Como ya es tradición presentamos un cuento de Navidad del escritor juarense Francisco Romo, que este año nos hace reflexionar sobre el verdadero sentido de la Navidad…

Francisco Javier Romo Ontiveros/Escritor
Como cada diciembre, llegamos a los últimos días del año con menos viajes de los esperados, deudas que crecieron, el peso que se negó a abandonarnos, notas que nunca levantaron vuelo, negocios que no pasaron de simples apuntes en una servilleta, atados a los mismos empleos imposibles, viejos rencores aún presentes y los sueños resquebrajados.
Podría decirse, entonces, que los seres humanos somos perseguidores persistentes de metas imposibles. Tal condición inquietó al profesor Edelmanszruk, investigador del comportamiento humano, quien, atento a las desgracias que producen nuestros vaivenes, se dispuso a recorrer la historia universal, con el propósito de indagar el origen de ese impulso que nos conduce a la búsqueda de lo imposible.
Para ello, el profesor Edelmanszruk tuvo a bien conformar un equipo de especialistas para apoyar sus investigaciones. Fue así como un antropólogo, de apellido Smith, descartó a los nómadas indoeuropeos como inventores de la haraganería y la ensoñación persistentes hasta nuestros días. Smith también se mostró en desacuerdo con señalar a las migraciones siberianas —las cuales cruzaron hace 20,000 años el estrecho de Bering para poblar América— como tribus cazadoras de irrealidades y las declaró incapaces de «imaginación desbordada».
El historiador Matías Beraza, por su parte, desestimó con irrefutable rigor académico la idea de que pelasgos, helenos o celtas hubieran legado a las generaciones venideras un caos nacido —en palabras del propio Beraza— «de propósitos infructuosos, ajenos a toda eficacia». Bastaría, añade, «con contemplar la majestuosidad de las pirámides de Egipto, la maravilla arquitectónica del Coliseo o la innovación tecnológica de los acueductos romanos —el de Segovia, por citar el mejor conservado—, o incluso la Gran Muralla China, para constatar procesos de trabajo colectivo-productivo plenamente logrados, refutando, extra omnem dubitationem, toda noción de absurdo en el imaginario de pueblos antiguos y civilizaciones históricas».
Tras la popularidad alcanzada por Edelmanszruk, los aportes de especialistas internacionales no dejaron de llegar a su despacho. La correspondencia incluía una gran variedad de informes y artículos científicos. Todos concluían en la imposibilidad de inquirir el origen de la tragedia humana desprovista de propósitos reales y metas alcanzables. Todos, excepto uno, que aportó un giro inesperado a los hallazgos que Edelmanszruk había publicado hasta entonces.

En sus últimos años, recibió un breve relato, sin fechar, firmado por el abad de Nursia, que terminaría por cambiar su perspectiva. Impresionado por el contenido del texto recibido, el profesor se dio a la tarea de traducirlo del latín tardío e incluirlo, en la última página de su libro, a manera de conclusión. Ahora reproducimos de manera íntegra la narración, seguida del comentario con el que el profesor Edelmanszruk concluye su investigación.
Itzjak —nombre que remite a la raíz hebrea del verbo «reír»—, pastor de Belén, fue encomendado a una tarea imposible. No se trataba de cuidar el rebaño —eso lo hacía desde niño— tampoco se trataba de vigilar el cielo por si caía otra estrella fuera de sitio. Fue algo del todo extraño: llevar calor al portal.
—Hace frío —dijo José, mirando el aliento que se le volvía nube—. El Niño no debería temblar así.
Itzjak fue elegido por su disposición a aceptar lo que no entendía. De un modo misterioso le fue dada a conocer, con dibujos torpes sobre la arena, la constitución de un mecanismo hasta entonces desconocido: se trataba de una caja con entrañas de cobre, un cordón como serpiente mansa y una boca por donde salía el calor. Aún sin la certeza sobre el funcionamiento de aquel aparato, le fue revelado en sueños que, una vez fabricado, solo hacía falta enchufarlo.
El pastor Itzjak bajó al valle con el calefactor a cuestas. En cada casa preguntó por electricidad, por enchufes, por tomas de corriente. Le ofrecieron aceite, brasas, mantas, rezos. Nadie comprendía lo que buscaba: aquello aún no existía. Pero ni lo absurdo del invento ni la aparente locura del propósito lograron detenerlo. Algo, en lo más profundo, lo sostenía en la marcha.
Al llegar a la gruta, Itzjak tuvo la idea de colgar el calefactor de una viga, soplar dentro, ponerle carbón, cantarle salmos. Nada. El aparato permanecía mudo, frío como una promesa adelantada. María lo miró sin reproche.
—¿No pudiste?— preguntó.
El pastor negó con la cabeza y dejó el calefactor en un rincón. Entonces ocurrió algo extraño: el Niño dejó por fin de temblar.
Benedictus, indignus abbas
«El Niño obtuvo la calidez necesaria, no porque la invención eléctrica funcionara, sino justamente debido al fracaso de tal ingenio, que hizo que pastores, animales —¡la noche misma!— concurrieran en torno a la única Luz que produjo el verdadero milagro. El aire se templó con la cercanía de los alientos.
Imagino que el calefactor quedó ahí, inútil y hermoso, como una idea llegada antes de tiempo, la cual cumplía —sin saberlo— el fin para el que había sido soñada».
Arnau Edelmanszruk
Edelweiss, equinoccio de otoño de 1952
































































