este proceso, somos conscientes de que nuestras actitudes narcisistas pueden haber lastimado a otros. Si lo único en que nos concentramos es en nosotros, corremos el riesgo de no llegar a reconocer la presencia de Dios en los demás. No es casualidad que la misa nos invite a dirigir la atención a nuestra necesidad de buscar el perdón.
Los otros seis días de la semana
Con respecto a la vida cotidiana, los ritos iniciales de la misa nos invitan y nos desafían a:
- Tomar a diario unos momentos para el recogimiento y la oración
- Ofrecer hospitalidad en nuestro trabajo, en la calle, así como nuestros hogares y comunidades
- Proteger la necesidad de soledad y privacidad, y a la vez permanecer alertas a la tentación de ser individualistas
- Reconocer la dignidad de los demás, también creados a imagen de Dios
- Invitar a otros a caminar con nosotros en este viaje y ofrecer a otros caminar con ellos en su viaje
- Vencer las actitudes narcisistas y concentrarnos en la necesidades de los demás
- Buscar a quienes están solos (sobre todo en las comidas) y ofrecerles nuestra compañía.
…
Como el cuerpo, que siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, y hemos bebido un solo Espíritu.
El cuerpo no está compuesto de un miembro, sino de muchos. Si el pie dijera: Como no soy mano, no pertenezco al cuerpo, no por ello dejaría de pertenecer al cuerpo. Si el oído dijera: Como no soy ojo, no pertenezco al cuerpo, no por ello dejaría de pertenecer al cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojo, dónde estaría el cuerpo?; si todo fuera oído, ¿cómo olería? Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno como ha querido. Si todo fuera un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Ahora bien, los miembros son muchos, el cuerpo es uno. No puede el ojo decir a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los pies: no los necesito.
1 Corintios 12:12-21