Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber considerado algunos aspectos de la desolación, hablamos hoy de la consolación, la luz del alma, otro elemento importante para el discernimiento, y que no debe darse por descontado, porque se puede prestar a equívocos. Debemos de entender qué es la consolación, igual que hemos entendido qué es la desolación.
¿Qué es la consolación espiritual? Es una experiencia profunda de alegría interior, que consiente ver la presencia de Dios en todas las cosas; esta refuerza la fe y la esperanza, y también la capacidad de hacer el bien. La persona que vive la consolación no se rinde frente a las dificultades, porque experimenta una paz más fuerte que la prueba. Se trata por tanto de un gran don para la vida espiritual y para la vida en su conjunto. Vivir esta alegría interior.
La consolación es un movimiento íntimo, que toca lo profundo de nosotros mismos. No es llamativa sino suave, delicada, como una gota de agua en una esponja (cfr S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 335): la persona se siente envuelta en la presencia de Dios, siempre de una forma respetuosa con la propia libertad. Nunca es algo desafinado, que trata de forzar nuestra voluntad, tampoco es una euforia pasajera: al contrario, como hemos visto, también el dolor, por ejemplo, por los propios pecados puede convertirse en motivo de consolación.
La consolación es una paz pero no para gozar de ella sentados, no, te da la paz y te empuja hacia el Señor y te lleva por el camino para hacer cosas buenas. En tiempo de consolación, cuando nosotros estamos consolados, nos viene la voluntad de hacer mucho bien, siempre. Al contrario, cuando es el momento de la desolación, nos cerramos y no queremos hacer nada. La consolación te lleva adelante, al servicio de los otros, de la sociedad, y de las personas.
Algo incontrolable
La consolación espiritual no es “controlable”, no es programable a voluntad, es un don del Espíritu Santo: permite una familiaridad con Dios que parece anular las distancias.
Santa Teresa del Niño Jesús, visitando la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a la edad de catorce años en Roma, intenta tocar el clavo allí venerado, uno de aquellos con los que Jesús fue crucificado.
Teresa siente esta osadía suya como un arranque de amor y confianza. Y luego escribe: “Fui realmente demasiado audaz. Pero el Señor ve el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura […]. Actuaba con él como niña que se cree todo permitido y considera como propios los tesoros del Padre” (Manuscrito autobiográfico, 183).
Así lo escribe ella, espontánea, la consolación te lleva a hacer todo espontáneo. Como si fuéramos niños, y los niños son espontáneos. La consolación te lleva así, con una dulzura, con una paz muy grande.
Una chica de catorce años nos da una descripción espléndida de la consolación espiritual: se advierte un sentido de ternura hacia Dios, que nos hace audaces en el deseo de participar de su misma vida, de hacer lo que le agrada, porque nos sentimos familiares con Él, sentimos que su casa es nuestra casa, nos sentimos acogidos, amados, descansados.
Con esta consolación no nos rendimos frente a las dificultades: de hecho, con la misma audacia, Teresa pedirá al Papa el permiso para entrar en el Carmelo, aunque sea demasiado joven, y le será concedido. ¿Qué quiere decir esto? Significa que la consolación nos hace valientes. Cuando estamos en tiempo de oscuridad y desolación pensamos: “esto no soy capaz de hacerlo”, te tira hacia abajo la desolación. Todo es oscuro: “no, yo no puedo hacerlo, no lo haré…”.
Sin embargo, en el tiempo de consolación, los mismos dicen: “Yo voy hacia adelante, yo lo hago”. “Yo siento la fuerza de Dios y voy hacia adelante”. Es así como la consolación te empuja a ir hacia adelante y a hacer las cosas que en tiempo de desolación no serías capaz de dar ni el primer paso. Esto es lo bonito de la consolación.
Cuidado con las copias
Pero estemos atentos, tenemos que saber distinguir la consolación que viene de Dios de las falsas consolaciones. En la vida espiritual sucede algo similar a lo que sucede en las producciones humanas: están los originales y están las imitaciones.
Si la consolación auténtica es como una gota en una esponja, es suave e íntima, sus imitaciones son más ruidosas y llamativas, son puro entusiasmo, son fuego de paja, sin consistencia, llevan a plegarse sobre uno mismo, y a no cuidar de los otros. La falsa consolación al final nos deja vacíos, lejos del centro de nuestra existencia.
Cuando nosotros nos sentimos felices, en paz, somos capaces de hacer cualquier cosa. Pero no confundir esa paz con un entusiasmo pasajero, porque ese entusiasmo hoy está y luego cae y ya no está más.
Por eso se debe hacer discernimiento, también cuando uno se siente consolado. Porque la falsa consolación puede convertirse en un peligro, si la buscamos como fin en sí misma, de forma obsesiva, y olvidándonos del Señor.
Como diría San Bernardo, se buscan las consolaciones de Dios y no se busca al Dios de las consolaciones. Nosotros debemos de buscar al Señor, y el Señor con su presencia nos consuela, nos hace andar hacia adelante. No buscar a Dios para que nos traiga la consolación, esto no funciona. No debemos ser interesados en esto.
También nosotros corremos el riesgo de vivir la relación con Dios de forma infantil, de buscar intereses, de reducirlo a un objeto para nuestro uso y consumo, perdiendo el don más hermoso que es Él mismo.
Así, vayamos adelante en nuestra vida, que va entre la consolación de Dios y la desolación del pecado y del mundo. Pero sabiendo distinguir cuando es una consolación de Dios, que llega hasta el fondo del alma, o de cuando es un entusiasmo pasajero, que no es malo, pero no es la consolación de Dios.