Felipe de J. Monroy/ Periodista católico
Hace 60 años, mientras la Santa Sede configuraba por primera vez en su historia una Oficina de Prensa moderna para dar a conocer los trabajos preparatorios del Concilio Ecuménico Vaticano II, el entonces pontífice Juan XIII insistía en diversos discursos sobre la absoluta necesidad “de informar a la opinión pública, cuya influencia es tan grande sobre la marcha de los acontecimientos”. En aquel entonces, el papa Roncalli aprovechaba casi cualquier oportunidad para compartir a los medios seculares su perspectiva sobre la Iglesia: “Es una institución única en el mundo; divina y humana a la vez, con veinte siglos de existencia y, sin embargo, siempre joven, persigue incansablemente, a través de las actividades humanas, fines sobrenaturales que escapan fácilmente a observadores superficiales”. Se trata de una definición breve, pero sumamente audaz. Es fascinante que en ella se intuya que, además de su tradición bimilenaria y su dimensión atemporal, la Iglesia católica es una organización que siempre se renueva. Cualquier intento para detener este dinamismo y reducirlo a simples muros o fotografías a merced del tiempo sólo conduce al anquilosamiento y a la erosión. Este fin de semana, el papa Francisco volvió a recuperar este espíritu preconciliar ahora frente a la convocatoria de un nuevo Sínodo de Obispos cuya preparación durará tres años. Bergoglio abrió este camino de renovación en la Iglesia católica cuyos efectos podrían significar sensibles cambios en la institución pues el propio pontífice calificó este sínodo como “un proceso de sanación guiado por el Espíritu Santo”. En la apertura del proceso, el Papa usó tres conceptos para tener en cuenta durante los años de preparación: ‘encuentro’, ‘escucha’ y ‘discernimiento’. Esto quiere decir que, a lo largo y ancho del mundo, los primeros pasos a tomar por la Iglesia católica es ir al encuentro con las realidades de sus ambientes, escuchar a todas las personas en sus alegrías y sus penurias, y finalmente analizar a profundidad cómo la Iglesia puede curar y curarse en esa realidad. Para esta ‘sanación’, la Iglesia parece que debe despojarse de muchos prejuicios y preconcepciones, que la certezas se reduzcan a las teologales y a las escatológicas, pero no a los procesos ni a las fronteras de las tradiciones; la Iglesia sin duda parece entrar en un proceso que le ayudará a clarificar que la ortodoxia no es sinónimo de disciplina. Y, afortunadamente, en dicho proceso no hay nada pre escrito; al menos eso aseguró el relator general del Sínodo, cardenal Jean-Claude Hollerich: “Las páginas están en blanco, ustedes tienen que rellenarlas”. Pero agregó que se debe hacer este trabajo con actitud de servicio, de apertura y disponibilidad, con sentido de universalidad y bajo la garantía de salir al encuentro y escucha con la gente que no comparte las mismas ideas. El proceso sinodal, por tanto, será también oportunidad para un cambio en las diferentes estructuras de la Iglesia católica; de honesta autocrítica y evaluación. Porque si se sale al encuentro y escucha de las víctimas de abuso, indefectiblemente se deben reconstruir (y hasta prescindir) las relaciones, los estilos de gobierno e incluso ciertas instituciones católicas que no aportan transparencia o servicio; si se habla y se busca salvar a los descartados y a la Casa Común de los modelos económicos del tecnocapitalismo salvaje también será preciso sancionar y disolver aquellos sistemas u organizaciones dentro de la Iglesia que capitanean los perniciosos y criminales mecanismos de privilegio y peculio. Es decir, los esfuerzos de escucha no se puede limitar a una relatoría aséptica de los hechos que amenazan la vida humana desde la peana de la autopreservación; también será preciso reconocer cuáles de ellos son propiciados, no por el Evangelio, sino por la corrupción de algunas estructuras religiosas; y, consecuentemente, ponerles fin. Lo pidió también Francisco en el inicio del proceso sinodal, “no es una convención erudita”; sino un proceso que “nos llama a vaciarnos, a liberarnos de lo que es mundano, y también de nuestros modelos pastorales repetitivos”. ¿Se podrá sacudir la Iglesia de lo prescindible, de sus pesados fardos, y orientar sus fuerzas morales, espirituales y humanas al horizonte de la realidad social para ‘perseguir los fines sobrenaturales’? Quizá, frente al audaz sínodo convocado por Francisco, sea buen momento para recordar las palabras del papa san Juan XXIII en su encíclica ‘Paz en la tierra’ de 1963: “Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los derechos y de los deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal sociedad”. Quizá también una nueva ‘regulación’ en la Iglesia ayude a la humanidad a ‘abrirse al mundo de las realidades espirituales’. Y a lo mejor esto no va a detener la sangría de fieles en las filas del catolicismo pero quizá las periferias espirituales mundanas comiencen a comprender esa famosa “esencia de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad”.